La publicación de libros enfocados en la moda mexicana y sus diseñadores es un fenómeno relativamente reciente. Los dos primeros son de 1992: la autobiografía del diseñador Julio Chávez, Vestidas y desvestidas; y 3000 años de moda mexicana, un ensayo sobre crítica de moda que a su vez era testimonio y autobiografía del polímata Ramón Valdiosera. Aunque hubo algunos proyectos destacados a inicios de milenio, como los dos volúmenes de El libro de la moda en México de Desirée Navarro (2002 y 2007), en realidad, el proyecto de estudiar seriamente la historia de la moda mexicana empezó hasta la década de 2010.
De esa época, los recuentos más importantes son: Mextilo: memoria de la moda mexicana de Gustavo Prado (primero como documental en 2014 y luego como libro en 2017) y la exposición de 2016 El arte de la indumentaria y la moda en México, curada por Ana Elena Mallet y Juan Coronel Rivera (que, por alguna razón, nunca tuvo catálogo). El primero, influido por Valdiosera, abarcaba medio milenio de historia, desde la conquista hasta la época contemporánea. El segundo, 75 años, de 1940 a 2015.
En retrospectiva, no eran indagaciones muy rigurosas, pero eso daba igual: lo que el momento les exigía era ser monumentales, no académicas. Su tamaño era un manifiesto sobre las dimensiones de aquel hueco en la cultura. Una declaración de intenciones sobre el espacio al que no habían tenido acceso y que, ahora, iban a llenar con años y años de historia, literalmente. El arte de la indumentaria albergó cuatrocientas piezas que ocuparon por completo los dos pisos del Palacio de Iturbide durante cuatro meses. Ahora se suma a estas obras, con la misma ambición pionera, el libro Vestuario 1931-1981. 50 años de creación en el cine mexicano coordinado por la historiadora Elisa Lozano.
La ambición del libro es documentar la historia del vestuario cinematográfico en México durante medio siglo a partir del lanzamiento de Santa, la película de 1931 con la que Antonio Moreno inauguró el cine sonoro en el país. Para ello, Lozano convocó a múltiples autores que entregaron dieciocho ensayos sobre el tema y, asimismo, escribió un extenso diccionario biográfico que alberga 202 vestuaristas y 71 comercios. En total: 560 páginas de investigación sobre cine y moda nacional que se escribieron a lo largo de diez años. Su relevancia para la moda no radica en el hecho de que el libro “trate de ropa”, sino en que algunos de nuestros mejores diseñadores figuraron entre los créditos de muchas películas importantes (como Henri de Châtillon), y algunos de nuestros mejores vestuaristas eventualmente se convirtieron en figuras clave para la moda mexicana (como Julio Chávez).
Asimismo, su importancia para el cine es obvia: el vestuario es un componente esencial de cualquier película. Pese a ello, antes de este compendio, la única referencia bibliográfica sobre el tema era Bellezas de época (2013), de Rogelio Agrasánchez Jr. y Xóchitl Fernández, un breve álbum de stills de cine mexicano que cubre de 1932 a 1955. Su único texto es una introducción de cuatro páginas que enumera algunas efemérides importantes. Un esfuerzo noble, nacido de la admiración y el interés genuino, pero que inevitablemente lleva a preguntarse: ¿cómo es posible que el cine, un ámbito con obras de referencia tan extensas como las historias documentales de Emilio García Riera, nunca haya prestado atención a sus vestuaristas?
Aunque Lozano no retoma el asunto en ninguno de sus textos, en la presentación del libro el pasado diciembre comentó a los medios que esta supresión es el resultado natural de una serie de crueldades que la industria cinematográfica ejerce contra los encargados del vestuario. Desde las reducciones arbitrarias de presupuesto hasta la recurrente omisión de créditos, así como también la desintegración de sus creaciones, las cuales no suelen conservarse salvo que le hayan pertenecido a alguna actriz famosa. Es consabido que, en cuanto a las obras textiles, siempre se destaca más al usuario que al autor.
Posiblemente, la mayor injusticia la haya recibido Armando Valdés Peza, quien estuvo encargado de la imagen de María Félix en la cúspide de su carrera. Nieto del poeta decimonónico Juan de Dios Peza y amigo cercano de Salvador Novo, Valdés Peza fue el mejor vestuarista que ha dado México y murió en 1970 sin haber ganado nunca el Ariel a Mejor Vestuario. No por falta de méritos –el hombre era excepcionalmente talentoso y vistió un centenar de películas a lo largo de veintisiete años de trayectoria–, sino porque la Academia dejó de otorgar premios a esta categoría después de su segunda edición en 1947, y no los retomó hasta 1993. Un hiato de casi medio siglo.
Las razones detrás del desprecio –más o menos inconsciente, casi deliberado– que el cine nacional sostuvo hacia este gremio resultan difíciles de esclarecer, al grado de que ninguno de los autores de Vestuario 1931-1981 intenta explicarlas siquiera. Sin embargo, la publicación de este libro demuestra una comprensión profunda de sus consecuencias y un arrepentimiento latente por las omisiones del pasado. De hecho, el primero en sacar a colación el desacierto que la Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas (AMACC) tuvo con Valdés Peza es su actual presidente, el cineasta Armando Casas, quien en su escrito reitera que la Academia decidió apoyar de manera unánime la publicación del volumen. “En el cine mexicano, es momento de que el vestuario se ponga de moda”, afirma. Esta consciencia renovada representa buenas noticias para los proyectos venideros, pues demuestra que, al parecer, las instituciones han superado la apatía que sostenían hacia los estudios de moda y vestuario.
El espíritu de la época ha causado que casi todos los colaboradores escriban de modo ameno y entusiasta, lo que aligera su lectura. Sin embargo, esto trae el amargo recordatorio de que un cambio de actitud no basta para construir la historia de un sector marginado intelectualmente: también se necesita rigor e investigación documental, tarea extenuante y muchas veces odiosa por más vocación que se tenga. Escribir un relato apasionado sobre las –bien documentadas– minucias de una producción famosa, aunque sea útil para contextualizar, no genera conocimiento nuevo por sí solo. Una interpretación aguda o una descripción bellamente escrita no aportan descubrimientos relevantes para el estudio de un área recién inaugurada. Del mismo modo que contar de qué trata una película no es trabajo de investigación, por exquisita que sea la prosa. A decir verdad, en muchos de los textos, el único conocimiento que uno adquiere es que el autor escribe bien.
La mejor parte es, por mucho, el diccionario que escribió Lozano, aun cuando este carece del fascinante carácter narrativo de sus colaboradores. A pesar de ello, su aportación constituye una obra acuciosa, detallada, casi obsesiva que subsana cualquier defecto de la sección de ensayos. Ha logrado algo que era necesario ya: hacer avanzar a los libros sobre moda mexicana más allá de su fase inicial con la publicación de la primera obra de referencia sobre esta área. Tan solo por su diccionario, Vestuario 1931-1981 se ha convertido en un compendio interesante para cualquier investigador que se precie de conocer la historia del México contemporáneo, y obligatorio para los que se dedican a estudiar el cine y la moda.
Actualmente, Lozano se encuentra trabajando en otros proyectos, ya lejos del asunto. “Medio siglo no es poco”, espeta, cuando explica por qué no hará un libro sobre la mitad que falta. “Hay nuevas generaciones, a ver si hacen del 81 para acá.”
La vara quedó alta, a pesar de todo. Aún faltan seis años para que se cumpla un siglo de cine sonoro en México, ojalá no tardemos tanto en ver una nueva obra sobre su apasionante mundo del vestuario, sin el cual sería inimaginable su historia. ~