Decidido pero sin rumbo

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Algunos árboles tienen carisma. Destacan entre los demás, se distinguen en el paisaje desde la ventanilla del tren o del coche, saludan cuando se hace el trayecto de ida y el de vuelta en bicicleta. Se recuerdan en el patio del colegio, en el jardín mitificado, en el viaje borroso. O se nos hacen familiares a fuerza de tratarlos. Si se ha tenido suerte con la madriguera, se ven desde la cama, todas las noches antes de dormir, o cada vez que levantamos la cabeza de la mesa donde repetimos un trabajo. Esa personalidad individual que percibimos en los árboles permite que establezcamos con ellos relaciones tan individuales como las que tenemos con las personas. Quizá una intuición similar es la que ha inspirado a Pablo Gallo para escribir su fascinante libro Ojos llenos de árboles. Podría calificarse de ensayo, pero tiene mucho más de himno disimulado.

Pablo Gallo, nacido en 1975, tiene una carrera tan particular como alguno de los árboles del párrafo de arriba. Como pintor, lleva tres decenios exponiendo. Es ilustrador, y muchos de sus dibujos pueden verse en cubiertas de libros como las reediciones de Patricia Highsmith en Anagrama. Después de El libro del voyeur,de 2010, en el que ilustraba los textos de 69 autores, ha publicado otra media docena de libros en que combina el texto con los dibujos, como Dibujar en la oscuridad, Libro de las Invocaciones o Siete días en las Siete Calles. Diría que los suyos no son exactamente libros ilustrados, porque ilustraciones y palabras establecen entre ellas una relación solidaria, inseparable.

En Ojos llenos de árboles se propone un paseo. Acompañamos al autor cuando se interna en un bosque cercano a su casa. “Me adentro en el bosque decidido pero sin rumbo” es la sencilla premisa que inaugura el paseo, y es una advertencia a la vez literal y metafórica. A partir de entonces se entremezclan el avanzar por el bosque y las historias sobre las relaciones que han establecido humanos y árboles, a veces sin que los primeros se den del todo cuenta de que se las están viendo con esos otros seres. Aparecen artistas, soldados, figuras mitológicas, eremitas, campesinos… Es en cierto modo una historia cultural del mundo, inevitablemente vinculada a los bosques y a la madera. En la Primera Guerra Mundial algunos árboles se dejaban huecos para que dentro se ocultase un soldado espía. Parece una historia de tebeo, pero aún se conservan los croquis de algunos de ellos en el Museo de la Guerra de Kennington. Por esas mismas fechas la empleada del Servicio Forestal de los Estados Unidos Margaret March-Mount (“con esas tres emes convertidas en una cordillera montañosa”) comienza su campaña “Centavos por pinos”, que resultará en la plantación de veintisiete millones de árboles. El linchamiento contra los jóvenes negros Thomas Shipp y Abram Smith en un pueblo de Indiana en 1930 acaba con ellos ahorcados; es la salvajada que inspira la canción Strange fruit, compuesta por Abel Meeropol y popularizada por Billie Holiday. Muchas más historias se cuentan en este libro a medida que el caminante va perdiéndose entre la fronda. Se le aparecen los hermanos Grimm, James Lee Byars, Hitler, William Blake, Maruja Mallo, Leonora Carrington, el Tercio Vizcaíno de Begoña, Dorothy con el hombre de hojalata, san Antonio de Padua, Francesca Woodman, Caspar David Friedrich, Alberto Giacometti, el aizkolari Keixeta y muchos otros, como fantasmas dispuestos a reproducir su historia ahora que, en el centro del bosque, estamos en disposición de percibirlos. El estado meditativo y abierto que hay que alcanzar (o haber sabido conservar) para enlazar esta gran cantidad de información sin que se convierta en un batiburrillo de datos sino en una especie de sonata brincadora llena de un sentido nuevo tiene algo de ideal romántico y algo de entrega monacal. Algunos dicen que basta con prestar atención.

Este libro no es una excusa para hilar interesantes historias, sino que de verdad habla de los árboles mientras relata una aventura espiritual. Creo que el misterio del libro tiene que ver con su doble o triple naturaleza, con una ambivalencia en que todo es varias cosas a la vez, precisamente como en los paseos alucinados por la naturaleza.

Las historias que se cuentan en el libro podrían verse también como una manera de amalgamar las imágenes que aparecen en él. La colección de grabados, fotografías y cuadros y fotogramas de películas es apabullante no solo por su cantidad (unos ciento cincuenta), sino también por su belleza y variedad. Quizá por eso el libro recuerde instintivamente a una colección de cromos, lo que tiene que ver con la ilusión de ir completando los huecos y de poseer algo de lo que nos gusta en el mundo. Dependemos de la suerte para que nos lleguen los cromos que nos faltan, pero también de saber con quién tenemos que cambiar los que tenemos repetidos. Hay en eso una idea progresiva del camino que se va haciendo y que recorre el libro hasta el emocionante desenlace que protagoniza el autor, como una historia más en la cadena de aventuras que hemos vivido como humanidad. En fin, las imágenes son preciosas, curiosas, o incluso las dos cosas, pero hay que darles un sentido y alentarlas a que se relacionen entre sí. Esto lo hace el texto, pero también llama la atención la maqueta. A veces se dice que lo bueno es lo que no se nota, pero esta maqueta está cuidadísima: se nota en la caja, en la disposición de las ilustraciones, en cómo nos llega todo con la naturalidad y el encanto, precisamente, del paseo. A mí me sonaba Schubert en la cabeza mientras leía. También puede sonar el batir de alas de un pájaro que no vemos. ~


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