Ilustración: Clara León

Come aquí, serpiente, mi tristeza

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Define juventud. Yo soy joven, me siento joven, somos jóvenes, fuimos jóvenes. Puedes ser joven toda tu vida pero solo vivirás un verano de juventud. Y cuando puedas recordarlo, cuando sepas cuál fue aquel, el tuyo, entonces tú y toda tu juventud (la que aún resista) llevaréis encima un precioso velo de melancolía. Mira el mío, ¿lo ves? Es azul.

El verano de juventud es el que sucedió antes, mucho antes, quizás solo un poco antes –me cuesta calcular esa distancia– de lo que ahora somos. Y todo lo que queda ahora es el recuento de lo que perdimos. Primero nos perdimos a nosotros. Por completo. Aquella entrega, la huida, el taladro y la pena de tus ojos.

Define juventud. No importa que nos pensemos casi iguales. Da igual si aún entro en los mismos pantalones o que conserves esos viejísimos zapatos Oxford. Aquella bala la gastamos. Y es mentira que tengamos más de una. Nosotros, los dos, disparamos la nuestra aquel verano.

La tristeza

No existe juventud profunda sin tris- teza completa.

Era tan joven que no había recibido ni una multa, no sabía lo que era la Agencia Tributaria. No tenía coche, ni casa, ni trabajo. No tenía currículum, no sabía lo que era una hipoteca, nadie me había contratado todavía. Y estaba segura de que jamás nadie lo haría. Tan joven que no había comprado mi primer ordenador portátil. No existían Whatsapp ni Facebook donde contarnos. Era tan joven que todas las cosas, incluido tú, pasaban para mí sola.

Cada palabra era distinta a las de ahora y muchas imágenes estaban aún prefabricadas. La palabra verano llevaba dentro la palabra playa. La palabra playa llevaba dentro la palabra diversión. Diversión contenía sexo. Y SexoàCondón. Y CondónàEmbarazo. Y Embarazoà Aborto. Y había otras palabras igual de predecibles. Como libro, que abría las puertas de la palabra universidad, que significaba la palabra examen a poco que rascaras. Cada una tenía su corteza, pero todas el mismo tronco por debajo, un solo eco: el futuro. Y la palabra futuro estaba vacía. Eso era lo único seguro. Y el vacío tenía imágenes auténticas, solo mías. Los seis niños jugando al final del inmenso campo de trigo bajo aquella luz amarilla y asfixiante, sobrevolados por una bandada de pájaros silenciosos. Y yo soñando semejante escena, muerta de miedo en mi cama cada noche mientras la Pantera Rosa paseaba de puntillas.

Es temerario amar sin horizonte. Supongo que por eso no hay sexo más salvaje que el que carece de porvenir. Las madres deberían aconsejar a sus hijas vírgenes que se inicien en el sexo en serio mucho antes que en el amor en serio. Yo advertiré a las mías. La coincidencia de unir lo uno con lo otro es lo más peligroso que me ha pasado nunca.

A falta de horizonte y de futuro, el presente se vuelve absoluto, el amor obsesivo y la tristeza tan completa como fuerte sea tu voluntad. Una tristeza así requiere tiempo, dedicación, talento. Mi tristeza llegó a ser obsesiva, como todo lo nuestro, la carne siempre ardiendo. Un entrenamiento de atención apasionada y toda la energía de aquella juventud a su servicio. Drogarse puede hacerlo cualquiera, para eso no hace falta ser tan joven. Pero no se está triste de la misma manera. Sentarse frente al mar y llorar. Esperar durante horas a que no pase nada, inmóvil en el mismo espigón. Al final, claro está, me enamoré de aquel saliente de piedra en la bahía. No hay mejor sitio para llorar sobre la tierra. Después llegamos a Madrid y empezaron a crecer el horizonte, las promesas, las oportunidades, el trabajo, la hipoteca y la pareja: nosotros que por fin estábamos ya juntos, nosotros que compramos con calor una nevera. Y ya no había que esperar a que pasara nada porque todas las noches pasaba algo. Así que no tenía mucho sentido seguir triste. Y supongo que fue entonces cuando empecé a hacerme vieja. Había leído a Mario Benedetti aquello de “Nunca pensé que en la felicidad hubiera tanta tristeza.” El libro se llamaba Primavera con una esquina rota y no era tan cursi como sus poemas. Pero entonces me daba pena el protagonista, con una felicidad tan imperfecta. Claro que estoy hablando de una lectura sin porvenir ni Euribor. Mira ahora, la felicidad es para mí tan completa que a veces carece de lo fundamental. Y en la pared del edificio principal de la Puerta del Sol, Sanitas anuncia un seguro de salud interactivo, que promete notificarme los buenos días desde su nueva aplicación móvil, para que todo siga tan intacto como ahora.

En este verano de Madrid, tan pegajoso, no hay sitio para llorar. Nadie llora por la calle salvo que sea turista y le hayan robado la cartera, nadie se pone triste ante los otros (yo creo que algunos ni a escondidas). Tardé años en encontrar un buen sitio donde estar triste cerca de casa y cuando por fin di con él había perdido el rito y la rutina. Antes podía hacerlo casi sin pensarlo, llorar sin un motivo o siempre por el mismo, qué más daba.

El verano de mi juventud el gobierno de Cantabria destinó una ayuda de 3,3 millones de euros al desmantelamiento de parte de la flota pesquera de altura. Se ofrecían entonces ayudas por desguace a los barcos arrastreros que quedaban en activo. Y yo paseaba hasta el barrio pesquero para verlos una última vez. Y una noche fuimos juntos y comimos sardinas con las manos. Cuando terminamos teníamos solo cabezas con su cola de espinas en el plato.

El sexo

Ese beso de salitre que lo cubría todo, que me cubría entera. Ahora soy yo quien se lame brevemente el hombro después de algunas duchas. También a ti vuelvo a lamerte y a besarte y hasta puede que vuelva a ser verano. O que la sal se seque al sol sobre tu cuerpo.

Si la pregunta es: ¿cuántos años de mi vida habría entregado entonces por una noche más de sexo juntos?, la respuesta es que hubiera muerto feliz en aquella duna o en aquel coche o en aquella esquina de aquel cuarto de baño.

Si la pregunta es: ¿cuántos días de mi vida entregaría ahora por regresar a una sola de aquellas noches?, la respuesta es que empiezo a calcular la importancia de los días y a pensar cuántos me quedan… O que tengo tantos planes ahora mismo que el sexo a vida o muerte no sé muy bien si sabría administrarlo.

El sexo, como la tristeza, carecía de horizonte y de media en el verano de mi juventud. Se abrió la carne entre tu carne y se rompió todo lo que alguna vez tuvo otro sitio. El sexo era el único bálsamo contra la tristeza: éramos seres profundamente tristes. Recuerda que la muerte visita a las jóvenes mucho antes que su primera nómina.

A las doce del mediodía tú dijiste que teníamos que hablar. Hablar en serio. Yo te dije que no hablaría hasta que me llevaras a un hostal y que puede que entonces, que después. Era imposible hablar, rozarse con una palabra o un aliento sin que el cuerpo tomara la palabra. Ahora soy yo la que algunas tardes, después del trabajo, dice: “Tenemos que hablar.” Y lo digo hundida en un sofá que es nuestro, que está en el salón de nuestra casa y donde no nos importan los vecinos. Y desde ahí te lo repito: “Tenemos que hablar.” Y tú miras la tele o el libro y me suplicas, como yo entonces, que puede que luego, que después.

En el verano de mi juventud tenía el cuerpo que ahora poseen las otras mujeres, las que nunca más seré yo. Entonces debería haber usado una talla 90 (copa D) de sujetador, en el caso de que me hubiera decidido a llevar uno. No hacía falta. Las tetas estaban hechas de un tejido que ahora ya no se fabrica: elástico por fuera y relleno de fibra bien trenzada. Redondas, con aquellas dos guindas de diamante. El culo nuevo, la rodilla nueva, el tobillo nuevo, los dedos de las manos y de los pies nuevos. La pelvis nueva, los codos, los dos nuevos. La clavícula y el arco bronceado del escote. La cara interna de mis muslos con el sexo entre los muslos también nuevo. Y toda la piel caliente del verano, esa curva jugosa que tan pronto se seca. No como cuando era más joven, no como ahora. Hablo de cuando el jugo era cereza.

Nos faltaba carne y nos faltaban manos, supongo que por eso usábamos espejos. Y gracias a eso en parte me recuerdo, justo ahí delante y abrazada, hecha lazo de los pies a la cabeza.

Aunque poco me importaba el cuerpo entonces. Total, yo solo necesitaba el tuyo. Esa nueva lección de anatomía. Praxíteles marcando la curva insolente en el lugar preciso, el pecho de un hombre solo se conoce si se toca, brazos donde agarrarme con las manos, los muslos de un hombre hay que montarlos. Y tu sexo, muy por encima de todo lo demás, muy dentro de todo lo demás. Qué hermoso puede llegar a ser el sexo de un varón en el verano de mi juventud. Carecemos de iconografía y de media sobre el sexo de los varones. Pero el tuyo era serpiente y era cisne. Y ambos, cisne y serpiente, crecían sin esperanza y con grandeza.

Aquel año, la Universidad Internacional Menéndez Pelayo impartía en Santander sus tradicionales cursos de verano, como si aquel, el nuestro, no fuera más que uno cualquiera. Como si la vida no fuera a detenerse por nosotros.

El seminario se llamaba “La creación del personaje en la novela”. Y yo tenía tiempo para tomar apuntes sobre folios blancos con mi letra recta. Carmen Martín Gaite, Manuel Vázquez Montalbán, Eduardo Mendoza, Gustavo Martín Garzo y Constantino Bértolo.

Cada novela exige que cada personaje se desarrolle de forma determinada. el personaje no es igual a la persona. El personaje es algo vivo pero no una persona necesariamente. Ha muerto una generación, no un modelo de novela concreta. estímulos para escribir una novela. Lo primero que se debe plantear el autor en la novela es el tema o intención; es decir, al escritor se le representa lo que quiere decir. Algunos comienzan por imágenes, otros por una palabra, etc. La elección de la primera o tercera persona son posteriores. Es de destacar que muchos escritores escriben sin plan, sin saber cómo se va a desarrollar la novela. una novela tiene más éxito cuando desvela un secreto que cuando cuenta una hazaña. los personajes no siempre dicen la verdad. No siempre son claros y fidedignos. el lenguaje como creador de una realidad. El lenguaje se emancipa, crea una realidad en vez de basarse en ella. La novela es el verdadero personaje de la novela. Pierde importancia el personaje tradicional.

Estábamos en la playa de la Maruca cuando me lo dijiste mirándome serio. “Una ciudad no se llega a conocer bien hasta que no se ama a uno de sus habitantes.” Y era un juego, para saber si yo había leído esa novela. Yo que pagaba por ir a seminarios sobre novelas que solo los demás se habían leído. Y era verdad. Porque toda la ciudad era distinta desde que me amabas. El olor de las algas pegadas a las rocas, las almejas enterradas en la balsa; los alfileres pinchados en el corcho (un instante antes de ser clavados en la carne tierna de los caracoles). Y yo era tu Justine, de Lawrence Durrell, que contestaba con otra frase a tu media. “Me da igual de quien te hayas enamorado… ‘Yo soy Heathcliff, él está siempre, siempre en mi mente. Así pues, no hables de separación de nuevo, porque es imposible.’” Y la novela era mi favorita y nadie la había leído antes en mi lugar. Nuestras imágenes eran cada vez menos prefabricadas.

El sexo era tan brutalmente necesario como los libros. Aunque la verdad era que el mundo podía quedar arrasado en un orgasmo y los textos sagrados milenarios podían arder: a nosotros nos hubiera dado igual. Era la bomba que barría el mundo cuando nosotros burlábamos la muerte, esa era la forma de estar juntos en el verano de mi juventud. El sexo era un instante de salvación para nosotros y quién sabe si para la humanidad entera. Porque el mundo, eso es un hecho, estaba claramente con nosotros.

En el seminario de la uimp hablaron también sobre el tipo de lecturas que se pueden hacer de un texto literario. Constantino Bértolo dijo: “Algunos lectores realizan una lectura proyectiva, es decir el lector lee en ese texto narrativo primario su propia biografía. Esta actitud es típica del lector hembra, según Julio Cortázar.” Y yo escribí en mayúsculas lector y hembra en mi cuaderno.

El deseo

El deseo es amigo de la melancolía. En el verano de mi juventud yo solo tenía un deseo: tú. Y si me hubieran dado a elegir, como en la canción gitana, me habría quedado con una sola cosa. Entre tú y la gloria, entre tú y la riqueza, entre tú y la historia. Ay, amor.

Cuando no hay horizonte no se puede tener más de un deseo. O lo que es lo mismo, cuando no hay horizonte, el deseo se abre como las patas de una araña. Es lo mismo que cuando no hay dinero. El mundo de posibilidades que supone llevar la cartera llena hace que nos compremos todo y nada llegue a ser del todo nuestro. Como no son del todo nuestras las cosas por las que tenemos que pagar, todas las cosas que cualquiera podría quitarnos.

En el verano de mi juventud yo no tenía dinero. Y nunca lo había tenido. Mis padres no lo habían tenido antes que yo, ni mis abuelos, ni mis bisabuelos. ¿Cuántas generaciones sin dinero para alinear en cartillas verdes necesidad con expectativa? No estoy segura: sin dinero no hay genealogía.

Pero a ti no te bastaba con ser joven. Tú querías ser príncipe. Y ser rico. Querías el dinero y el pasado. Tú habías sido tan pobre que hasta el deseo te lo habían quitado, esa otra clase de pobreza donde falta mucho más que dinero en el bolsillo. Por eso ahora lo deseabas todo. Pero de repente, contra todo pronóstico, ahí estaba yo, delante de ti, rota como un pétalo. Y no era precisamente la clase de mujer que un príncipe desea, claro que a lo mejor fue precisamente por eso.

Así que fuimos a buscar la casa de tus antepasados. El caserón cántabro de piedra con escudo y flor de lis escondido en el valle de Cabuérniga. Te gustaba hablarme de la tierra de tus abuelos, de su ganado de raza Tudanca, del servicio que nacía en la casa, del destino que llevan puesto los elegidos. Los príncipes son un poco dioses, todo lo pueden, todo les pertenece, hasta su hibris. Y sin embargo hay algo que se pierden para siempre: la deliciosa mortalidad. Pobre joven dios. Dormías acurrucado en una esquina de la cama, enroscado en la manta como un embrión, hermoso y frágil. Llevabas tanto miedo encima. Con qué habías alimentado ese terror, qué le habías dado de comer para que creciera cada noche, para que te despertara entre sudores, para que tu bilis fuera así de negra. No me importaba cuánto mal cupiera dentro de ti, no me importaba tampoco cuánto bien o si tenía delante ambas cosas. Yo te deseaba con la determinación de quien no es dueño de otra cosa que no sea su deseo. La historia no iba de amarte y respetarte hasta quelamuertenoséqué. El nuestro no era entonces amor industrializado. Ahora en cambio sí. Por mucho que tú calces los mismos zapatos, ya te he dicho que no importa. En realidad, deberías comprarte otros, unos buenos. Ahora tengo un número secreto que abre una cuenta corriente en La Caixa. Ahora, querido, estoy plagada de deseo. Tengo 37 años, ¿qué esperabas? El verano de juventud ya no es el mío. Ahora busco en Booking el mejor hotel y el mejor verano. ¿No entiendes que por fin puedo pagarlo? No entiendo que precisamente por eso haya dejado de ser nuestro. Pero me da igual: confieso que lo deseo todo, lo quiero todo. ¿Por qué no te das cuenta de que podemos tenerlo todo? ¿Por qué habríamos de conformarnos el uno con el otro?

Por suerte, entonces yo no llevaba mi teléfono encima. ¿Te imaginas? Era sencillamente otra persona, conectada a la tierra y al instante. Y nuestra historia estaba cruzando el río Nansa con las albarcas de madera que había tallado la mano artesana del albarquero, sentado en el porche de su casona, con decenas de moscas muertas en la tira de pegamento de su espalda. Y allí estábamos. Con el cielo gris de Cantabria desplomándose sobre nosotros, con las montañas aplastando el valle y la vida detenida en los habitantes del pueblo. Aquel verano donde fueron únicos la tristeza y el deseo. Aquel verano que hoy nos espera y que algunas noches aún cabalgamos. ~

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