Juan Rulfo fue un creador intuitivo, solitario. Algunas veces me he preguntado cuáles fueron sus antecedentes literarios. Pedro Páramo marcó una ruptura e introdujo un tono nuevo, pero nada en novela sale de la nada. El hecho de que Rulfo fuera un intuitivo, un escritor de instinto, no implica una falta de filiación como novelista. Al hacer, hace poco, un curso en Estados Unidos sobre la influencia de William Faulkner en la literatura latinoamericana, uno de los casos que utilicé fue el de Rulfo. No conozco las lecturas faulknerianas que pudo tener Rulfo, pero los puntos de contacto entre Pedro Páramo y Mientras agonizo, una de las novelas clásicas de Faulkner, son evidentes. Eso sí, Rulfo va más lejos que Faulkner. La atmósfera de Faulkner tiene un elemento fantasmal, pero la de Rulfo ingresa directamente en el terreno de la fantasía pura. En este aspecto, el texto de Rulfo es más alegórico, más metafórico, menos ligado al realismo narrativo del siglo XIX, del que Faulkner nunca quiso desprenderse del todo. Comala, el territorio geográfico y mágico en el que transcurre Pedro Páramo, corresponde al Reino de los Muertos de la tradición literaria, el Hades de los poemas homéricos y el Infierno de Dante Alighieri. Su originalidad, frente a esa misma tradición, consiste en que es un Reino de los Muertos enteramente americano, donde el pueblo mestizo continúa en lucha contra la violencia y la dominación hispánica. Por ejemplo, uno de los aportes de Rulfo es el uso extraordinario, coloquial y a la vez poético de la lengua hablada. En su prosa, el castellano adquiere un sonido y hasta una coloración enteramente diferentes:
–¿Y por qué se ve esto tan triste?
–Son los tiempos, señor…
Esa respuesta en plural, con su curioso fatalismo, alude a guerras civiles, a terribles trastornos colectivos, a una miseria profunda, a una atmósfera de sequedad desértica y de calor pegajoso que impregna todo el texto. Se repite aquí, pero de otra manera, de una manera que podríamos llamar poética, un rasgo común a toda la literatura latinoamericana, a la anterior y a la actual: la presencia viva de la tierra, el poder que ejerce la naturaleza sobre los personajes.
Otro parentesco literario interesante que podría señalar es el de Rulfo con María Luisa Bombal, sobre todo en su novela La amortajada. Aquí puedo citar un testimonio interesante. José Bianco, en un texto reciente sobre la Bombal, cuenta que Juan Rulfo le habló de la enorme impresión que había sentido al leer La amortajada en su juventud. Esa novela de una mujer muerta, narrada desde el punto de vista de la muerte, puede haberlo ayudado a descubrir esa voz narrativa peculiar, única, que utilizó en Pedro Páramo.
Conocí a Juan Rulfo en una comida exuberante y bulliciosa en Isla Negra, en casa de Pablo Neruda, por el mes de septiembre de 1969. Creo que Rulfo era la figura más silenciosa en medio de todo ese bullicio y esa alegría. Después, en diversos encuentros, me dio siempre la impresión de un escritor que se había cansado de inventar y que se refugiaba en los estudios antropológicos, en el examen científico de esas comunidades indígenas que antes había descrito mejor que nadie por medio de la invención literaria. Esos estudios, por otra parte, le permitían tal vez recoger leyendas, historias, relatos, que eran literatura pura, literatura en estado bruto.
Rulfo no había escrito demasiadas páginas de ficción, pero en esas páginas, al fin y al cabo, había una síntesis creativa extraordinaria. Probablemente sintió que para él no era necesario y ni siquiera posible escribir más. Después de publicar Pedro Páramo y los cuentos de El llano en llamas, alrededor del año 1950, entró en un silencio literario casi absoluto, un silencio enigmático, que intrigaba mucho a sus lectores. Recuerdo una pregunta, que sin duda se repetía en sus apariciones públicas, durante un encuentro organizado hace cuatro o cinco años por la Universidad Interamericana de Puerto Rico. ¿Por qué, después de las dos obras maestras de su juventud, no había escrito nada más? Rulfo miró a la audiencia, alrededor de mil personas desplegadas en un anfiteatro universitario, y contestó: “Porque el escritor no es una fábrica.”
El silencio de Rulfo era uno de los fenómenos culturales nuestros, un silencio más significativo que la fecundidad o la facundia de muchos otros. Había asimilado algo del sentido hispánico de la muerte y le había añadido un ingrediente que provenía, quizá, de los cultos fúnebres mexicanos. El final de fiesta consistía en que todo, en definitiva, resultaba recuperado por la tierra poderosa: “y se fue desmoronando como si fuera un montón de piedras…” ~
(Santiago de Chile, 1931 - Madrid, 2023) fue escritor y diplomático.