Octavio Salazar
La vida en común. Los hombres (que deberíamos ser) después del coronavirus
Barcelona, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2021, 224 pp.
La pandemia también infecta nuestras librerías, un virus de reflexión –inevitable– y febril escritura –las más de las veces precipitada, y por tanto bien evitable– que presenta sus variantes y cepas en función de la disciplina que se cultive. En este género del work in pandemic progress ha de inscribirse el libro de Octavio Salazar, catedrático de derecho constitucional, prolífico divulgador de la denominada “nueva masculinidad”, premio Hombre Progresista del año 2017 y apóstol de varias causas enarboladas por el sector del feminismo más rabiosamente antiliberal (pero hegemónico), entre las que cabe mencionar la prostitución y la gestación por sustitución.
En el fondo, cualquier excusa puede ser buena –y mira que esta de la covid-19 es propicia– para endiñar uno de esos “lo que te digo”, o “lo que te venía diciendo”. Puestos a fabricar una vacuna en un año, acércame el teclado que ahí van unas instrucciones para “construir la nueva masculinidad”. Pero el odre es viejo y conocido, los sesgos ideológicos transparentes, el diseño abruma por su puerilidad y el espíritu hegeliano sigue imperando. Ya saben: ¿que los hechos no coinciden con mis ideas?, pues tanto peor para los hechos. O dicho con mayor precisión: ya bruñiré yo los hechos para que todo encaje y pueda enarbolar la pancarta sin atisbo de duda.
¿Se puede escribir un libro sobre la masculinidad sin apenas rozar el hecho contrastado de que los peores efectos del virus los han sufrido los hombres (Takehiro Takahashi y Akiko Iwasaki, “Sex differences in immune responses”, Science, Vol. 371, Issue 6527, 22 de enero de 2021, pp. 347-348)? ¡Sí se puede! ¿Se puede escribir un libro donde, por un lado, se llama la atención sobre el hecho de que son las mujeres las que se han tenido que quedar mayoritariamente en casa y ocuparse de casi todo, pero también han sido ellas las que fundamentalmente se han ocupado fuera de casa de sostener la vida y los servicios esenciales? ¡Sí se puede! ¿Se puede escribir un libro donde se denuncia el modelo de “hombre de acción con vivencia del tiempo acelerada”, y no reparar en que tales condiciones –que bien podrían darse en muchas mujeres, por supuesto, y no en muchos hombres– son las que precisamente permitieron en plena primera ola, a punto de provocarse el mayor colapso hospitalario de la historia española reciente, que treinta hombres –bomberos y fontaneros autónomos que se presentaron altruistamente– lograran en tres días de trabajo sin descanso dar servicio a trescientos metros de galería en el pabellón 9 de ifema de Madrid y así poder atender a 1.500 camas de enfermos? ¡Sí se puede!
La esencia del panfleto de Salazar se puede presentar en la forma de una ecuación: masculinidad=patriarcado=capitalismo=malo. Lo primero que uno debe empezar haciendo, por imperativo de honestidad intelectual, es advertir al lector de los usos que dará a esos términos, bien anfibológicos ellos, para a continuación plantearse si esas correlaciones son tan robustas, si el diagnóstico se sostiene y si las recetas (“Otra humanidad es posible” reza humildemente el último capítulo) resultan plausibles. Es lo que ocurre con la omnipresente apelación a “poner los cuidados en el centro de la vida” y que los hombres nos ocupemos más de “cuidar”. ¿De qué estamos hablando?
Entre la escasísima evidencia que nos brinda Salazar se encuentra el estudio de la economista Libertad González “¿Quién se encarga de las tareas domésticas durante el confinamiento?”, publicado en el blog Nada es Gratis de acuerdo con el cual las mujeres, durante la situación de confinamiento, han seguido protagonizando los “cuidados” y se explica que los hombres se hayan ocupado más de hacer la compra y sacar al perro porque de esa manera, los hombres –bien pérfidos que somos– aprovechábamos para poder salir a la calle. La muestra del estudio es de 5.523 “observaciones” y quienes responden son en un 74% de los casos mujeres. Imagino que quienes se ocupan de medir estas cosas pondrán buena sordina a las conclusiones que se puedan extraer de tal encuesta. Pero es que, además, como comenta alguno de los lectores del estudio, las tareas domésticas no incluyen las “tareas de mantenimiento”, lo cual reconoce la profesora González añadiendo que para tener una visión “más completa” habría que computar también la llevanza de las cuentas (consulté la entrada en el blog por última vez el 29 de enero de 2021). A mí se me ocurren otras que, intuyo, también están notablemente “masculinizadas” y pueden poner muy en solfa el desigual reparto en los “cuidados”: el transporte en el vehículo privado. Todo ello a salvo, claro, de que “cuidar” por definición sea lo que hacen las mujeres.
¿Cómo encajar esa imagen de los hombres familiarmente despegados con el muy significativo incremento de las peticiones de custodia compartida? ¿Y la resistencia de muchas mujeres a ello? ¿Tendrá algo que ver la supervivencia de algunas instituciones y reglas del derecho privado que, como es el caso del artículo 96.1 del Código Civil, genera un automatismo custodia de los hijos-uso de la vivienda de consecuencias perversas para la posibilidad de la custodia compartida y de un reparto de tareas por fin igualitario? (véase Marta Ordás, La atribución del uso de la vivienda familiar y la ponderación de las circunstancias concurrentes, Bosch-Wolters Kluwer, 2018, p. 22). El sagaz iusfilósofo Juan Antonio García Amado ha dicho recientemente que el Estado social, cuya erosión tanto lamenta Salazar, no se construye con “discursos gratificantes” sino haciendo buena política económica y fiscal, ingeniería institucional y jurídica inteligente, respetuosa, claro, con ciertos valores irrenunciables entre los cuales está muy principalmente la libertad, también la libertad en el ámbito personal y familiar como reza el artículo 8 del Convenio Europeo de Derechos Humanos. Si es genuino el afán de promover cambios sociales significativos en ese dominio: ¿no sería más pertinente analizar con rigor, para modificar con finura, esos perversos incentivos?
Una parecida anorexia metodológica se revela al referirse Salazar a la violencia de género, materia en la que la patita ideológica asoma ya sin tapujos. Con el apoyo de la cita de autoridad, Salazar sostiene que “el único rasgo que comparten todos los maltratadores es el hecho de ser hombres, machistas, claro”. De claro nada. Solo incurriendo en una colosal petición de principio cabe sostener que toda agresión de un hombre a una mujer tiene un animus machista, y del polvo de esa chatarra teórica (por mucho que la sostenga el “experto Miguel Lorente”), el lodo de tener que derivar a los juzgados de violencia de género esos supuestos en los que él ayudó activamente a morir a su mujer para así poner fin al sufrimiento o agonía, por poner uno solo de otros muchos posibles ejemplos. ¿Y qué decir de la prevalencia tantas veces alegada pero casi nunca comprobada del consumo de pornografía “machista” que actuaría como fatal precursora de la violencia sexual masculina? ¿Cómo encaja en la radiografía de Salazar el hecho de que en 2019, entre los españoles, la primera categoría de pornografía consumida es “maduras” y la segunda “lesbianas”, de acuerdo con el informe anual de PornHub, la mayor plataforma de pornografía en internet del mundo?
Volvamos a otra de las correlaciones o binomios estrella de La vida en común a la que ya he aludido. Las expresiones de la heteronormatividad, de la tóxica masculinidad que Salazar repasa y describe de manera casi siempre anecdótica, ¿son la condición necesaria o suficiente de esa forma de organización social y económica que llamamos “capitalismo”? El hombre que debemos dejar de ser tras la experiencia de la pandemia –se anima a proclamar Salazar a inicios de la segunda ola de las cuatro que ya llevamos– es el “señoro cipotudo”, el agresivo, violento, pornógrafo, que cultiva obsesivamente su cuerpo, que ayuda pero no asume los cuidados, aleccionador, carente de emociones, que no llora, ni folla con empatía –amén de otros muchos vicios del carácter masculino que Salazar nos recuerda profusa y reiteradamente–. Se trata del “sujeto paradigmático del orden capitalista”, un modelo de ser humano “que debe mucho a la alianza perversa entre patriarcado y capitalismo”.
Pero hay esperanza, y se encarna en el médico Fernando Simón, responsable del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias Sanitarias, voz y cara visible de la información sobre la pandemia, un ejemplo de nueva masculinidad a quien se puede perdonar un chascarrillo sobre enfermeras en un programa de radio –que en el fondo viene a delatar su intrínseco pecado original machista–, pero sobre todo que el día 31 de enero de 2020 pronosticara que España no tendría más allá de dos o tres casos; que posteriormente recomendara que no se usaran mascarillas masivamente y que, al fin, más recientemente no tuviera empacho en presagiar que la cepa británica no debía ser un motivo de preocupación. De nada de todo eso hay siquiera mención en el panegírico que de su figura se hace en las páginas 179-185, aunque sí una declaración de fervorosa admiración. Del siguiente tenor: “Con Fernando Simón me encantaría merendar, una vez que podamos abrazarnos y demostrarnos, también entre hombres, el afecto y el cariño que un día pensamos que era cosa de blandengues o mariconazos.”
Yo tengo muchas dudas sobre la ferralla con la que Salazar parece cimentar el capitalismo con la vieja masculinidad y el patriarcado. Tengo para mí que muchas expresiones del capitalismo liberal históricamente cercanas más bien han propiciado las mayores cotas de emancipación para las mujeres –de esa evolución, de las conquistas feministas apenas si se entrevé tampoco nada en el libro– y también para los hombres que quiere abrazar Salazar.
Y es que ese hombre que no deberíamos ser tras la pandemia fue el prototipo de la masculinidad requerida para el… anticapitalismo. En una tradición socialista revolucionaria bien conocida, el hombre “nuevo” no dejaba de ser esencialmente machista y homófobo. O dicho de otra forma: para ese corpus teórico y práctico que tanto influyó en las varias y severas izquierdas españolas y cuya impronta aún se percibe, el capitalismo generaba una versión pervertida de masculinidad, un “hombre blandengue”, en la terminología de El Fary si me permiten la licencia, que viene muy al caso como verán enseguida.
Según sus ideólogos, la revolución cubana exigía la implantación de un servicio militar obligatorio para así lograr una juventud alejada “de las blandenguerías”, inspirada “no en los bailadores de twist ni de rock and roll, ni tampoco en las manifestaciones de alguna pseudo-intelectualidad”, sino una juventud alejada “de todo lo que debilita el carácter de los hombres”. Son afirmaciones hechas por Raúl Castro Ruz allá por 1965, que en esto se anticipaba al mentado José Luis Cantero. Y por si quedaba alguna duda del tipo de masculinidad con la que se alcanzarían los objetivos de la revolución socialista, ahí estaba el hermano, el mismísimo Fidel, para remachar las virtudes de esa socialización: “ese joven –bramaba el comandante– no se convierte en un pepillito, no se convierte en un Elvis Presley […] en un ‘Elvis-preslito’. Ese joven […] cuando entra en la unidad militar […] adquiere otro carácter, adquiere hábitos, adquiere hábitos que son muy distintos de esos hábitos que se pueden ver en algunas esquinitas, que se pueden ver en algunos parquecitos”.
Dicho proyecto de masculinización nacional tuvo su máxima expresión en las ominosas umap (Unidades Militares de Ayuda a la Producción), tal y como ha documentado y analizado el historiador Abel Sierra Madero, de uno de cuyos ilustrativos trabajos proceden las anteriores citas (“‘El trabajo os hará hombres’: Masculinización nacional, trabajo forzado y control social en Cuba durante los años sesenta”, en Cuban Studies, 2016, pp. 309-349, p. 316). La sociedad socialista no puede permitir, arengaba Castro, lo “feminoide”. Vamos, que mejor les hubiera ido a Salazar y Simón abrazándose en la capitalista San Francisco que en el “parquecito” o “esquinita” de la comunista Cienfuegos.
Y si uno atiende a las muy diversas dimensiones de la libertad e igualdad entre hombres y mujeres –incluyendo la prevalencia de la violencia contra las mujeres en cualesquiera dimensiones– en pocos sitios donde estar mejor como mujer, con o sin confinamiento, que en esta España nuestra. Si es que a uno le interesa la realidad que muestran los datos y no solo la exhibición woke y “aliada”.
En una entrevista publicada en la revista Fusión en el año 2004, Amelia Valcárcel reivindicaba el derecho de las mujeres “al mal” del siguiente modo: “Nuestra tradición judeocristiana ha atribuido la creación del mal a la pobre Eva, quien además era la responsable de la muerte y el dolor de toda la humanidad. Pero creo que nadie se cree eso a día de hoy… espero. Quizá quede un resto de esta creencia en el sentido de que las mujeres deben seguir todavía un estándar moral mucho más fuerte que el resto y que las coarta más que el estándar moral corriente. Si esto fuera así, sería injusto. Las mujeres no estamos hechas de una pasta distinta al resto de la humanidad y lo que está bien, está bien para todos y todas, o no está para nadie. La medida es la universalidad”. La vida en común es un libro fallido también porque transpira la peor forma de machismo: la condescendencia con las mujeres. ~
Pablo de Lora es catedrático de filosofía del derecho en la Universidad Autónoma de Madrid. Es autor de "Lo sexual es político (y jurídico)" (Alianza, 2019).