Saquear para conservar

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¿Cómo sería un museo cuyas piezas fueran invisibles? No por falta de materia, sino por prohibición expresa de ser exhibidas. O sea un museo que no sirviese para exponer sino para esconder. Según ha revelado The Art Newspaper, “el director del Museo Británico, Neil MacGregor, ha decidido que existe un grupo de objetos a su cuidado que nadie, ni siquiera él mismo, estará autorizado para ver”. ¿Qué piezas tan valiosas son las que se han debido ocultar en el “mausoleo” Británico? ¿Por qué tanto secreto?
     Hace cerca de 135 años, tuvo lugar un bochornoso suceso que hasta hoy incomoda al consolidado sentido del honor británico: el pillaje a destajo perpetrado por tropas británicas en Magdala, Abisinia. Por aquellos días, el emperador de esa región africana, Teodoro ii, deseaba atraer la ayuda de la reina Victoria. Desanimado ante el silencio victoriano, el emperador tuvo la mala idea de tomar prisioneros a un par de súbditos británicos para ver si, de esa guisa, la reina se dignaba responder. La respuesta esta vez fue terminante. En abril de 1868 es enviada una partida de soldados británicos que entran a sangre y fuego en la ciudadela de Magdala. Cuando se disiparon el polvo y la balacera, procedieron a descerrajar puertas y cofres para saquear a manos llenas. Teodoro ii, horrorizado ante la soldadesca, prefirió poner fin a sus días por su propia mano. Su cadáver fue, por supuesto, convenientemente ultrajado y Magdala, capital de un imperio en el que se habían construido caminos, promovido reformas agrarias y abolido la esclavitud, fue saqueada e incendiada. El ataque fue claramente desmesurado: nadie en Londres había dado la orden de arrasar.
     Pero lo más distintivo de la expedición es que el propósito de robar era tan claro, que se envió a un experto “arqueólogo” para que seleccionase y catalogara las obras que iban a ser sustraídas. Mr. Richard Holmes (posteriormente nombrado Sir), actuando como representante oficial del Museo Británico, se encargó de reunir una valiosa colección de objetos sacros y profanos. De ahí que, en su reciente libro sobre la historia del Museo Británico, David Wilson, ex director del mismo, aclarara que “la participación en la expedición punitiva a Abisinia” constituyó “uno de los episodios menos gloriosos, en términos actuales, en los que se han visto involucrados miembros de la institución”. “En términos actuales” no sólo quiere decir para la mentalidad moderna, sino que también denota la prolongación hasta hoy de la culpa por la sustracción de los objetos que han sido recientemente declarados “invisibles” por el director del “mausoleo” Británico.
     Tomarse la libertad de hablar de “mausoleo” Británico proviene de un hecho básico: la entrada de cualquier objeto en sus dependencias supone la aniquilación de su existencia real para convertirlo en un artículo de admiración. Toda pieza de museo es un cadáver al que se le ha sustraído su sentido originario para embalsamarlo como un ejemplo histórico. En el caso específico de las piezas ahora ocultas en el Museo Británico, se trata de una serie de tablillas de alto valor sacramental para los fervientes devotos de la Iglesia Ortodoxa de Etiopía, que durante décadas ha insistido en la necesidad de recuperarlas para su reincorporación en los ritos locales. De hecho, las reclamaciones para su devolución, junto con otros objetos sagrados, comenzaron con el sucesor de Teodoro ii en Abisinia, Johannes iv, y se han extendido durante todos estos años. En 1999, la desesperción por recuperar estas apreciadas reliquias se convirtió en una asociación, Afromet, que, liderada por el catedrático de Historia Richard Pankhurst, no ha dejado de exponer la injusticia que todos reconocen; partiendo por los propios británicos.
     Ya en 1872 uno de los miembros de la Cámara de los Comunes, Mr. Gladstone, se mostraba indignado ante la libertad que se habían tomado las tropas británicas para traer consigo “esos artículos, para nosotros sin significado, que para los abisinios constituyen símbolos sagrados e irremplazables”. Es que, a diferencia de la catedral de Saint Paul en Londres, que hoy es una suerte de parque temático visitado por turistas, la colección de piezas robadas en Magdala posee un valor muy palpable en su país de origen. Sin embargo, hay que preguntarse: ¿invalida eso el “valor sacramental” que también poseen estas piezas en el propio Museo Británico? En realidad, sólo hay una permutación. Si, tal como señala la bbc, Etiopía es un país “profundamente religioso y estos artefactos poseen un inmenso significado para la mayoría de sus 25 millones de cristianos ortodoxos”, se podría decir que Gran Bretaña es un país tremendamente ilustrado en el que estos artefactos adquieren indiscutible valor cultural. La cultura ¿no es aquella religión que cree en el hombre?
     La noticia aparecida en el The Art Newspaper vuelve a poner en evidencia la conocida voracidad connatural a los países más poderosos. El Británico, junto con otros museos como el Louvre o el Metropolitan, atesoran buena parte del mundo antiguo. El friso del Partenón, la mitad de Mesopotamia, momias egipcias, códices mayas y restos de las cuatro esquinas del planeta descansan bajo sus bóvedas. Una vez allí colocadas, estas piezas adquieren un valor incalculable: han entrado en la Historia de la Humanidad. Cual especuladores históricos, los museos infunden el valor de la Historia a los artículos que acumulan. Una piedra ya no es una piedra sino un indicio que confirma toda una línea de investigación establecida por grandes expertos. La entrada en la repisa del museo significa, pues, mucho más que ganarse la admiración de los visitantes (de hecho, buena parte de los visitantes de los museos nunca se entera de la ingente elaboración teórica que se esconde tras un simple fragmento arcilloso).
     A pesar de que cualquier curador de uno de estos museos puede reconocer la condición aberrante de mantener colecciones robadas, por otra parte insisten en respetar lo que se hizo en otra época. De hecho, estas colecciones permiten la buena conservación de un patrimonio que, proveniente de muchos países sin recursos, no podría ser convenientemente conservado en su origen (olvidando que muchos de estos objetos nunca irían a parar a un museo). Y además, parecen decir, “nosotros hemos investigado estas piezas”. Nosotros les hemos dado su lugar en la Historia. Y para eso se necesitan estos fragmentos e indicios propiciatorios. Así es como los grandes museos se han convertido en auténticas cajas fuertes para guardar una variedad de antiguallas que ayudan al culto histórico con la violencia que lo caracteriza.
     Con todo, subsiste una pregunta: ¿en qué momento se decide que un objeto ha dejado de ser algo de uso común para convertirse en el soporte de una teoría de usos antiguos? Existe la posibilidad de que un hombre, una mujer, escriban hoy la lista de la compra del supermercado sobre una servilleta arrugada y en trescientos años ese trozo de papel se convierta en un registro de valor incalculable expuesto en la vitrina de un museo en París. Cada cual podría ir pensando en los potenciales objetos para legar al futuro. Tal vez, en cierto punto, los museos comiencen a enviar a un encargado a las rebajas de los grandes almacenes para seleccionar aquellos artículos que con el tiempo se convertirán necesariamente en claros vestigios de la idea de Humanidad que buscan promover. Sólo es cosa de tiempo. Ese día, el tiempo histórico y el presente coincidirán en forma absoluta. La historia se hará imposible. Todo será una pieza de museo. –

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