Fotografía: Jess Newham

El sexto patriarca en Saltillo

La publicación de “Suerte de principiante” confirmó a Julián Herbert como un autor mayor a la hora de explicar el oficio de la escritura. Frente a incursiones no siempre afortunadas en la crónica y el cuento, su erudición todoterreno y agudeza lectora encontraron su mejor expresión en la crítica literaria.
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Sé que actualmente es políticamente incorrecto describir el aspecto físico de las personas, lo cual manda al basurero de la historia el arte del retrato exprés como el que cultivó en México José de la Colina o, en España, Juan Ramón Jiménez, entre otros retratistas. Nadie, probablemente, podrá volver a publicar, como Luis Cardoza y Aragón, que “Jorge Cuesta era feo”. Es una pena la cancelación de un género tan hispano-americano (uso el guion para unir lo que el mar Atlántico separa, como José Gaos) pero creo que mis editores y Julián Herbert, el aludido, me lo perdonarán esta vez. Quien se encuentre con Julián, en persona o en una imagen, reconocerá que el escritor de Saltillo, aunque nacido en Acapulco, en 1971, como todas las personas singulares posee el arte de perfilar su imagen en consonancia con su espíritu. Herbert ha embarnecido y llama la atención “la cabeza entera”1 que precisamente Juan Ramón vio en Alfonso Reyes como una suerte de bodhisattva con un ceño fruncido que muestra una serenidad o iluminación adquirida tras pasar por “un orden religioso violento, politizado, estratificado y conflictivo” como el sexto patriarca Huineng, la gran figura del primer budismo zen al cual dedica unas páginas en Suerte de principiante (2024), el libro más importante, aparecido en México, sobre el oficio de escribir (y el oficio de escritor, que en este caso son lo mismo) desde La experiencia literaria (1942), de Reyes.

Confieso que, habiendo sido lector entusiasta de su poesía, sobre todo de La resistencia (2003), Kubla Khan (2005) y Álbum Iscariote (2013), me decepcionó el paso de Herbert (hasta ahora caigo en cuenta que es obvio que uno de sus poetas de cabecera ha sido Zbigniew… Herbert) a la prosa –que ya había cultivado– porque me enfada que los poetas se vuelvan prosistas, facilismo tan universal del cual quejarse es ya inútil. Algunos lo hacen por razones mezquinas: se cree que escribir novelas es más fácil (cuando lo que es más fácil es que una mala novela, a diferencia de un poemario pésimo, pase inadvertida) y se cree el camino más corto hacia la fama y la fortuna.

A pocos les he oído decir que la poesía no les daba las posibilidades de expresión que la novela, lo cual iría en contra de la idea (muy mía) de la narrativa como lo que a la poesía le sobra, y por ello evito tocarla con mis manos sucias y mi oído inepto. Lo contrario es rarísimo: un novelista hecho y derecho que deserte de la prosa y se vuelva poeta: el caso de Thomas Hardy no aplica, pues –ya lo he dicho– mientras el de Stinsford triunfaba como novelista llevaba una doble vida de poeta secreto. Hoy en día –con justicia– es más apreciado el poeta.

Herbert, en todo caso, no pasó de buen poeta a prosista del montón. Su propia poesía impidió que eso le ocurriera: con Canción de tumba (2011) logró una notable novela autobiográfica, que, si es autoficción, solo lo es si entendemos esta última como poética, tal cual leemos en Suerte de principiante. Pocos escritores profesionales tienen interés en narrar su propia vida; si acaso, usan fragmentos existenciales para probar su poética o ensayar la mímesis. En ese punto, creo que Herbert pertenece a los novelistas de una sola novela, que a veces son los mejores. Necesitaba contar la historia de la madre del narrador, prostituta, y lo hizo de manera estremecedora y no por las razones dostoievskianas que podrían imaginarse, “aceptando”, como Huineng, “el Bien y el Mal inherentes”.2

Pocas cabezas más enteras en nuestra literatura mexicana que la de Herbert. Su erudición en temas tan diversos deja atrás a varios de nuestros grandes escritores: a Octavio Paz nunca le interesó la música, ni la popular ni la clásica, pero abrió la ruta de Oriente, que, a Reyes, ansioso de Grecia, no le importaba, aunque la cinefilia del saltillense adoptivo lo habría cautivado, al menos en su juventud de crítico de cine con Martín Luis Guzmán. Herbert domina un rango amplísimo del rock y de todas sus derivaciones, que, desde mi absoluta ignorancia, me sume en el desconcierto, para no hablar del gusto popular y norteño: algún día se reunirá con Daniel Sada en ultratumba para darle al cardenche. No sé si erudito, pero muy bien informado en el budismo zen (no en balde amigo y discípulo de Aurelio Asiain, y, lo que son las cosas, también de José Agustín: los extremos se encuentran en el Oriente), la vida mexicana no le es indiferente y su horror por la crueldad del país lo hizo escribir La casa del dolor ajeno (2015) sobre la matanza de trescientos cantoneses en 1911 por las tropas maderistas (y no por Pancho Villa, como reza la leyenda). Sus crónicas y cuentos no rehúyen la devastación de Acapulco o el oculto horror de Mazatlán, que yo conozco.

Su conocimiento de la poesía en lengua inglesa compite con el de José Emilio Pacheco y su contraste (en Suerte de principiante) entre Ramón López Velarde y José Juan Tablada viene de JEP, y de Paz, pero los supera. A Herbert le gusta el chisme y la anécdota, pero a diferencia de JEP es impreciso y fantasioso3 o no recompone lo ocurrido hace medio siglo con la grandeza memoriosa de Paz. Y no es políticamente ingenuo, como lo fue Pacheco; tiene muy clara su posición, a la izquierda (creció en un medio familiar permeado por la Revolución cubana), pero a la cancelación y a los estudios identitarios, que quieren hacerse pasar por literatura, como buen norteño, los huele a kilómetros de distancia. No le gusta el Paz “neoliberal” pero reconoce al crítico de cuarenta años del autoritarismo priista. Finalmente, tallerista de larga carrera, sabe mucho de teoría literaria, no se diga de versificación “mélica y provenzal” (Ezra Pound) o regular e irregular, porque Herbert, como dirían los franceses, es un gran irregular. Pero a diferencia de Tomás Segovia sabe explicarse sin incurrir a la pesada tratadística, en verdaderos ensayos retóricos y poéticos. No aburre, enseña; y nunca se cree (aunque lo sea) más inteligente que su lector.

Pero Herbert está lejos de ser un escritor perfecto, si los hay. Tanto talento en direcciones tan distintas requiere de un cuidado en el oficio, que, a él, el autor de Suerte de principiante. Once ideas sobre el oficio, le falta. Es mal hecho con ganas, y alevosía y ventaja. Por ejemplo, La casa del dolor ajeno, subtitulada como Crónica de un pequeño genocidio en La Laguna, era un libro para una mente más académica y esquemática, como la de Jorge Aguilar Mora, por ejemplo. Herbert, debe decirse, nunca esconde la mano cuando arroja la piedra y, en la página 18 de su crónica, confiesa que “conforme avanzaba mi indagación y su escritura, noté que la pulsión de la novela total me arrastraba a la fiebre”.4

Al final, nos libró de otra novela histórica donde la crueldad de lo narrado hace que la imaginación del novelista duerma la siesta, pero entregó una crónica farragosa y repetitiva, donde los saltos del ensayista (de La Laguna a The Cambridge illustrated history of China) resultan maniobras aparatosas porque es evidente que Herbert ya se había cansado de su propia crónica y quería mudarse de barrio, pero al libro le faltaban todavía doscientas páginas, para terminar con una versión de “Silencio” de Edgar Lee Masters por parte de Salvador Novo, coquetería de poeta que no viene al caso.

Obviamente, si uno lee La casa del dolor ajeno, se agradece el servicio de Herbert al informarnos todo lo que hay que saber sobre aquella (otra) sevicia patria, pero uno echa en falta un ejemplar de la principal fuente del autor, el libro de Juan Puig, publicado en 1993.

Algo similar ocurre con los cuentos de Julián Herbert, que ya criticó aquí en Letras Libres Ana García Bergua en “Cuentos con tarea”, como se llamó aquella reseña de 2018. Los de Herbert, curiosamente, aunque los temas sean de la década (y el humor y el narco, etc.) parecen “ejercicios narrativos” de la generación inmediatamente posterior al boom que, como bien anotó García Bergua, tienen el propósito de probar (ni siquiera demostrar) ciertas inquietudes teórico-literarias de Herbert, como se hacía en los primeros años setenta del siglo XX. Por supuesto que eso también lo hacía, precisamente en sus cuentos, el viejo Henry James, pero a Herbert no le alcanza la pericia para inventar, precisamente, “la figura en la alfombra”.

Ni el último cuento, que da título al libro (“Tráiganme la cabeza de Quentin Tarantino”) y es el más armado, escapa a la puerilidad o al homenaje amistoso. “Balada de la madre Teresa de Calcuta” no sería una tontería si Herbert le hubiera echado algo de Christopher Hitchens al caldo; “M. L. Estefanía” tiene aciertos como aquello de que “la mayoría de los mexicanos es genéticamente incapaz de distinguir un delincuente de un policía”, pero Herbert parece estar solo reciclando, en relación a la ya robusta tradición fronteriza de “política y delito”, como diría un Federico Campbell, que incluye –entre otros– a autores que él mismo ha revisado en Overol. Apuntes sobre narrativa mexicana reciente (2024): Eduardo Antonio Parra, Antonio Ortuño, Emiliano Monge o, en la costa del golfo de México, a Fernanda Melchor (por cierto, Herbert es de los pocos que se dio cuenta de que el mérito de Temporada de huracanes no es la picardía mexicana, sino la función antropológica de la bruja). No puso mayor interés Herbert en darle verosimilitud a lo inverosímil con un narco que quiere la cabeza del director de cine porque es idéntico a él y la confesión autobiográfica del fracasado capo, donde hasta Harold Bloom es invitado a opinar, tendrá pies, pero no cabeza. Nuevamente me queda la sensación de que otro escritor, un joven Enrique Serna quizá, con ese argumento, habría hecho algo muy bueno.

Esta lectura de varios de los últimos libros de Herbert me ratifica que un escritor tan talentoso, aquejado a veces de acedia medieval –ignoro si la hay en el primer budismo zen–, es esencialmente un crítico literario, desde Caníbal. Apuntes sobre poesía mexicana reciente (2010) donde se proponía como ese crítico frecuente y riguroso de nuestra poesía que no tenemos desde el retiro de Eduardo Milán. Al final soltó el rebozo, como yo se lo había pedido, y nos entregó una obra tan valiosa como Suerte de principiante, lo que crea un segundo problema, en realidad menor. ¿Cómo es posible que, en un mismo año, Herbert publique una obra de gran aliento como Suerte de principiante y un librito tan hechizo, diría Reyes, como Overol. Apuntes sobre narrativa mexicana reciente, que no merecía, tampoco, una nota de muy mala leche (género que Herbert conoce muy bien) que apareció por allí? Aunque tampoco es un fichero, es simplemente, la de Herbert, una recopilación variopinta de reseñas.

Algunas, en Overol, muy interesantes, como su estudio sobre la literatura documental donde destaca su autoanálisis de La casa del dolor ajeno, presuntuoso de utilizar “técnicas compositivas provenientes de la novela”.5 En efecto, lo hizo y le salió mal. Se ocupa de Cristina Rivera Garza (una escritora más distante de él de lo que su afecto quisiera) y de Yuri Herrera, cuyo tratamiento cómico del narco, en la primera década del siglo, fue un alivio que Herbert no pudo repetir con Tráiganme la cabeza de Quentin Tarantino.

Concuerdo con su elogio de los cuentos del llorado Álvaro Uribe, con su señalamiento de la falsa literalidad de El vampiro de la colonia Roma (1979), de Luis Zapata, una de las últimas joyas de nuestra picaresca, y desdeño por completo su anacronismo de resucitar el “realismo dialéctico”, donde el gran José Revueltas quiso quedar bien con Georg Lukács y con el Diablo, olvidando que uno y otro eran el mismo ser. Tomo nota, en fin, de jóvenes autores que Herbert conoce y yo no, así como alegra estar de acuerdo con él en relación a Brenda Navarro, a quien analiza leyéndola en paralelo con Walter Muschg, un anacronismo a festejarse, en este caso. Hizo mal, finalmente, en meterse en chismes de redes sociales. Es, ya lo decía Umberto Eco, como rayar majaderías en las paredes de un baño de cantina. A veces le gana la insólita tentación del monje budista por el conflicto, a veces peligroso. Porque si marcas, vuelves.

Regreso a Suerte de principiante (ya reseñado en Letras Libres, de manera excelente, por Atenea Cruz). Podría pasarme horas discutiendo acuerdos y disonancias con esta obra mayor. Iré, con concisión, de idea en idea. “La respiración” empieza con un filósofo de moda, Byung-Chul Han, pero, a diferencia de otros de sus admiradores, pone en relación al coreano-alemán con su origen oriental planteándose el problema de la conciencia, con Alan Watts y D. T. Suzuki, lo cual me hizo ir al rincón de mi biblioteca donde están esos libros sobre el budismo que me heredó mi madre, los cuales desprecié cuando fui a Nueva Delhi en 2002, a favor del estante de los dioses de la India, que son más. Celebro su afición a Basil Bunting pero, como no tolero que me lean en voz alta –lo cual exhibe mis graves limitaciones ante el fenómeno poético, pero que no es propiamente la poesía–, dejo a solas, en su diálogo, a Herbert y a Bunting.

En “La respiración”, si Herbert relaciona con donaire al narrador chileno Álvaro Bisama con Ray Bradbury y los japoneses es porque entendió que la respiración es el don más difícil de agradecer y que el pavor al infinito –me atrevo a dejar escrito un juicio ligero– está relacionado con esa pérdida de la conciencia que lo hizo desandar el camino del alcohol y las drogas. Eso lo lleva, en “La rutina”, a la desintoxicación, que es una de las formas más virtuosas de la rutina y tiene que ver con la humildad. En otro capítulo, Herbert se confiesa: “No me reconcilio con que exista una extensión de realidad que rebasa mi conciencia. Sé lo que soy gracias a que existe lo que no soy, pero a la vez resulta intolerable para mí no ser también lo otro: el Todo.”6

Según el maestro Nyogen, leemos: “En el momento en que alguien habla de su zen, una pareja de monstruos surge frente a él.”7 Y ese ejercicio de no envanecerse lo lleva a las rutinas literarias, la que acompaña a la rutina con el alcohol (Charles Bukowski y Francis Scott Fitzgerald) o con el hábito de correr en Haruki Murakami hasta llegar a Emily Dickinson, ella misma la rutina perfecta, despojada de todo lo que no sea la escritura y la reclusión, donde a su vez a Herbert le resuena Juan Rulfo, cuyos personajes tienen una voz inventada, son personajes-voces. Rutina: desintoxicación, egorreducción, reclusión y sobriedad. Estos elementos le dan a un autor la humildad, gracias a esa rutina, no de tener una voz propia –lo mínimo que se le puede pedir a un verdadero escritor– sino de crear personajes-voces.

La rutina, a Herbert, en Suerte de principiante, lo lleva al principio de “La repetición”, que va de contar ovejas en el insomnio a la repetición como clave en el nacimiento de la música moderna, con Bach, o en el cine (analizado por Slavoj Žižek, a quien frecuentemente recurre Herbert pues está en el Zeitgeist y cuya cinefilia es la parte más expresiva de su estrambótica pedagogía), y afirma que “dentro del lenguaje literario, las formas básicas de la repetición son tan evidentes que obviamos su presencia” pero a veces, ante las formas poéticas, por ejemplo, el lector no sabe que lo sabe.

Y saber que en el caso de Xavier Villaurrutia hay juegos de paronomasia “no es estrictamente necesario pero tampoco es irrelevante”.8 Y como “los antiguos descubrieron enseguida que los temas posibles son escasos” nació el experimento, primero como imagen mental y después en cuanto formas, muchas de ellas convertidas en tópicos literarios, por fuerza rutinarios, lo cual lo lleva a las reiteraciones no rutinarias, pero sí concatenadas en poesía: Gérard de Nerval, Paz, Gerardo Deniz, David Huerta. La traducción se convierte en la rutina más provechosa, de naturaleza infinita, para el poeta.

Sigue “La pregunta” donde Herbert culmina en el koan, para ilustración de los ignaros en casi todo aquello que viene desde el Oeste. El zen, Stendhal y Simone Weil nos conducen en Suerte de principiante a la pregunta acaso capital, de “¿cómo puede un escritor participar verbalmente de lo que llamamos realidad?” que se resuelve en el tópico ubi sunt: Jorge Manrique, José Ángel Valente, Paul Celan y el regreso a la no versión de las Coplas por la muerte de su padre que hizo Ulises Carrión, para satisfacción del Paz de Plural en 1973, que queda entre las bromas de Gustave Flaubert y Stéphane Mallarmé solemnemente tomadas en serio por el siglo XX. Culmina el capítulo –la lección, propiamente hablando– con las preguntas que se hicieron el príncipe de Dinamarca, Cardenio y Luscinda, Fabrizio del Dongo o Héctor Viel Temperley: “Algunos llaman a eso los ‘temas’: aquello acerca de lo cual no puedes vivir sin escribir. Yo prefiero llamarles ‘las preguntas’.”9

Herbert dedica las siguientes lecciones a “La paranoia” y a “La dualidad”. La primera es propia del adicto a la cocaína y de allí pasa, con esa naturalidad que hace de Suerte de principiante (ojo, Gris Tormenta: este libro requería de un índice onomástico, por piedad) una obra singular que nada tiene de la jactancia del name dropper, a cómo el viejo vampiro se degradó en el zombi, con escalas en Philip K. Dick y Ludwig Wittgenstein, a quienes asocia en su horror al exceso en el lenguaje, a los fenómenos (diría un budista) que conspiran en contra nuestra. Conspira, por cierto, el analfabetismo literario profesado por quienes creen que saben. Herbert los rechaza con una frase digna de Pablo Picasso: “Cuando alguien dice que no entiende la poesía, mi primer impulso es preguntarle si entiende los calcetines.”10

En cuanto a “La dualidad”, Herbert se va a terrenos más cómodos, que si tradición y modernidad, que si fama y marginalidad. Va a Pound y a su definición de los modernos (y de los tradicionalistas), revisa su T. S. Eliot y en su explicación de la batalla de Bloom para bajar del canon al autor de Cuatro cuartetos y sustituirlo con Wallace Stevens, olvida lo básico, que no siempre es lo esencial. Bloom es despiadado con el antisemitismo discreto pero inverecundo de Eliot (léase After strange gods, de 1934, que ya está disponible tras haber sido sacado de circulación por el poeta). En “La dualidad” aparecen, contrapuestos, López Velarde y Tablada, aunque su teoría de “la educación germánica masificada a principios del siglo XX por el vasconcelismo” es una tontería sin justificación histórica alguna. Y, además, Herbert ofrece la enésima y necesaria refutación de aquella nefasta dualidad que un imberbe José Joaquín Blanco postuló en 1977 entre lo coloquial y lo culto. Basta comparar el poema de Paz en Ladera este, conversacional, escribiendo sobre el joven Hassan con el cultismo admirable de Jaime Sabines en Algo sobre la muerte del mayor Sabines, su único poema que en mi opinión sobrevivirá a aquel cursilón, oportunista de las emociones que, eso sí, se sabía al dedillo su Siglo de Oro.11

En “La mala leche” hay una defensa del esnob, el enemigo del resentimiento, que es el sentimiento cultural que priva actualmente, como norma ideológica, en el México de hoy. Y en cuanto a la mala leche, a Herbert no le gusta la de Emil Cioran. Está muy en su derecho pero me parece que su disgusto parte de un equívoco, el de formar al rumano en ¡“una industria de filósofos”!, cuando si algo combatió él fue a los filósofos tutelares de la modernidad, empezando con G. W. F. Hegel, y lo deja, a Cioran, en “tuve insomnio, odio al mundo, déjame le aviento piedritas a una gaviota” que es una reducción al absurdo del pensamiento antifilosófico de Cioran.12 Debo decir, en descargo del autor de Suerte de principiante, que Juan García Ponce pensaba algo similar. Ambos se equivocan. Ese capítulo termina con un elogio de Dirk Bogarde en Muerte en Venecia (1971) que comparto a plenitud y que Salvador Elizondo despreciaba, como todo aquello que Luchino Visconti filmó a color. Pero me une a Herbert que esa adaptación de Thomas Mann (la película supera a la novela) es, junto a Blade runner, acaso la que más veces he visto. Agregaría Apocalypse now.

A “La emoción ideológica” Herbert le es inmune, para bien, porque aprendió hace mucho que también en el budismo hay violencia y conflicto. Maestros rigurosos y discípulos combatientes. Sigue “La tertulia”, que defiende a Suzuki, a Andrés Ramírez y a su padre, y a lord Byron, cuyo Childe Harold el joven Herbert quiso reinventar como ídolo pop.13 Habla, autobiográfico, de la tertulia y del taller: vindica lo mejor de la vanguardia latinoamericana en el Manifiesto antropófago, de Oswald de Andrade, reivindica la función política de Plural y Vuelta en México, inercia mundial que vinculó a la tertulia literaria con la prensa opositora, defiende el derecho de admisión que caracteriza a toda buena revista, rememora los legendarios seminarios de David Huerta en distintos lugares de la república y la nostalgia por la revista impresa sustituida por internet.

Suerte de principiante culmina con un elogio de la ermita y otro de la vocación. Tal para cual. Son autobiográficos estos capítulos, en buena medida, pero aparecen Rulfo y J. D. Salinger como dos formas distintas de eremitas, el mendicante y el enclaustrado; reivindica a los poetas del silencio (no solo Celan y René Char sino Gustaf Sobin, André du Bouchet, Valente y Antonio Gamoneda). Culmina con una reseña de por qué es importante Anne Carson (“Anne Carson nació en Canadá y se gana la vida enseñando griego antiguo”)14 que es la más convincente que he leído. Se burla, al final, de la victimización en las redes de Sylvia Plath y de Alejandra Pizarnik.

El libro termina con vindicación extraña, la de Erich Fromm. Yo me acostumbré a despreciarlo como la autoayuda erótica (en el amplio sentido de la palabra, junto a la panfletaria, propia de Wilhelm Reich) y marxista (grado elemental) con la que empezó mi educación sentimental. Hace meses, con mi psicoanalista, fuimos a dar a Fromm y me dijo: “Es más importante que lo que los mismos psicoanalistas somos capaces de admitir.” Y sí, si algo de amor y bondad (Maitri en sánscrito, me dice la inteligencia artificial) universal tengo hacia los seres vivos y vivientes, se la debo, en alguna medida, al ingenuo, honorable, bienintencionado y anticuado Fromm. Para Herbert, Sigmund Freud es solo uno de los caminos posibles al budismo zen. Y sí, Suerte de principiante abunda en esa disposición de amor al conocimiento, a la literatura como hábito y como hábitat.

Recuerdo una frase de Herbert, no sé dónde la leí, quizá solo fue un comentario en Facebook, donde se alegraba de que no estando él (de gira en algún congreso literario) sus hijos o sus amigos estuvieran de fiesta en su casa de Saltillo. A miles de kilómetros de distancia, Herbert festejaba que la fogata, el hogar propiamente dicho, estuviese encendido y que esa luz, y ese calor, le llegasen y lo iluminaran. No sé si fue antes o después de lo que él llama su “tercera crisis”, en 2018, cuando cesó su “abuso extenuante del alcohol y las drogas”,15 pero poco importa.

Cuando lo leo, a gusto o a disgusto, lo imagino en lontananza como custodio de un fuego sagrado, consagrado a sus dioses penates. A la casa de Julián Herbert, el ermitaño y el omnipresente, es decir, a su obra, siempre siento que puedo llegar. Está en el mapa. Brilla. A veces amenaza con prender fuego a una ciudad y otras veces, en llegando, uno puede decepcionarse y encontrarse solo con brasas cenicientas. Pero nuestro bodhisattva aparece de improvisto, juguetón, y con su truco mágico y milenario enciende de golpe, otra vez, el fuego. ~

Julián Herbert
La casa del dolor ajeno
Ciudad de México, Random House, 2015, 304 pp.

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Tráigame la cabeza de Quentin Tarantino
Ciudad de México, Random House, 2017, 192 pp.

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Ahora imagino cosas
Ciudad de México, Random House, 2019, 166 pp.

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Suerte de principiante. Once ideas sobre el oficio
Querétaro, Gris Tormenta, 2024, 312 pp.

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Overol. Apuntes sobre literatura mexicana reciente
Ciudad de México, Random House, 2024, 240 pp.


  1. Juan Ramón Jiménez, Españoles de tres mundos, Madrid, Alianza editorial, 1987, p. 92. Al describir a Herbert como a un buda sospeché que estaba imitando a alguien. En efecto, horas después releí el retrato de Diego Rivera por Ramón Gómez de la Serna y allí estaba esa identificación (Ramón Gómez de la Serna, Retratos completos, Madrid, Aguilar, 1961, p. 1075).
    ↩︎
  2. Herbert, Suerte de principiante, p. 209.
    ↩︎
  3. Cuatro precisiones: el encuentro entre Neruda y el joven Paz donde le dice que su camisa blanca está más limpia que su conciencia fue en un banquete de homenaje al chileno, no en una exposición (p. 202); Paz regresó a México no de la India, sino desde Estados Unidos e Inglaterra en 1971, no en 1968 (p. 233); desde luego que mi querido Raúl Zurita, a quien he llamado “el último gran poeta comunista de Occidente”, fue antipinochetista pero Herbert hubiera enriquecido su argumento de que la democracia chilena lo volvió reiterativo si supiera que lo descubrió en El Mercurio el cura Valente, el crítico literario del Opus Dei (lo que honra a Valente y nada le quita a Raúl y disgustó al Partido Comunista, obviamente) (p. 218); Novo nunca festejó la represión al movimiento estudiantil, sino que dijo que la ocupación militar de Ciudad Universitaria, el 18 de septiembre de 1968, era “la mejor noticia que le habían dado esa mañana”, declaración que según Pacheco fue irónica (p. 241). Me declaro incompetente ante el asunto, tan discutido en su día.
    ↩︎
  4.  Herbert, La casa del dolor ajeno, p. 18.
    ↩︎
  5. Herbert, Overol. Apuntes sobre narrativa mexicana reciente, p. 40.
    ↩︎
  6. Herbert, Suerte de principiante, p. 143.
    ↩︎
  7. Ibid., p. 45.
    ↩︎
  8. Ibid., p. 76.
    ↩︎
  9.  Ibid., p. 113.
    ↩︎
  10. Ibid., p. 139.
    ↩︎
  11. Ibid., p. 155.
    ↩︎
  12.  Ibid., p. 184.
    ↩︎
  13.  Ibid., p. 58.
    ↩︎
  14.  Ibid., p. 265.
    ↩︎
  15.  Ibid., p. 249. ↩︎


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