Cautivos del cementerio

San Fernando: última parada. Viaje al crimen autorizado en Tamaulipas

Marcela Turati

Aguilar

Ciudad de México, 2023, 424 pp.

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A Marcela Turati (Ciudad de México, 1974) le tomó doce años publicar este libro que inicia en una morgue en la frontera donde la periodista cubría el descubrimiento de decenas de fosas comunes, tragedia que luego sería conocida como “el hallazgo de las narcofosas de San Fernando”, “la masacre de los autobuses” o “San Fernando 2”. Entonces el conteo oficial de cuerpos era de 193, pero había muchos más. Dice Turati que ahí, en ese lugar donde observó las bolsas negras sobre el suelo y absorbió el olor a muerte, ahí se quedó su alma. Desde entonces comenzó la tarea titánica de indagar en la desaparición de los pasajeros de autobuses en el lugar al que nadie quería ir, donde el gobierno había cedido el territorio a grupos criminales y el miedo había silenciado a familiares de víctimas.

El municipio de San Fernando en Tamaulipas ya sonaba en la opinión pública porque unos meses antes, en agosto de 2010, se habían encontrado en una bodega abandonada los cadáveres de 72 migrantes (58 hombres y catorce mujeres), arrinconados, maniatados y con tiros en la cabeza: San Fernando 1. La realidad que enfrentan las personas migrantes en su camino desde Centroamérica hacia Estados Unidos pasando por la gran narcofosa que es México conmocionó a la sociedad. En ese momento, Marcela Turati se involucró en un altar digital y en la publicación de 72 migrantes, un proyecto colectivo en el que se honra a cada una de las víctimas, incluso a las no identificadas, tratando de recuperar la dignidad de su vida. En ese libro, Turati escribió sobre Gelder Lizardo Boche Cante y su texto empieza así:

Un surco mal trazado de frijol permanece como recuerdo de tu vida en Los Astales, el rancho de veinte casas allende el río Las Tacayas, en El Progreso, Guatemala. Tu aportación a la milpa familiar parecía bigote retorcido, tan gracioso, Lizardo, que tu tío pidió que lo dejaras.

Homenajes similares han suscitado los 43 normalistas de Ayotzinapa, de quienes conocemos sus rostros por las fotografías que han compartido sus familiares y compañeros, así como por proyectos artísticos que se unieron a la exigencia de justicia por su desaparición a manos del “crimen autorizado”. También sabemos detalles de sus vidas de la boca de quienes los amaron y gracias a obras como Procesos de la noche de Diana del Ángel, cuyo hilo conductor es la exhumación del normalista Julio César Mondragón para determinar las causas de su muerte. Contamos sus ausencias, marchamos por ellos, se levantaron antimonumentos en su honor. Pero los números no acaban ahí, con los años, la masacre se extiende y se multiplica hasta lo inefable. ¿Cuántos son los muertos? ¿Cuántos se siguen acumulando? ¿Cuántas historias somos capaces de sentir, más aún, de narrar?

Con San Fernando: última parada. Viaje al crimen autorizado en Tamaulipas, Marcela Turati, con su particular sensibilidad, incluso a costa de ella misma, intenta abarcar lo inabarcable. De manera polifónica (a lo Svetlana Aleksiévich), despliega los testimonios de sobrevivientes, de familiares de víctimas, activistas, muchos de ellos también familiares, trabajadores de la estación de autobuses, choferes, así como de autoridades, a los que la periodista confrontó. Al propio presidente municipal de San Fernando le pregunta: ¿Cómo es posible que no se diera cuenta de lo que estaba pasando si todo el mundo sabía que bajaban pasajeros en la carretera federal a la altura de San Fernando? ¿Cómo no sabía de las maletas no reclamadas?

Este libro no es para cualquiera, cada línea retuerce el estómago y nos lleva de vuelta a los peores años de lo que algunos llaman la guerra de Felipe Calderón. Sexenio en que explotó en los medios la cobertura de las narcomantas, los descuartizados, los desaparecidos: el “capitalismo gore” como llamó Sayak Valencia a la espectacularidad de la violencia en la frontera entre México y Estados Unidos, donde subyacen importantes intereses económicos.

San Fernando se encuentra en la Cuenca de Burgos, la reserva de gas natural más importante del país que, a su vez, beneficia a toda la región. A dos horas de la frontera, es una ruta clave para el tráfico de drogas y personas hacia Estados Unidos y, a la inversa, de armas desde el norte hacia nuestro país. Una zona controlada por los Zetas, entonces en pleno enfrentamiento con el Cártel del Golfo.

La primera parte del libro es la más difícil de digerir porque es un aluvión de casos. A través de los testimonios, se describen las torturas psicológicas y físicas, así como la revictimización por parte de la burocracia, el mal manejo de los restos que volvía imposible que las familias dieran con el paradero de sus seres queridos.

De la mano de los entrevistados, Turati se adentra en el sadismo de los Zetas e insiste en la pregunta de por qué matar así, con la saña que caracteriza a este grupo. Sin embargo, ella cuestiona que, de los involucrados en estas masacres, los únicos investigados y perseguidos han sido los propios Zetas. Nos recuerda que la trama es mucho más compleja y turbia que la lucha entre buenos y malos, si se piensa, por ejemplo, que los Zetas fueron entrenados en la famosa Escuela de las Américas para militares de élite en Estados Unidos. O que la operación Rápido y Furioso –que lanzó en 2009 la Agencia de Alcohol, Tabaco, Armas de Fuego y Explosivos de aquel país para develar las rutas de tráfico de armas– terminó otorgando más de dos mil armas al crimen organizado y con ellas posibilitó el asesinato de cientos de personas.

Turati denuncia la corrupción remitiéndose a los datos: la pgr informó que diecisiete policías municipales de San Fernando fueron detenidos por colaborar con los Zetas en actividades desde halconear hasta entregar a los pasajeros. Pero omitieron que todos ellos fueron absueltos y puestos en libertad. La colusión llega hasta los altos mandos: el superpolicía Genaro García Luna, secretario de Seguridad Pública en el sexenio de Calderón, fue declarado culpable por narcotráfico, delincuencia organizada y falsedad de declaraciones, aunque su sentencia en una corte en Brooklyn fue aplazada a marzo del 2024.

La segunda parte del libro intenta dejarnos con la esperanza agridulce que solo puede hallarse en la movilización social. Es particularmente conmovedor leer sobre la labor de las madres buscadoras que se enfrentan a todo, incluso a la propia muerte, con tal de conocer el paradero de sus hijos. Emociona adentrarse en el trabajo de la abogada Ana Lorena Delgadillo y la antropóloga forense Mercedes Doretti, creadoras del Proyecto Frontera. Un banco genético a través del cual intentan tejer una telaraña para cruzar información regional sobre los desaparecidos. Este proyecto se acompaña del trabajo de familias que buscan a sus hijos en Centroamérica y en México y surgió como reacción a la ineficacia cruel de las instituciones.

Turati contagia el cariño por las víctimas y por el periodismo como el recurso para combatir la rabia. Dan ganas de abrazar a la periodista que tiene que recordarse a sí misma que no está loca, que las señales de que la han estado espiando son reales y constan en el archivo judicial donde la acusan de sospechosa para intimidarla. Ella busca su alma perdida frente a las pilas de expedientes donde observa el lenguaje de los huesos. Mientras tanto elige como epígrafe un verso de Joan Manuel Serrat: “me iría de aquí. Pero los muertos están en cautiverio y no nos dejan salir del cementerio”. ~

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(Ciudad de México, 1986) es ensayista y periodista. Obtuvo el Premio Nacional de Periodismo en 2015
en la categoría de crónica. Ha sido becaria del Fonca y de la Fundación para las Letras Mexicanas. En 2017 la UNAM publicó su libro Aunque la casa se derrumbe.


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