Desprestigia, que algo queda (o esto me pasa por meterme en política)

En otoño del año pasado, el filósofo y ex presidente del Senado Manuel Cruz fue acusado de plagio. Su caso y la polémica posterior invitan a una reflexión más amplia.
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1. Previa

Amediados del pasado mes de septiembre un diario de difusión nacional inició, a cuenta fundamentalmente del presunto plagio que habría llevado a cabo en mi manual Filosofía contemporánea, una campaña contra mí (creo que se puede denominar así al hecho de que ocupara su portada por completo dos días seguidos, sin que se abandonara el asunto en una semana, con abundantes llamadas al mismo en primera página, aunque luego intentara prolongarla en el tiempo con derivadas menores).

La campaña, puestos a ser precisos, no apuntaba en el fondo contra mí sino contra el entonces presidente del gobierno en funciones, Pedro Sánchez, con cuya tesis doctoral en todo momento tanto el autor de los reportajes como los analistas que luego se sumaron a comentar el asunto (del mismo diario la práctica totalidad y los que no, en su misma longitud de onda ideológica) establecieron un paralelismo.

Precisamente por lo poco oculta de la intención de la campaña opté por guardar silencio, para no alimentar con una posible respuesta una polémica cuyas dimensiones políticas desbordaban con mucho mi caso particular. Me importa dejar claro esto porque no han faltado quienes –ignoro con qué fundamento– interpretaron dicho silencio como la actitud del que se siente ofendido.

La ofensa existe, claro está, en quien se siente objeto de un ataque injusto, pero no fue ese el motivo de que no interviniera en público para, en lo posible, disipar las dudas que pudieran tener algunos. Porque, debo decirlo, me preocupaba que algunas personas, de buena fe y sin conocer en detalle las prácticas habituales en el medio académico, dieran por aceptable el planteamiento del diario en cuestión, identificando ausencia de citas entrecomilladas –esta era, en sustancia, la base de la acusación– con plagio.

Quiero pensar que ahora, pasado el tiempo del estruendo electoral y fuera ya de esa primerísima línea de fuego política que representaba mi condición de cuarta autoridad del Estado en tanto que presidente del Senado (ubicación que sin duda me convertía en una apetitosa pieza de caza mayor para algunos), tal vez sea un momento adecuado para responder a las mencionadas acusaciones.

2. De manuales y plagios

Solían decir los filósofos neopositivistas que existen dos tipos de enunciados, aquellos que se refieren al mundo y de los que, en consecuencia, se puede predicar que son verdaderos o falsos, y aquellos otros (a los neopositivistas les preocupaban los de la metafísica) de los que no cabe predicar verdad o falsedad porque sencillamente son sinsentidos, frases con apariencia significativa pero de hecho vacías de toda referencia al mundo real.

El recordatorio calza como un guante en las acusaciones sobre el presunto plagio que habría llevado a cabo en mi manual Filosofía contemporánea. El hecho de que se hablara al mismo tiempo de manual y de plagio ya indica el nivel intelectual de la polémica que el medio al que antes me refería pretendía crear (plagio solo lo hay cuando alguien pretende presentar ideas ajenas como propias,

(( O, por utilizar la exacta definición que presenta la Universidad de Oxford en la página web dirigida a sus estudiantes: “El plagio es la presentación del trabajo o las ideas de otra persona como si fueran propias, con o sin su consentimiento, mediante su incorporación en el trabajo de uno sin el completo reconocimiento” (https). Le agradezco la referencia al que fuera rector de la Universidad Pompeu Fabra y catedrático de filosofía del derecho José Juan Moreso.
))

 no cuando divulga lo que ya estaba dicho por otros, era sobradamente conocido y trata tan solo de presentar de manera funcional y clara). Dicho de otra manera, acusar de plagio a un manual posee el mismo calado teórico que tendría acusar de humedad al agua o de calor al fuego.

Pequeño paréntesis en la argumentación. Probablemente porque lo anterior es algo de todo punto evidente, no han faltado los que con posterioridad, tal vez para que la acusación no decayera, han cuestionado la condición de manual de mi libro con el argumento –a mi juicio, totalmente peregrino– de que aparecía publicado en una colección en la que no suelen editarse manuales universitarios. La verdad es que colecciones en las que se incluyan exclusivamente manuales universitarios ciertamente existen, pero son muy pocas. La mayoría de manuales aparece en colecciones que publican todo tipo de libros, como puede comprobar cualquiera en una rápida visita a una librería.

Por otra parte, resulta de todo punto evidente que, exceptuando que un título tenga voluntad expresa de ser una herramienta de utilidad académica, como es el caso de un manual, a ningún autor se le ocurre titular su libro con el aburrido nombre de una asignatura (sea esta filosofía contemporánea, ética, estética, lógica o cualquier otra). Al igual que, en fin, resulta francamente dudoso que alguien no perciba el carácter instrumental –y no de creación– de mi libro con solo echarle una mirada al índice, o incluso al mismísimo texto de contratapa, y ver que en el interior se pasa revista a las principales corrientes del pensamiento actual.

Pero cerremos el paréntesis y sigamos con la argumentación acerca de los usos establecidos en la comunidad universitaria. Es una práctica académica perfectamente admitida por dicha comunidad (amén de solicitada encarecidamente por los editores) que los manuales, al igual que las historias generales de una disciplina, eviten en lo posible tanto el entrecomillado como las citas. No es esta una apreciación particular mía, sino la descripción de un hecho.

Así, cualquiera puede comprobar que en la Historia de la filosofía de Nicola Abbagnano, una de las obras que presuntamente yo habría plagiado, no se cita dentro del texto literatura secundaria alguna, haciendo referencia únicamente al clásico que se esté tratando en ese momento, y lo propio se podría decir de las historias de la filosofía de Frederick Copleston, Émile Bréhier o incluso la inacabada de Jesús Mosterín, a quien supuestamente habría yo también plagiado.

Lo que, si acaso, aparece al final de los capítulos de dichas obras es una bibliografía general sobre lo que se haya tratado antes. Tan absurdo sería afirmar que estos ilustres historiadores de las ideas –con los que no pretendo en modo alguno compararme– ignoraban el ingente número de monografías disponibles (y que, por tanto, cuanto escribían salía de sus cabezas tras reflexionar sobre el clásico en cuestión) como que intentaban ocultar sus fuentes de inspiración eludiendo las comillas.

((Debo añadir, para proporcionar al lector toda la información, que, a pesar de no ser ni necesario ni conveniente en libros de esta naturaleza, en mi Filosofía contemporánea no solo no escasean las citas y las referencias bibliográficas, sino que son generosas y extensas, probablemente más de lo habitual y recomendable en un manual. Hay más de quinientas citas referenciadas (517 para ser exactos) y se cita a más de un centenar de autores que han trabajado a los clásicos del siglo XX.
))

Vale la pena insistir en que esta consideración de la literatura escolar o de divulgación no es una opinión particular mía, sino que está completamente consolidada y admitida por el gremio. Hasta tal punto es así que, como sabe cualquier profesor universitario, cuando la agencia estatal correspondiente tiene que evaluar su actividad investigadora, los manuales no computan como méritos (salvo los muy innovadores) porque únicamente sirven para divulgar conocimientos básicos y comúnmente conocidos y expuestos, como indicaba al empezar.

Desde esta perspectiva debería entenderse mejor mi consideración anterior acerca de lo absurdo de la acusación de plagio. Si quienes han propalado o se han hecho eco de la misma se hubieran tomado la pequeña molestia de acudir a los autores de los que se habla en el libro, clásicos de la filosofía contemporánea todos ellos, hubieran podido comprobar que no es que en el mío se plagiaran silenciosamente o de tapadillo los libros de otros comentaristas, sino que tanto ellos como yo glosábamos a los mismos autores (Heidegger, Frege, Popper, Russell o cualquiera de los filósofos analizados).

3. Entrando en los detalles

Así, por no rehuir entrar en los detalles, no es que, como se llegaba a afirmar en el diario acusador, yo haya copiado los ejemplos que ponía mi admirado profesor Jesús Mosterín al hablar de Frege (cosa que se señalaba con aparente escándalo: “¡ha copiado hasta los ejemplos!”, podía leerse en uno de los titulares), sino que tanto Mosterín como yo utilizábamos los ejemplos que el propio Frege presentaba en su obra Sobre sentido y referencia (el conocidísimo ejemplo de la diferencia entre lucero vespertino y lucero del alba).

Lo propio podría afirmarse sobre mi presunto plagio de una monografía sobre Popper: las afirmaciones que se denuncian como plagiadas por mí son paráfrasis que tanto en dicha monografía como en mi libro se hacían del propio Popper. Y qué decir de cuando la acusación alude a la pedagógica Introducción a Heidegger de Gianni Vattimo. Como cualquier conocedor de la filosofía contemporánea sabe, la interpretación que hace el filósofo turinés no es en sí misma original sino que se alinea con las lecturas más convencionales del autor de Ser y tiempo, presentando afirmaciones ampliamente compartidas por los especialistas con las que no tiene nada de extraño coincidir. O, en fin, mi presunto plagio de un texto sobre Russell no es tal: el supuesto plagiado y yo estamos aludiendo al mismo libro (la Autobiografía del gran filósofo británico, texto que por cierto sí quedaba mencionado en mi caso).

Idéntico nivel de desconocimiento demuestran esos mismos acusadores cuando, obsesionados por encontrar plagios a toda costa, llegan a considerar como tales la mera referencia a datos biográficos como la fecha de nacimiento de un autor o similares (que forman parte del acervo común), o la paráfrasis de un texto por más que se dé la referencia bibliográfica del autor parafraseado, o a quien se ha citado unos párrafos más arriba, prácticas todas ellas, como decíamos hace un momento, aceptadas por la comunidad académica para los libros de ensayo (que son cosa distinta de los trabajos científicos o de investigación).

Por supuesto que no se le puede pedir a quien no esté familiarizado con los usos académicos que conozca estos al detalle. Incluso es disculpable que haya quien no sepa algo tan básico como que se puede citar a un autor directamente, escribiendo dos puntos y abriendo comillas a continuación, o indirectamente, con formulas del tipo “X sostiene que…”, y similares. Pero lo que ya resulta menos disculpable es que quien ignora tales extremos pretenda denunciar como prácticas fraudulentas aquello que desconoce por completo.

Y qué decir de los momentos en los que mis acusadores consideran igualmente apropiación indebida de un autor las referencias a una idea que ha devenido un lugar común, conocido por cualquier persona mínimamente culta. Lo formulaba de una forma clara y rotunda en un tuit María José Guerra, catedrática de filosofía de la Universidad de La Laguna, consejera de Educación, Universidades, Cultura y Deportes del Gobierno de Canarias y, hasta fecha reciente, presidenta de la Red Española de Filosofía: “Lo real es racional y viceversa. Acabo de ‘plagiar’ a Hegel.”

Aunque no costaría encontrar parecidos ejemplos en muchas otras disciplinas. ¿O es que alguien consideraría que cuando se hace referencia a la distinción entre ética de la convicción y ética de la responsabilidad sin citar expresamente a Max Weber se está incurriendo en plagio? En tal caso, la lista de plagiarios se iba a hacer infinita.

En realidad, si se me permite una última digresión, se trata de un tipo de prácticas perfectamente normalizadas no solo en el medio académico, sino en muchos otros, como el periodístico sin ir más lejos. Así, hace pocas semanas tropezaba, navegando por internet, con el blog de un periodista latinoamericano en el que se le atribuía a un profesional de la comunicación español de reconocidísimo prestigio la autoría de la afirmación según la cual “el periodismo es el primer borrador de la historia”.

Es obvio que si nuestro compatriota no se creyó obligado a especificar que la célebre afirmación pertenece a Philip Graham, el que fuera editor y copropietario de The Washington Post, es porque daba por descontado que sus interlocutores conocían el origen, no porque quisiera atribuírsela arteramente. Es cierto que el responsable del mencionado blog se confundió al respecto, pero inferir de la ignorancia de este último la voluntad de llamar a engaño por parte de nuestro compatriota, haciendo pasar como suyas las afirmaciones de otro, media un abismo.

No costaría ampliar la nómina de los ejemplos, añadiendo otros, pertenecientes a muy diversos ámbitos, que servirían para mostrar hasta qué punto, en efecto, determinadas prácticas se encuentran completamente normalizadas, sin que ello cause la menor perturbación en la comunicación ni dé lugar al menor malentendido, puesto que todo el mundo sabe interpretarlas de manera adecuada. De hecho, en nuestra vida cotidiana a nadie se le ocurre, pongamos por caso, reclamar que cada vez que se pronuncia la frase “cualquier tiempo pasado fue mejor” se mencione a continuación la autoría de Jorge Manrique, y si a alguien se le ocurriera hacerlo encontraríamos de todo punto ridícula su reclamación.

Pero tal vez sea el ejemplo periodístico más próximo a lo que se está tratando aquí el que en mayor medida resulte pertinente, amén de esclarecedor, al objeto de completar nuestra argumentación. Me refiero al hecho, que cualquiera puede contrastar sin esfuerzo, de que buena parte de quienes en diversos medios de comunicación se han hecho eco de la denuncia de mi presunto plagio llevaban a cabo ellos mismos un literal recorta-y-pega de lo publicado originalmente en el diario acusador, en muchos casos incumpliendo incluso la obligada cortesía de citar la fuente.

4. Concluyendo: una turbia desmesura

Conviene detenerse en este último ejemplo porque probablemente sea el que más luz arroja sobre nuestro episodio. En efecto, de acuerdo con la propia argumentación de aquellos a los que tanto parecía indignar la contemplación de los plagios ajenos (el presunto mío, en esta ocasión), resultaría razonable pensar que ahora, al ser ellos mismos objeto de tan censurables prácticas, como mínimo montarían en cólera. Sin embargo, no ha sido así, lo que autoriza como mínimo a sospechar de la veracidad de su escandalizada actitud inicial con mi libro Filosofía contemporánea.

Si no me falla la memoria, la moral escolástica, que a algunos nos obligaron a estudiar en nuestra juventud, denominaba escándalo farisaico a este fingido escándalo. La definición del mismo era: aquel escándalo que se recibe o se aparenta recibir sin causa, mirando como reprensible lo que no lo es. Aunque tal vez podría añadirse ahora, atendiendo a lo que estamos hablando, el matiz de que puede considerarse como tal también aquel que no trae causa en lo que se denuncia sino en otro elemento o factor que el supuesto escandalizado procura cuidadosamente no explicitar.

La sospecha de encontrarnos ante este tipo de escándalo se vería reforzada por el ominoso silencio que estos mismos acusadores vienen manteniendo ante casos sobradamente conocidos, que ya han trascendido a la opinión pública y a los que ni la más benévola interpretación consigue salvar del reproche social (cuando no penal). Sin embargo, no deja de resultar llamativo que este otro tipo de casos no haya movido en ningún momento a los mencionados acusadores ni a la más insignificante de las reacciones.

Aunque tal vez, a los efectos de mostrar la interesada inconsistencia de los planteamientos de estos últimos, haya, para finalizar, un procedimiento más vertical y sencillo que el de andar señalando sus contradicciones e ignorancias. En realidad, lo esencial de esta campaña de desprestigio hacia mi trabajo llevada a cabo por el diario en cuestión se hace de todo punto evidente cuando se lleva a cabo una sencilla operación, consistente en cuantificar el volumen de lo denunciado. Porque incluso en el supuesto de que las acusaciones tuvieran algún fundamento –cosa que creo haber refutado de manera más que suficiente a lo largo de todo lo anterior–, las 34 líneas presuntamente plagiadas, en un libro de 428 páginas,

((El cálculo lo presentaba el periodista Antonio Casado en su artículo “¿Qué plagio? A la caza de Manuel Cruz”, publicado en El Confidencial el 11 de septiembre de 2019.
))

 constituyen menos del 0,20% del total. ¿Realmente es de recibo que con semejante respaldo algunos puedan presentar acusaciones tan graves y que tanto dañan el prestigio de quien las recibe como son las de plagio, falta de integridad académica y otras similares? Tal vez fueran aquellos que las han presentado quienes deberían responder de su turbia desmesura. ~

 

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Manuel Cruz es filósofo y senador por el PSC-PSOE en las Cortes
Generales.


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