Los rusos poseen una extraordinaria capacidad para guardar silencio.
Alexander Herzen, El pasado y las ideas
Paradójicamente, una representación de El lago de los cisnes en el Teatro Mariínski de San Petersburgo es, a la vez, un espectáculo extraordinario y habitual. Aquel día, la función transcurrió con especial brillantez y el público regaló ovaciones interminables a los bailarines, a la orquesta y a su director, a la coreografía de Marius Petipa y Lev Ivanov y, por supuesto, a la música de Piotr Chaikovski. Esta música para ballet se escuchó por primera vez en el Teatro Bolshói (1877), pero fue esa versión coreográfica, estrenada más tarde en el Mariínski (1895), la que valió al ballet su paradigmática fama mundial.
Al contemplar desde el patio de butacas el palco eximperial, pensé en las autoridades que lo habrían ocupado sucesivamente, desde el zar Alejandro III, protector de Chaikovski, hasta Vladímir Putin, padrino del nuevo Teatro Mariínski; sin olvidar a Dmitri Medvédev, Mijaíl Gorbachov o Borís Yeltsin, y a otros altos cargos del extinto Partido Comunista como Stalin, Kírov, Jruschov o Brézhnev. Todos han aplaudido de pie las representaciones de este ballet, y a juzgar por el fervor que aún despierta, se diría que son rituales de Estado con emblemas nacionales –como izar la bandera, escuchar el himno o atender un desfile– y no solo una obra de arte.
A causa de su lago, donde vive abducida una multitud de falsos cisnes incapaces de recobrar no ya la libertad sino su primigenio rostro humano, este ballet es triste y fatídico. Hasta tal punto es así que sorprende que el poder político lo haya aceptado sin matices –a la obra y al autor– como ingredientes imprescindibles de una “imagen nacional” rusa, algo sin duda digno de estudio (como lo son todas las así llamadas “imágenes nacionales”). Ello obedece posiblemente a procesos simbólicos “nacionalizantes” que, no siendo para nada raros en nuestros días, por deliberados y arbitrarios, son en este caso irónicos si se repara en lo que este lago de cisnes puede simbolizar.
Piotr Chaikovski nació en una región del norte de Rusia llamada entonces Viatka, ahora Udmurtia. Cuando visité su casa natal, en las cercanías de Vótkinsk, la celadora del museo comentó que Piotr habría paseado durante su infancia en torno al lago que se divisaba a través de la ventana y que la imagen de ese lago acabaría inspirándole El lago de los cisnes, el más famoso ballet de la historia de la danza. Movido por la curiosidad, me acerqué a contemplar aquel lago y observé que sus aguas tenían color de jade, con un tono apagado, como el gres desvaído, más turquesa glauco que azul, y que carecían de sensualidad. Tampoco había nada mágico en la topografía del lugar y descarté cualquier relación fácil entre aquel lago y el que aparece en El lago de los cisnes. No me extrañé pues cuando supe más tarde que aquello no era un lago sino el pantano artificial de una vieja fábrica, ya inexistente, que había formado parte de un ingenio minero durante la época de Catalina II.
¡Qué ironía! El primer lago que Piotr Chaikovski contemplara en su vida era un simple y desnudo pantano artificial en vez de un vaporoso lago que la imaginación hubiera podido convertir en morada de cisnes. Una ironía que es esencial al argumento del ballet, pues ambos lagos, el del ballet y el de la casa natal, comparten la peculiar cualidad de parecer una cosa y ser otra. Al fin y al cabo, en tanto que homosexuales, Piotr y su hermano Modest conocerían seguramente demasiado bien esta realidad, por muchos llamada “condición”, que les acarreaba un desajuste permanente entre conducta social y fuero interno, así como el enmascaramiento sistemático de una parte fundamental de la existencia individual.
Puede que hoy no extrañe a nadie que la elección del argumento de un ballet recayera en un cuento de hadas, pero entonces fue una aportación innovadora del compositor y, a la postre, una de las fuentes de su éxito. El propio Chaikovski admite que eligió como argumento de su ballet un cuento de hadas porque este género literario le permitía componer con gran libertad y alcanzar su mejor inspiración. En ellos, la volubilidad es norma y es habitual que una cosa pueda, al mismo tiempo, ser otra; es decir, se puede ser y no ser, o ser varios seres a la vez, o parecer una cosa pero acabar siendo, finalmente, otra; puede uno transformarse, delirar y dejarse llevar por el deseo propio o por el de los demás.
Los cuentos de hadas no requieren para su desarrollo coreográfico exigencias de argumentos y libretos operísticos; son tan elásticos como se quiera. Muy posiblemente es en esta mezcla de desmesura, por un lado, y de equilibrio entre fantasía y danza, por otro, donde residen las aportaciones de Chaikovski y de Petipa, el coreógrafo que hizo los ballets del compositor universalmente famosos. En todo caso, la ópera no reflejaba en aquella época el tipo de vivencia que el compositor podía tener del amor o del deseo, y permitía muchas menos ambigüedades que la danza. La expresión libre de su fantasía le procuró algunas de sus páginas más brillantes y famosas, entre las cuales se cuentan ballets muy populares y algunos de los mejores de la historia: La bella durmiente y Cascanueces, cuyas músicas han sido aprovechadas –sí, esa es la palabra– por Walt Disney, quien, sin embargo, poco o nada quiso saber del Lago. Quizás por ser la menos fantasiosa de las tres obras, o porque cargada de una ambigüedad casi insostenible podría resultar a la vez más explícita…
Como cabe esperar de un cuento de hadas, el argumento de El lago de los cisnes oculta más que enseña. Un lacónico recuento de su tema principal concluiría que se trata –una vez más– de una superación de obstáculos gracias al amor. Pero no del todo. Sin restar importancia a esta visión, prefiero inclinarme por el tema de la fragilidad de la elección amorosa masculina frente a la elección amorosa femenina. En un brumoso lago, el príncipe Sigfrido conoce a Odette (mujer-cisne blanco durante el día, y princesa humana durante la noche, que no puede salir del lago), se enamora de ella y le promete matrimonio. De vuelta, en palacio, el amor del príncipe se rinde ante Odile (de naturaleza similar a Odette pero que posee poderes para convertirse en la princesa, pudiendo salir del lago y entrar en la corte), una bella mujer sorprendentemente similar a Odette (de hecho, es la misma bailarina) y a la que, obnubilado, Sigfrido promete idéntica cosa. Podría verse también como una variación del tema de la ceguera de Cupido –un niño al que es fácil engatusar y al que se representa con los ojos vendados–. Eso al menos escribió William Shakespeare cuando desarrolló el tema con maestría –y con mucho más humor pese a no tener ninguna gracia– en Sueño de una noche de verano.
Lo cierto es que si el personaje de Odette despierta en el príncipe amor ideal, Odile, arrebatadora, parece excitar pasiones de otra índole; ambas viven en el mismo lago aunque por motivos distintos que el ballet no desciende a revelar (tampoco parece necesario). Pero solo Odette comparte el destino de los cisnes blancos, seres de bondad llorosa y angelical que habitan junto a ellos en un lago del que no pueden salir (aunque pueden volar porque tienen alas). Sin duda, es un lago maléfico, pero hasta tal punto magnético y bello que uno se pregunta si, de verdad, los cisnes quieren escapar o si es voluntad lo que les falta. Aparte de Odette, de Odile y de estas mujeres-cisne de diverso plumaje, habitan el lago otras criaturas. Entre ellas, el hechicero Von Rothbart, padre de Odile y amo del lago, también con apariencia de cisne, aunque por voluntad propia viste de negro (el color negro de su hija Odile se hace norma solo a partir de 1941, cuando la bailarina Tamara Tumánova dio un paso adelante en la interpretación del papel). Así pues, los habitantes del lago forman una familia luciferina que contrasta con el anonimato de la que habita en el palacio, que se nos muestra como el centro neurálgico del hábitat lacustre.
Algunos coreógrafos han querido que Odette, el cisne blanco, u Odile, el cisne negro, fueran hombres homosexuales –ambos o uno solo–, en un cóctel exagerado, más propio de una comedia (mujer enamorada y/o cisne-hombre homosexual) con la pretendida y endeble excusa de acercar así la biografía de Chaikovski al argumento del ballet. Las coreografías que hace tiempo se aventuraron por este camino aportan matices que encajan bien en el misterio de este lago, al que transforman sin dificultad en Castro, el barrio gay de San Francisco. Técnicamente, como cabe imaginar, la ausencia de bailarinas exige otra coreografía diferente de la de Marius Petipa. Pero estas opciones homo, a mi gusto más sosas que la hetero, siguen ignorando el tema de la existencia del abominable lago. Otra cosa es que Von Rothbart fuera un homosexual recalcitrante y lo mostrara; no haría falta cambiar el sexo a nadie y, sin embargo, haría más plausible el guion, añadiendo una considerable dosis de conflicto real (sería, a la vez, el rival de Odette y Odile, enfocando la atención en el bello príncipe). Pero la realidad no es lo más deseable para mantener el hechizo de los cuentos de hadas.
Desde el patio de butacas del Teatro Mariínski conté las muchas veces que había visto este ballet y cómo todas las versiones ponían el peso de la acción dramática en la fallida elección amorosa del príncipe y su acelerado despertar a una consciencia superior cuando se da cuenta de lo que ha hecho; y, como he apuntado antes, cómo este podría ser incluso el tema principal. Pero nadie presta atención a la anomalía que supone ese lago, un lugar donde la libertad no existe o está restringida como si se tratara de una penitenciaría; un lugar secreto, no tanto un gulag avant la lettre regentado con mano de hierro por un cruel guardián, lo que parece obvio, como un espacio, a la vez terrible e íntimo, compartido, pero rigurosamente individual, donde palpita el fuero interno de las víctimas de la represión y el miedo, del hostigamiento y el acoso; un lugar donde mora una violencia nunca confesada cuya realidad pocos constatan y, menos aún, denuncian. Los años de Borís Yeltsin trajeron una relativa tolerancia, aunque la norma fue la temible arbitrariedad de los regímenes autoritarios que quieren aparentar otra cosa: la homosexualidad no estaba prohibida pero las fuerzas del orden actuaban con impunidad, sembrando miedo y desconfianza. En la actualidad, sin embargo, la homofobia se ha convertido en política de Estado.
Desde mi butaca, miré de nuevo el escenario del Mariínski, sobre el cual es tradición, en Rusia, expresar lo que no se puede compartir de otra manera; aún tenía las cortinas celestes que diseñó León Bakst antes de la Revolución rusa. Al final de la función, transitaban hacia los artistas grandes cantidades de ramos de flores (que allí se entregan tanto a ellas como a ellos), que suelen llegar en un tempo de aplauso in crescendo que, tras breves segundos de anarquía, se hace rítmico, regular e, inevitablemente, marcial. Así se pasaba de un mundo cruel e irreal, que quedaba ya detrás del telón, a una formidable aclamación de fuerza y resistencia que parecía orquestada in situ para complacer a quienes se sentaran en el palco. Ante ese testigo histórico que el palco representa, al Lago de Chaikovski le toca ser la prefiguración de lo que la cultura gay anglosajona ha convenido en llamar, un siglo después, the closet, “el armario”, ese lugar desolado en el que tantos hombres y mujeres han permanecido o permanecen enmascarados hasta que –si les llega el momento– recuperan su libertad y “salen” de él. A Chaikovski debemos la primera –tácita– denuncia de ese “armario” que se haya formulado nunca sobre un escenario; un “armario” que ha recibido y seguirá recibiendo en el curso de la historia aplausos encendidos incluso de quienes lo niegan pero que, por conveniencia o no, a la vez, lo enarbolan como símbolo nacional, resistiéndose a aceptar que pocos quieran vivir en él.
En la Rusia de hoy, Von Rothbart, el hechicero que controla el lago, orquesta el exterminio de sus enemigos, que son, además, por definición, sus congéneres. Años de guerra brutal me llevan a revisar aquella imagen del Lago y de sus habitantes, y concebirlo como algo mayor que un closet: el Lago de Chaikovski es la encarnación del secuestro secular de la libertad y, en concreto, la de los rusos; un secuestro que este ballet encarna, con magia y agudeza inusitadas, desde que hace siglo y medio Chaikovski lo compusiera. Pocas obras de arte se yerguen con tanto poder, con tantos registros, indelebles e incólumes, frente al palco de la autoridad, y cuentan lo que ocurre. ~
es historiador de arte y diplomático español, y ha enfocado su carrera en la relación entre arte y poder. Fue embajador especial para el Año Dual España-Rusia (2009-2011) y lo es ahora para Asuntos Públicos y Globales en el Ministerio de Asuntos Exteriores.