¡Silencio, que estoy haciendo ruido!

No existe una sola forma del ruido de la misma manera que no existe una sola forma de la música y, sin embargo, cualquiera que eche mano de la palabra “ruido” y sus derivados cree estar seguro de a qué se está refiriendo.
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“Ruido”, ha escrito el crítico musical Alex Ross, “es una palabra peliaguda que rápidamente toma un sesgo hacia lo peyorativo”. En términos puramente descriptivos, ha sido el concepto favorito para hablar de Sonic Youth, Ministry, Karlheinz Stockhausen o John Zorn, que ni siquiera se parecen entre sí. Pero, contrario de lo que se piensa, está lejos de ser un mal de época: a Debussy, Chopin, Beethoven o Wagner se les acusó en su momento de “ruidosos” y la queja de André Gide sobre las composiciones de la década de los veinte (“¿Hacia dónde se encamina la música? Hacia una especie de barbarie. El sonido mismo, tan lenta y exquisitamente desgajado del ruido, vuelve a él”) parece que se tuiteó el mes pasado a propósito de los Grammys. No existe una sola forma del ruido de la misma manera que no existe una sola forma de la música y, sin embargo, cualquiera que eche mano de la palabra “ruido” y sus derivados cree estar seguro de a qué se está refiriendo.

Acaso porque la tensión entre música y ruido sigue dando de qué hablar, el manifiesto futurista El arte de los ruidos de Luigi Russolo parece tan actual hoy día como en 1913, año de su publicación. Aparecido en un momento en que varios compositores apostaban por armonías chocantes o ritmos no simétricos, El arte de los ruidos proclama un futuro de timbres nuevos, vergonzosamente ignorados por la música tradicional. “¿Conocen algún espectáculo más ridículo que veinte hombres que se empeñan en duplicar el maullido de un violín?”, se burla Russolo en su afán por marcar un cambio de rumbo. Para el italiano, la modernidad nos había regalado un riquísimo panorama de sonidos como para seguir aburriendo al oyente con más conciertos para pianos, chelos o flautas, timbres agotados desde mucho tiempo atrás, de modo que era posible imaginar un presente en el que la Pastoral de Beethoven pudiera convivir con los motores de combustión. Lo sorprendente de este cúmulo de propuestas es la seriedad con la que Russolo busca justificar y sistematizar su tentativa, primero a través de máquinas capaces de manipular timbres otrora considerados como “ruidosos” (que él llamó intonarumori, traducible como “entonarrumores” o “entonadores de ruido”) y, después, con una reflexión teórica que abarcara desde los tipos de ruidos, sus fuentes y su relevancia para el combate armado, hasta las formas de registrar la melodía de esos ruidos sobre el papel.

Una vez que empezó a dar conciertos con sus entonarrumores, previsiblemente, Russolo llegó a escandalizar, por un lado, a los oídos conservadores y a interesar, por el otro, a artistas como Stravinski, Ravel o Milhaud. La edición completa de El arte de los ruidos recoge algunas deliciosas crónicas periodísticas que dan cuenta de presentaciones que terminaron en trifulcas, en la línea de los escándalos que rodearon a algunos estrenos de Schönberg y Stravinski y a lo que posteriormente conoceríamos como conciertos de rock. Más adelante, Russolo ampliaría sus ideas no solo para entender la naturaleza acústica del ruido sino para poner en entredicho los cimientos mismos de la música: la escala de doce tonos que domina desde hace siglos la composición occidental y que, a su parecer, había traído “una considerable limitación de número en los sonidos realizables y había vuelto a esos que se ejecutan extrañamente artificiales”. Siguiendo a su amigo Francesco Balilla Pratella, Russolo se propuso recuperar los tonos que había entre una nota y otra –lo que en la actualidad se denomina “microtonalismo”–, a fin de llegar a “sensaciones musicales ignoradas hasta ahora”.

Aunque a Russolo se le ha simplificado como precursor de la música concreta y la música electrónica, su libro apuesta decididamente por “abrir los oídos” de un modo que sigue siendo pertinente hoy en día. La manera en que pide atender a los murmullos, estruendos y las onomatopeyas de la naturaleza, la ciudad y el lenguaje, entre otras manifestaciones ruidosas, o su ímpetu para desestabilizar la arbitraria diferencia entre música y ruido, pone al escucha en una disposición más curiosa respecto a los sonidos que percibe, ya sea una gota que cae de la regadera o los anuncios de “Se compran colchones, tambores, refrigeradores, estufas, lavadoras, microondas” que se cuelan en las reuniones laborales de Zoom. Sin embargo, Russolo es también un hombre de su época y el contexto en el cual hila sus teorías es el de una industrialización que, desde el siglo XIX, había creado un paisaje sonoro inédito para el ser humano. En su muy documentado Ruido y cultura. Negociaciones con el ruido en el siglo de la burguesía, el ensayista y doctor en historia Juan Alcántara Pohls tiene el tino de oponer las ideas de Russolo con los lamentos de su contemporáneo Rainer Maria Rilke empeñado en huir del ruido para sentarse a escribir. En 1921, el austriaco se había instalado en el castillo de Berg, convencido de que ahí encontraría la paz y la soledad necesarias para el ejercicio de la poesía. No obstante, al poco tiempo advirtió que una serrería mecánica había empezado a funcionar ocasionando “un ruido atroz, continuo, de acero cantante atacando con una crueldad de dentista”, como le hizo saber en una carta a su amante Baladine Klossowska. Lo que Alcántara Pohls supone, acertadamente, es que a Rilke no le molestaba el ruido en sí, sino cierta clase de ruido: un sonsonete maquinal, proletario, que parecía tomar por asalto un entorno aristocrático al que estaba acostumbrado. Para probar su hipótesis, el autor recuerda que, años antes, el mismo poeta había encontrado inspiración en un viento furioso, el bora, que había azotado el castillo de Duino, dando origen a la primera de sus famosas elegías. Para Rilke prestar atención a aquel sonido colérico de la naturaleza era “captar las señales que provenían del espacio cósmico”, a diferencia de la serrería que, con su modernidad apabullante, le crispaba los nervios.

A finales del siglo XIX y principios del XX, explica Alcántara Pohls, el ruido hace ver a los espíritus sensibles que la civilización estaba destruyendo una serie de valores, como la lentitud y la tradición, en favor de otros, como el culto a la rapidez y la novedad. Esa identificación del concepto de ruido con las máquinas que lo producen ayuda a entender las pretensiones de Russolo de “dominar” el ruido a través de sus intonarumori, dejar de considerarlo un residuo molesto de la modernidad y encontrar en él un paisaje sonoro novedoso y estimulante. Ahí donde Rilke divisó un infierno, una saturación sobre la que no se puede actuar sino únicamente huir, Russolo reconoció un territorio por conquistar. Lo realmente pobre es la música, no el ruido, parece decirnos. “Que los futuristas celebren el entorno maquínico e industrial que los rodea, que quieran cantar con sus ruidos o por medio de ellos, puede leerse también como una reconciliación del hombre con el medio que él mismo ha contribuido a crear”, asegura, y con razón, Alcántara Pohls.

Al tratarse de un estudio de amplio alcance, Ruido y cultura no se detiene en las propuestas futuristas sino que coloca el pensamiento de Russolo en una extensa red, tanto de autores que tuvieron problemas con el ruido, como Kafka y Proust, como de aquellos compositores y teóricos que décadas después abrazaron sus posibilidades, como Pierre Schaeffer y Michel Chion. Aunque el libro se habría beneficiado de una estructura menos académica, sin duda ofrece muchísimas ideas provocadoras para pensar el papel del ruido en nuestras sociedades. Una de las cosas que uno saca en claro es que, contrario al lugar común, el ruido no se ha opuesto necesariamente a la música, sino que la ha acompañado la mayor parte del tiempo. Está desde luego ese rumor de la aguja sobre el disco de vinilo que tanto excita a los escuchas refinados, pero también los tarareos de Gould sobre sus interpretaciones de Bach, que hemos aceptado casi como parte del canon. Sin embargo, según sugiere Alcántara Pohls, por más abiertos que nos consideremos, habrá que aceptar que la asimilación del ruido por parte de la música nunca podrá suceder del todo, porque la indignación que sigue despertando representa su sello de identidad. Es en los coqueteos con el ruido donde la música académica, el rock, el jazz y una multitud de géneros entran a una zona gris que puede llevarlos a lugares insospechados y, como quería Russolo, a despertar “sensaciones musicales ignoradas hasta ahora”. Para escándalo –y esto es un mérito extra– de los quejosos de siempre. ~

Luigi Russolo
El arte de los ruidos
Traducción de Sharbel Pimentel
Ciudad de México, Universidad Iberoamericana, 2023, 96 pp.

Juan Alcántara Pohls
Ruido y cultura. Negociaciones con el ruido en el siglo de la burguesía
Ciudad de México, Universidad Iberoamericana, 2022, 314 pp.

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es músico y escritor. Es editor responsable de Letras Libres (México). Este año, Turner pondrá en circulación Calla y escucha. Ensayos sobre música: de Bach a los Beatles.


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