Pensar de nuevo con Beatriz Sarlo

Aguda lectora de la literatura argentina y lúcida crítica de la cultura, Beatriz Sarlo (1942-2024) renovó nuestra manera de leer a Borges. Su obra es una invitación permanente a concebir la crítica literaria como una puesta a prueba de lo que otros o incluso nosotros mismos hemos afirmado antes.
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Poco después de una visita de algunos días a Buenos Aires, en diciembre pasado, murió Beatriz Sarlo (1942-2024) y mi breve estancia viene a cuento porque entre mis pesquisas hallé un ejemplar de uno de sus primeros libros, de 1967 e impreso por Editorial Escuela. El librito, titulado Juan María Gutiérrez: historiador y crítico de nuestra literatura, fue publicado gracias a una subvención económica respaldada nada menos que por José Bianco, Guillermo de Torre y Bernardo Canal Feijóo. Mi ejemplar, obra de Beatriz Sarlo Sabajanes, está dedicado al profesor Hugo W. Cowes (1915-2001), uno de quienes “tienen que pensarse y agradecen el diálogo”, dice el autógrafo de la gran crítica argentina, entonces una muchacha de veinticinco años.

La obra, sin duda primeriza, establece algo que no quisiera olvidar: la aparición de una “literatura nacional”, para utilizar los términos de la joven Sarlo, solo puede ocurrir simultáneamente a la presencia de un crítico literario, como lo fue Juan María Gutiérrez (1809-1878), uno de esos prohombres decimonónicos que llevaron puesto de todo, además de la toga y del birrete, y pelearon con la pluma; fue canciller de la Argentina y rector de la Universidad de Buenos Aires durante más de una década. Participó de la polémica entre Andrés Bello y Domingo Faustino Sarmiento, en Chile, cerrando filas con su paisano. Si Gutiérrez fue el primer crítico importante de la Argentina, Sarlo podría ser la última, simplemente porque está en el reino de las probabilidades que el mundo se acabe mañana.

Sarlo fue, desde luego, una académica de postín, bienvenida en Berkeley, Columbia, Maryland y Cambridge. Pero educada, como toda su generación, en el periodismo literario, la crítica cultural y la militancia política, supo escribir (y muy bien) para el lector común. El tono epocal es discreto: algún término innecesario tomado de Gérard Genette, la fatalidad del sartrianismo, lecturas provechosas de Deleuze & Guattari y, desde luego, sendos libros dedicados a Walter Benjamin (se lo recomendó Juan José Saer, su novelista de cabecera) y a Roland Barthes. No son muy interesantes esas excursiones (como tampoco deben serlo las mías) porque ser escoliasta no tiene remedio: hay que traducir –en el más amplio sentido de la palabra, el de esa Victoria Ocampo admirada y defendida por Sarlo contra los clichés de la izquierda– el pensamiento de los modernos a los lectores antes que a los alumnos.

Además, Sarlo, hasta donde he podido leer en una obra extensa, fue, como la mayoría de los buenos críticos, una crítica nacional (quizás temió, como Ocampo, que su cosmopolitismo fuera tomado como otro provincianismo) y, estando en el centro de una gran literatura como la argentina, la abandonó con escasa frecuencia y cuando lo hacía era para ejercer, un tanto genéricamente, de “crítica cultural”, atenta al posmodernismo y al arte contemporáneo, como en Las dos torres. ¿Puede la cultura contemporánea pensar algo nuevo? (2024).1 Tiendo a pensar que la respuesta a la pregunta del subtítulo es negativa. No, Sarlo no aporta nada nuevo a mi incertidumbre, que es la suya: si acaso afirma, con razón, que es en el mercado donde se acabó cumpliendo el sueño de las vanguardias (y del pintor Gustave Courbet antes, cuando se inventó, para agraviarlo, la palabra “realismo”) de unir al arte con la vida.

Ante ese libro de Sarlo debo despojarme, para seguir con tranquilidad la redacción de mi obituario, de la queja parroquial y de alguna indignación patriótica. Me asombró que en “Periodismo cultural, literatura contemporánea y nuevos medios de comunicación” (2010), en su recorrido por la prensa literaria brillen por su ausencia absoluta las revistas mexicanas Plural (1971-1976) y Vuelta (1976-1998), omisión tanto más asombrosa cuando varios de sus amigos, colegas o enemigos rioplatenses (más uruguayos que argentinos, ciertamente) estaban exiliados en México (ella, desde la dirección de Punto de Vista, no lo hizo) y colaboraban en esas revistas (o las combatían).

Como sus revistas, está ausente Octavio Paz, quien le criticó a Jorge Luis Borges (del cual Sarlo es, como veremos, la exegeta argentina más interesante con Borges, un escritor en las orillas, 1995) exactamente lo mismo que el novelista Saer, tan adorado por Sarlo: “Borges no acertó siempre a distinguir el verdadero heroísmo de la mera valentía. No es lo mismo ser un cuchillero de Balvanera que ser Aquiles: las dos son figuras de leyenda pero el primero es un caso mientras que el segundo un ejemplo.”2

Y cuando Sarlo aprecia en Saer el no haberse dejado seducir por la Revolución cubana (o, al menos, no visitar La Habana en los años de Casa de las Américas, antes del caso Padilla) dice que “todos los escritores de esos tiempos” la visitaban. No, señora, Paz tampoco fue. Ni sabía gran cosa Sarlo de la poesía hispanoamericana. En Zona Saer (2016) dice que en los años sesenta, “salvo los profesores, nadie leía a Darío”,3 lo cual solo prueba que la crítica argentina no había leído Cuadrivio (1965), quizá el más perfecto de los libros que Paz escribiese sobre poesía y donde uno de los cuatro autores invocados es precisamente el nicaragüense.

Saludé a Sarlo en un banquete en Valparaíso y lo hice con afecto de lector; de poder regresar en el tiempo le preguntaría sobre su amnesia ante la otra literatura importante de América Latina, que solo parecía importarle por la presencia fundadora de Alfonso Reyes en Sur. La omisión es más extraña aún si recordamos que dos de los contemporáneos de Sarlo (Ricardo Piglia y César Aira) han sido de los mejores lectores de literatura mexicana que he conocido: el primero estudió a Juan Rulfo como pocos, y las páginas de Aira sobre Gerardo Deniz o Elena Garro en su Diccionario de autores latinoamericanos (2001) me parecen definitivas, la última palabra.

Supongo que cierta prevención política habrá justificado la omisión de Paz y de su grupo en el mapa de Sarlo. En todo caso, prevención injustificada, por venir de un equívoco que se expandió cansinamente por América del Sur. A Plural y a Vuelta se les criticaba por publicar a los entonces llamados disidentes del Este, pero, sobre todo, por la crítica del castrismo, que fue de la cautela (Paz quería “ganarse”, antes del caso Padilla, el derecho a criticar a Cuba) al respaldo absoluto de las posiciones antitotalitarias de un Guillermo Cabrera Infante: publicar Mea Cuba, en 1993, provocó una amenaza de bomba contra Vuelta.

Se mentía diciendo que no condenábamos a las dictaduras militares en Chile y la Argentina, pero sí a Cuba, falsedad fácilmente documentable; condenar a los generales Pinochet y Videla, nos decía Paz, era un mantra al cual era fácil sumarse, en cambio criticar a Cuba, una blasfemia a la que solo unos pocos se atrevían. En ese sentido, me extraña también que a Sarlo, quien apreciaba a Antonio Marimón (1944-1998), uno de los pocos argentinos de esa generación y de ese perfil que llegaron a Vuelta, no le interesara lo que él conversó con Paz, todavía a principios de los años ochenta, sobre el “socialismo democrático”, posición a la que llegó Sarlo. Finalmente, para hablar solo del siglo pasado, en América Latina, la tradición de Sur –que Sarlo decía respetar sin ser parte de ella– tuvo su continuidad en las revistas de Paz, y así lo corroboraron, no solo como colaboradores, Bianco, Adolfo Bioy Casares y, desde luego, Borges.4

La trayectoria política de Sarlo es, en su tiempo, bastante típica. Hija de una familia antiperonista, llega a ese trágico rito de pasaje de todo izquierdista argentino consistente en qué hacer con el peronismo (motivo existencial para varios personajes de Saer, según me entero leyendo Zona Saer) y cómo reconciliar ese obrerismo con sus orígenes nazifascistas y con un Juan Domingo Perón, huésped del general Franco hasta su regreso triunfal a la Argentina en 1973. La tenía más fácil la izquierda mexicana a la hora de tratar con el pri pues el nacionalismo revolucionario, nacido de la guerra de 1910, carecía de ese pecado original, que atormentaba, al contrario, a casi todos los jóvenes marxistas argentinos, al grado de que las piruetas para hacer de los Montoneros una organización legítima ante La Habana, sin que Perón tuviera que arrepentirse de nada, resultaron no tan sorprendentemente exitosas, a los ojos del siglo XXI.

Sarlo cuenta con celo clínico, en ese gran libro que es La pasión y la excepción (2003), la alegría que para ella significó el secuestro y el asesinato, por los Montoneros, del general Pedro Eugenio Aramburu, en 1970. Ese “ajusticiamiento”, que reparaba el robo del cadáver de Eva Perón por la Revolución Libertadora en 1955, es el ritual consagratorio de la violencia revolucionaria en la Argentina, que no tuvo a Sarlo, fugaz militante del Partido Comunista Revolucionario (maoísta), entre sus entusiastas voceros.

Sarlo (como Enrique Lihn en Chile) fue una figura clave en la resistencia cultural a la dictadura. Si del otro lado de la cordillera el poeta chileno hizo de la calle la trinchera de un anticonvencionalismo que socavaba al régimen de Pinochet, en Buenos Aires, gracias a los círculos de estudio y a la revista Punto de Vista (1978-2008), Sarlo preparó, para la llegada de la democracia en 1983, a estudiosos en la línea de un marxismo heterodoxo o francamente descafeinado, como la sociología de Pierre Bourdieu, donde pueden colocarse con confianza varios de los empeños sarlianos y algunos de los más eficaces, también.

Como socialdemócrata (otra vez el peronismo y el pri evitaron que en México y en la Argentina hubiese una verdadera socialdemocracia), era natural que Sarlo se distanciase muy pronto de los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner (2003-2007 y 2007-2015), pero un libro que le causó tantos problemas (La audacia y el cálculo. Kirchner 2003-2010, 2011) envejeció muy rápido, no solo por el temperamento moderado de Sarlo y por su amor, nunca del todo olvidado, al ethos popular del peronismo, sino por las dimensiones de la catástrofe económica en que el populismo sumió a la Argentina y peor aún porque el remedio (un Javier Milei que Sarlo alcanzó a condenar correctamente como “populismo de ultraderecha”)5 bien puede ser peor que la enfermedad.

El caudal populista en todo el mundo hace de Néstor Kirchner un político anticuado cuya vulgar sabiduría acaso se remonte a Creso: el político pobre es un pobre político. Fue un oportunista que se sirvió muy bien de la televisión (y que fue rápidamente rebasado en tiempo al aire y en desvergüenza demagógica por Hugo Chávez y por Andrés Manuel López Obrador) y que le dejó a su viuda un capital moral muy redituable, pero no eterno: instrumentalizar la denuncia de los crímenes de lesa humanidad de la dictadura militar, como la nueva mutación para hacer sobrevivir al peronismo, con una cultura de los derechos humanos del todo clientelar.

Los Kirchner se alejan de lo que Sarlo llama “los Hechos del General”, abandonan 1946 como motivo primigenio y se montan en la epopeya montonera (de la cual no participaron como peronistas conservadores del sur del país) y convierten a las Madres de Plaza de Mayo –una de cuyas fracciones es tildada por Sarlo de “paleoultraizquierdista”,6 aquella, supongo, que festejó los atentados del 11 de septiembre de 2001– en la Guardia Roja del régimen kirchnerista. Se usaba el pañuelo blanco en la Plaza de Mayo como una suerte de amuleto moralmente infalible. Medrar con los derechos humanos es un delito que no prescribe porque es vaciar de contenido a la filosofía moral de nuestro siglo y, paradójicamente, normalizar al torturador corrompiendo a quien lo denuncia.

Las contingencias éticas que hacen tan difícil el ejercicio del criterio para el intelectual en cuanto clérigo propician que sea el mito y no la coyuntura el terreno más fértil para una crítica de la naturaleza de Sarlo. Por ello, encuentro a La pasión y la excepción como su libro decisivo y uno de mis preferidos en mi biblioteca argentina. Sus personajes son tres: Eva Perón (su doble cuerpo de reina, en el sentido de Ernst Kantorowicz), el general Aramburu (o más bien sus asesinos) y Borges.

El despliegue erudito de Sarlo al explicar la radio y el cine argentinos a la hora de Eva Perón, en los años cuarenta de la pasada centuria, y la caracterología de su estrellato, su paso desde la medianía artística hasta la santificación metapolítica son una lección magistral de cómo se construye un ícono popular, a veces más cercano a Juana de Arco que a la utilería populista (tan original en Eva Perón que transferirla es imposible). Las mitologías de Barthes (a quien desde luego Sarlo algo debe) son coqueterías profesorales junto al reto, casi bíblico, que significó La pasión y la excepción. Para lograrlo, su educación católica la ayudó y las páginas sobre Eva Perón en ese libro son acaso la única hagiografía que fue posible escribir en ese tiempo, mientras que el tono resueltamente apostólico de los quirúrgicos asesinos Montoneros del general Aramburu, solo requiere de una descripción (tan bien diferenciada en Sarlo, ante Saer, de la narración) perfecta.

¿Y Borges? Al incluir, entre Eva Perón y los Montoneros, a los cuchilleros de Borges, esos que incomodaron al novelista Saer y al poeta Paz, Sarlo realiza una anatomía de la venganza, la consecuencia más frecuente de la ira, ese pecado capital. Borges, desde Evaristo Carriego (1930) hasta los últimos cuentos de El informe de Brodie (1970), pasando por toda la “deconstrucción”, concedamos, de la literatura gauchesca, es un teólogo de la venganza más que de la valentía. Los Montoneros que ajusticiaron al general Aramburu, incluso por la cortesía militar de las formas (“–General, vamos a proceder –dijo Fernando. –Proceda, dijo Aramburu”),7 no solo forman parte de la violencia cuchillera argentina, sino fueron reescritos paralelamente, por Borges, quien a estas alturas (y gracias en buena medida a Sarlo) hace mucho que dejó de ser, para sus lectores neófitos, un escritor apolítico.

La pasión y la excepción es una mesa a la que le falta una pata: Ernesto Guevara, el otro monstruo argentino, junto a Eva Perón. Obviamente, Sarlo lo cita a la carrera, como ejemplo de la “violencia sacrificial” de la teología de la liberación que insufló a los Montoneros. Creo entender por qué Sarlo se alejó de Guevara tan pronto pudo pues hoy tenemos plena conciencia (y ella también la tenía, me parece) que, tras haber sido héroe revolucionario y artículo pop, fue también, como Trotski, un amante del fusilamiento como espectáculo, ética y escarmiento.

Integrar, en verdad, a Guevara a La pasión y la excepción habría sido inadmisible para Sarlo: una prueba a favor de “la teoría de los dos demonios”, que haría de lo ocurrido entre el asesinato de Aramburu y la guerra de las Malvinas casi un cuarto de siglo donde combatieron por la Argentina dos fuerzas demoníacas y donde venció la más brutal. Ese abismo, haya sido enunciado o no por el viejo Ernesto Sabato, un liberal, fue rechazado por Sarlo y su gente como inadmisible, jurídicamente errático, moralmente indigno y simétricamente antihistórico.

Es probable que esa teoría sea todo eso y más, pero la descripción hecha por Sarlo en La pasión y la excepción de los primeros Montoneros, santos fríos y furiosos reparando, con la justicia divina en sus manos, el robo medieval de una reliquia –el cadáver de Eva Perón– los pinta como unos verdaderos demonios, a los que, como lo cuentan sus cómplices, no les tembló la mano al pretender negociar con sus enemigos. Ante ellos, a Sarmiento, pero también a Fedor Dostoievski, se le habría caído la pluma de espanto. Si fueron capaces de hacer eso en un sótano el 1 de junio de 1970, de haber ganado su guerra revolucionaria habrían sido implacables, herederos, al mismo tiempo, de Perón y de Guevara. Piglia, en un ensayo muy amistoso hacia Guevara como lector, concluye lo mismo. Si hubo un schmittiano antes de que el jurista nazi se volviera referencia de buen gusto en la academia de izquierdas, ese fue Guevara.8 No me extraña: como le dijo Paz a Marimón en 1981, ese terrorismo siempre fue académico, intelectual y universitario.9

Sarlo, desde la crítica literaria y a través de la jefatura intelectual, fue una pluma esencial para la cultura argentina. Antes que ella, ya se sabía, como lo dijo Paz, que “el cosmopolitismo de Borges no era, ni podía ser, sino el punto de vista de un latinoamericano”,10 pero la siguiente operación era “renacionalizar” a Borges y sacar de la escena, para siempre, a los cretinos que lo acusaron de extranjerizante y descastado. En Borges, un escritor en las orillas, Sarlo se da cuenta de que el origen de Borges está en Evaristo Carriego, un escritor menor y que Borges hizo de “lo menor”, coincidiendo con la apetencia del siglo XX por lo anticanónico, por la vanguardia, y su “teoría de Borges” es la que disuelve finalmente la neblinosa y espesa frontera entre lo nacional y lo universal, que nos atormentó desde un Gutiérrez en la Argentina o un Ignacio Manuel Altamirano en México hasta Jorge Cuesta, Ezequiel Martínez Estrada, H. A. Murena y el Paz de El laberinto de la soledad.11 El orillero Borges la resolvió y Sarlo tomó nota.

“El término las orillas”, dice Borges en Evaristo Carriego, “cuadra con sobrenatural precisión a esas puntas ralas, en que la tierra asume lo indeterminado del mar y parece digna de comentar la insinuación de Shakespeare: la tierra tiene burbujas, como las tiene el agua”.12 Ese lugar moderno donde la ciudad deja de ser campo lentamente, difícil de discernir saliendo en automóvil de nuestras ciudades y que tanta melancolía le provocaba a Azorín, esa orilla habitada por Borges define al mismo tiempo a su vanguardia y a su clasicismo, haciendo de su argentinidad la clave.

Contra lo que pensaron muchos entusiastas imprudentes, es imposible leer a Borges fuera de la literatura argentina y sin esa literatura –sin Sarmiento, sin José Hernández, sin Macedonio Fernández y hasta, por espíritu de contraste, sin Roberto Arlt– Borges no hubiera sido quien fue. Gracias a él, a su lectura precisa, Sarlo logró que la universalidad de Borges no fuera ni un accidente, ni una quimera, sino un capítulo argentino en la lectura, por qué no, de Shakespeare o Dante. Diluyó, insisto, esa frontera absurda que todavía atormentó a Paz (y antes que él a Miguel de Unamuno) que nos condenaba, españoles, mexicanos o argentinos, a la malhadada “imitación extralógica” que, si alguien la rebate, es y será Borges. Sarlo se refiere a Europa como el Oriente de los argentinos, así como Cuesta, Arturo Uslar Pietri y Paz hablaron de América Latina como “el extremo Occidente”. La idea es una sola: planetas distintos compartimos la misma galaxia y orbitamos en torno a la misma estrella.

Lamento la muerte de Beatriz Sarlo, sobre todo, por las contradicciones, a la vez seculares y latinoamericanas, en las que se atascó, por no haber llegado al liberalismo, un poquitín decimonónico, donde me habría gustado dialogar con ella. El último ensayo de Las dos torres es una reseña elogiosa de Imperio (2000), de Michael Hardt y Toni Negri, una nueva denuncia totalizante de la sociedad abierta que no puedo compartir, aunque me conmueve el gesto de impotencia de Sarlo al asumir que Negri, antiguo terrorista, es “una especie posmoderna de Lenin que ha leído a Deleuze, especialmente atractivo para quienes no leyeron a Lenin. De esto no era culpable el propio Negri, sino una cultura poco familiarizada con la militancia que él representa”.13

En efecto, con Sarlo se siguen yendo las generaciones de quienes leyeron a Lenin y a Deleuze, entre las que me cuento. Quizá sea lo mejor.

Sarlo fue una universitaria que escribía muy bien, e incluso cuando fue sometida al voto de pobreza del peor formato académico –como en La batalla de las ideas (1943-1973),14 en colaboración con su compañero y socio Carlos Altamirano, admirable por razones diferentes a las de Sarlo– pasó la prueba. No conozco, finalmente, tan bien como quisiera las novelas y los ensayos de Saer, y por ello me abstengo de juzgar la primacía por la que se apuesta en Zona Saer. (Sospecho que es propio del argentino, siempre oponer algo a Borges, desde la otra orilla vacía del Ganges y si lo que se le opone es denso, novelesco, tanto mejor.)

Pero si algo me emocionó de estas lecturas de Sarlo es su prólogo a Zona Saer, donde dice haber evitado el copy paste, sin recurrir apenas a los muchos ensayos y artículos que había escrito sobre el narrador de Santa Fe, porque “me dije: si no puedo pensar de nuevo a Saer, no debo escribir sobre él”.15

No recuerdo, al menos hoy, una autodefinición tan precisa y tan honrada de lo que debe ser un crítico literario. ~

  1.  Beatriz Sarlo, Las dos torres. ¿Puede la cultura contemporánea pensar algo nuevo?, Buenos Aires, Siglo XXI, 2024. En Letras Libres de agosto de 2024, Antonio Villarruel reseñó este libro desde otro punto de vista.
    ↩︎
  2.  Octavio Paz, “El arquero, la flecha y el blanco: Borges” en Obras completas, II. Excursiones e incursiones. Fundación y disidencia, Ciudad de México, FCE, 2014, p. 754.
    ↩︎
  3.  Sarlo, Zona Saer, Santiago de Chile, Ediciones Universidad Diego Portales, 2016, p. 50.
    ↩︎
  4.  José Bianco, Epistolario, prólogos de Daniel Balderston y María Julia Rossi, con epílogo de Eduardo Paz Leston, Buenos Aires, Eudeba, 2018.
    ↩︎
  5.  Me dicen algunos amigos argentinos que Milei ha respetado la legalidad democrática. Es cosa de ver cómo funciona la motosierra si el presidente anarcocapitalista llega a tener mayoría parlamentaria y gobernadores propios…
    ↩︎
  6. Sarlo, Las dos torresop. cit., p. 228.
    ↩︎
  7. Sarlo, La pasión y la excepción, Buenos Aires, Siglo XXI, 2003, p. 153.
    ↩︎
  8.  Ricardo Piglia, “4. Ernesto Guevara, rastros de lectura”, en El último lector, Barcelona, Anagrama, 2005, pp. 133-134.
    ↩︎
  9.  Antonio Marimón, “La política y el instante”, en Octavio Paz, Obras Completas, VIII. Miscelánea. Primeros escritos y entrevistas, Ciudad de México, FCE, 2014, pp. 1062-1063.
    ↩︎
  10.  Paz, “El arquero, la flecha y el blanco: Borges”,p. 757.
    ↩︎
  11. Hay otras síntesis, magníficas, sobre Borges que no contradicen a la de Sarlo, como la de Alan Pauls, en El factor Borges (2004).
    ↩︎
  12.  Jorge Luis Borges, Evaristo Carriego, Buenos Aires, M. Gleizer Editor, 1930, p. 21.
    ↩︎
  13.  Sarlo, Las dos torresop. cit., pp. 253-254.
    ↩︎
  14.  Sarlo, La batalla de las ideas (1943-1973), Buenos Aires, Emecé, 2001. Escrito en colaboración con Altamirano, como tantas otras de las tareas de Sarlo, este libro forma parte de una Biblioteca del Pensamiento Argentino que dirigió Tulio Halperín Donghi. Escribo este pequeño reproche con amargura dada la gratitud que le debo a Halperín Donghi (“Fray Servando, precursor, mártir y triunfador glorioso” en Letrados y pensadores. El perfilamiento del intelectual hispanoamericano en el siglo XIX, Buenos Aires, Emecé, 2013, pp. 24-132).
    ↩︎
  15.  Sarlo, Zona Saer, p. 9. ↩︎


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