Me gusta la idea de poner en relación una película y un libro aparecidos en 1925, hace ahora cien años. Nueva tentativa de efeméride; pero, sobre todo, tentativa de seguir comparando cine y literatura. Por ejemplo, La quimera del oro, de Charlie Chaplin, y La señora Dalloway, de Virginia Woolf: dos obras cumbre en la trayectoria de cada uno de ellos. La de Chaplin, literalmente: trataba de escalar una montaña, la suya propia, fabricada en estudio y quizá de cartón piedra, pero también uno de los decorados más logrados de la historia del cine hasta ese momento, y un nuevo salto dentro de una carrera en la que ya solo parecía competir contra sí mismo; un cine bigger than life, fastuoso, hilarante, emocional, capaz de conectar con el gran público (más de siete millones de espectadores solo en Estados Unidos en el año de su estreno) y atento a los hechos históricos y las problemáticas sociales del momento. La de Woolf, por el contrario, es una novela de apariencia ligera o intimista, que se concentra en unas pocas horas y donde la acción es sobre todo cosa mentale, a través del flujo de conciencia de varios personajes, escanciando lo mejor de las técnicas de Joyce y Proust.
Como la película y la novela acaban de cumplir cien años y ambas son geniales, han proliferado artículos señalando las virtudes y vicisitudes de cada una. Yo no había leído aún La señora Dalloway,pero lo que escribió un amigo acerca de la novela de Woolf me convenció de que ya no podía esperar más. Ha sido una lectura intensa y reveladora aun confirmando lo que ya intuía que podía encontrar en ella, y es que, siendo eminentemente literaria, contiene todo lo que me gustaría para el cine: la sensación de que el tiempo se podría detener o, más bien, que detenerse en algunas cosas merece la pena. Está llena de pequeños detalles, gestos, frases e imágenes cazadas al vuelo, sonidos que se entremezclan creando un montaje que amplía la profundidad sonora y visual todo el tiempo. Pero no hay nada espectacular en ella; o lo espectacular, en todo caso, es la fijación en los momentos que podrían pasar inadvertidos. Es una novela que puede parecer encastillada en unos pocos personajes aristocráticos y sus problemáticas, pero lo que importa de nuevo no es el qué sino el cómo, y lo hace con tal nivel de profundización que acaba por afectar a nuestra mirada sobre cualquier cosa, ampliando nuestra perspectiva del mundo.
La película de Chaplin llevaba tiempo sin verla. Abro un librito que acompaña a la edición Blu-ray restaurada y lo primero que encuentro es un texto sobre la película de Peter Von Bagh que empieza, mira por dónde, con una cita de Virginia Woolf: “Porque las obras maestras no nacen aisladas y solitarias; son el fruto de numerosos años de pensar juntos, de pensar a través de los cuerpos de la gente, pues la experiencia de las masas está detrás de la voz solitaria.” Von Bagh tuvo la misma intuición de hermanar la voz de Chaplin y Woolf, y me emociona que una frase de ella sirva para sintetizar de forma tan hermosa lo mejor de Chaplin: la sensación de que sus películas son siempre una gran experiencia colectiva sin dejar de ser la experiencia íntima de un hombre. Pero también se puede aplicar la frase al placer que supone leer La señora Dalloway. O quizá no es más que mi deseo de seguir pensando el cine en relación con la literatura, porque quiero ver cine en todo lo que no es cine, y porque a veces pienso que el cine es demasiado literalmente cine, mientras que la literatura es siempre cine en potencia, expandido, porque mientras leemos fabricamos imágenes y sonidos, visualizamos planos y montamos una película en nuestra cabeza, nos esforzamos más y somos lo contrario a espectadores pasivos.
La primavera pasada descubrí el cine del holandés Frans Van de Staak. La mayoría de sus películas son muy habladas, a veces casi enteramente dialogadas a partir de textos muy diversos. Una de ellas, por ejemplo, es un recitado de la Ética de Spinoza, otra es la traslación de diferentes poemas del escritor neerlandés Hubert Korneliszoon Poot, encarnados en la voz y cuerpo de un actor. Ediciones Comisura ha editado un libro, La palabra en archipiélago, coordinado por sus descubridores en España, Manuel Asín y Carlos Saldaña, donde leo estas reflexiones de Van de Staak: “El cine es leer con los ojos y los oídos. Una forma de percibir en la que los sentidos adquieren un papel más importante que en la lectura del libro. […] Las palabras son más fáciles y mejores que las imágenes para ordenarlas en forma de metáfora. La mejilla es un melocotón. Una mejilla melocotón. Una mejilla roja. Si se ponen imágenes cinematográficas de mejillas y melocotones, unas junto a otras o de forma sucesiva, eso no da lugar a una mejilla melocotón. La palabra mejilla es un nombre común, la imagen mejilla es siempre la de una mejilla concreta. […] En una película siempre domina lo realista. O terminas haciendo intentos forzados, como el surrealismo o el cine literario. No creo que en el cine puedas alterar así los significados. Las imágenes visualmente perceptibles sobre la pantalla blanca nunca podrán convertirse en imágenes oníricas. Pero lo que de verdad me importa es la imagen que queda luego, después de leer un poema o de ver una película. Cuando vuelven a encenderse las luces, tienes que sentir que te ha dado la mano alguien que a la vez quería o podría haberte clavado un cuchillo. En ese sentido, en el efecto que pueden producir a posteriori, la diferencia entre cine y literatura no es tan grande.” Desde luego: Chaplin y Woolf nos dan la mano.
Quizá sea cierto que cuando el cine era mudo se establecía un pacto más emocionante entre el espectador y la pantalla, aunque solo fuera por el hecho de tener que imaginar los diálogos y sonidos que la película no podía registrar, y los cineastas se las tenían que ingeniar de otras maneras. Es lo que decía Truffaut cuando se refería al “secreto perdido” y a los cineastas que se habían educado en el mudo (Hitchcock, Lubitsch, Ford, Ozu…), que sabían algo del cine que habría desaparecido con ellos… Suena un poco a “cualquier tiempo pasado fue mejor”, y por eso me ha consolado y emocionado la anécdota que Arnaud Desplechin le hace contar a Kent Jones en Spectateurs! (que en España nos han escamoteado de las salas de cine y vemos directamente en Filmin, con el título Cinéfilos). Es una historia del rabino Baal Shem-Tov, que acudía a un lugar de un bosque cuando alguna desgracia se cernía sobre el pueblo judío. El rabino encendía un fuego, recitaba una plegaria y el milagro sucedía, evitando la desgracia. Cuando tiempo después su discípulo pretendía obrar de la misma manera, acudía al mismo lugar del bosque, encendía el fuego, pero ya no recordaba la oración. Aun así, el milagro se cumplía porque al menos conocía el lugar del bosque y había encendido el fuego. Una generación más tarde, un nuevo discípulo acudía al bosque, pero ya no sabía encender el fuego ni recordaba la oración; sin embargo, al menos recordaba el lugar del bosque y eso bastaba para que el milagro aconteciera una vez más. Hasta que llegó un nuevo discípulo del anterior discípulo del discípulo, y este ya no sabía la oración ni encender el fuego, y tampoco recordaba la ubicación en el bosque; lo único que sabía era contar la historia. Y eso, al final, parece que también bastó… Es decir, el milagro continúa mientras aún sepamos contar las historias. ~