Ilustración: Letras Libres / Fabricio Vanden Brocek

El capitalismo más allá de la crisis

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2008 fue un año de crisis. En primer lugar estuvo la crisis alimentaria, particularmente amenazadora para los consumidores pobres, en especial en África. Junto a ella se produjo un aumento récord de los precios del petróleo, amenazador para todos los países importadores de este combustible. Finalmente, en otoño, de manera bastante repentina, se produjo la caída económica global, que está ahora adquiriendo velocidad a un ritmo aterrador. 2009, probablemente, ofrecerá una profunda intensificación del desplome, y muchos economistas están previendo una depresión en toda regla, quizá tan grande como la de los años treinta. Aunque las grandes fortunas han sufrido considerables disminuciones, la gente más afectada es aquella que ya estaba mal.

La cuestión que surge cada vez con más fuerza es la relativa a la naturaleza del capitalismo y si este tiene que ser cambiado. Algunos defensores del capitalismo salvaje que se resisten a cambiar están convencidos de que el capitalismo está siendo culpado en exceso por problemas económicos a corto plazo, problemas que atribuyen al mal gobierno (por ejemplo por parte de la administración Bush) y al mal comportamiento de algunos individuos (o a lo que John McCain describió durante la campaña presidencial como “la avaricia de Wall Street”). Otros, con todo, ven defectos realmente importantes en el orden económico actual y quieren reformarlo y buscar un acercamiento alternativo que cada vez con más frecuencia es llamado “nuevo capitalismo”.

La idea de un viejo y un nuevo capitalismo tuvo un papel relevante en un simposio llamado “Nuevo mundo, nuevo capitalismo”, celebrado en París en enero y auspiciado por el presidente francés Nicolas Sarkozy y el ex primer ministro británico Tony Blair. Ambos hicieron elocuentes presentaciones de la necesidad de cambiar. También lo hizo la canciller alemana Angela Merkel, que habló sobre la vieja idea alemana de un “mercado especial” –restringido por una serie de políticas constructoras de consensos– como un posible programa para un nuevo capitalismo (aunque a Alemania no le ha ido mucho mejor en la crisis reciente que a otras economías de mercado).

Las ideas para cambiar la organización de la sociedad a largo plazo son claramente necesarias, como lo son las estrategias para enfrentarse a la crisis inmediata. Yo separaría tres cuestiones que pueden plantearse. Primero, ¿necesitamos de veras un “nuevo capitalismo” en lugar de un sistema económico que no es monolítico, que recurre a una variedad de instituciones elegidas pragmáticamente y que se basa en valores sociales que podemos defender éticamente? ¿Deberíamos buscar un nuevo capitalismo o un “nuevo mundo” –por utilizar otro término mencionado en el encuentro de París– que tomaría una forma distinta?

La segunda cuestión tiene que ver con la clase de economía que se necesita hoy, especialmente a la luz de la crisis actual. ¿Cómo valoramos lo que se enseña y se defiende entre los economistas académicos como guía para las políticas económicas, incluido el resurgimiento del pensamiento keynesiano en los últimos meses, al tiempo que la crisis se volvía más intensa? Más particularmente, ¿qué nos dice la crisis económica actual sobre las instituciones y prioridades que atender?

En tercer lugar, además de trabajar por una mejor valoración de qué cambios a largo plazo son necesarios, tenemos que pensar –y pensar rápido– cómo salir de la crisis presente con el menor daño posible.

 

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¿Cuáles son los rasgos característicos de un sistema capitalista, sea viejo o nuevo? Si el actual sistema económico capitalista debe ser reformado, ¿qué haría que el resultado final fuera un nuevo capitalismo y no otra cosa? Parece aceptarse generalmente que basarse en los mercados para las transacciones económicas es una condición necesaria para que una economía sea identificada como capitalista. De un modo similar, la dependencia en la búsqueda de beneficios y en recompensas individuales basadas en la propiedad privada se consideran rasgos arquetípicos del capitalismo. Con todo, si estos son requisitos, ¿resultan genuinamente capitalistas los sistemas económicos que tenemos actualmente, por ejemplo, en Europa y América?

Todos los países ricos del mundo –los europeos, así como Estados Unidos, Canadá, Japón, Singapur, Corea del Sur, Australia y otros– han dependido en parte, desde hace ya bastante tiempo, de transacciones y otros pagos que tienen lugar, en buena medida, fuera de los mercados. Entre ellos están los subsidios de desempleo, las pensiones públicas, diversos rasgos de la seguridad social y las provisiones de educación, salud y otros servicios distribuidos por medio de disposiciones ajenas al mercado. Los derechos económicos relacionados con esos servicios no se basan en la propiedad privada o los derechos de posesión.

La economía de mercado ha dependido para su funcionamiento no sólo de la maximización de los beneficios sino también de muchas otras actividades, como el mantenimiento de la seguridad pública y el suministro de servicios públicos, algunos de los cuales han llevado a la gente mucho más allá de una economía movida sólo por el beneficio. El rendimiento encomiable del sistema llamado capitalismo, cuando las cosas iban bien, era fruto de una combinación de instituciones –la educación, la salud y el transporte de masas, pagados con dinero público, son sólo unos entre muchos– que iba mucho más allá de confiar sólo en una economía de mercado fundada en la maximización del beneficio y de derechos personales limitados a la propiedad privada.

Y hay una cuestión más básica: si el capitalismo es hoy un término de particular utilidad. Sin duda la idea del capitalismo tuvo históricamente un importante papel, pero hoy es perfectamente posible que esa utilidad se haya extinguido por completo.

Por ejemplo, las obras pioneras de Adam Smith en el siglo XVIII demostraron la utilidad y el dinamismo de la economía de mercado y por qué –y especialmente cómo– funcionaba ese dinamismo. La investigación de Smith aportó un diagnóstico iluminador sobre el funcionamiento del mercado justo cuando ese dinamismo estaba emergiendo poderosamente. La contribución que La riqueza de las naciones, publicado en 1776, hizo para la comprensión de lo que acabaría llamándose capitalismo fue monumental. Smith demostró cómo la liberación del mercado puede ser con frecuencia extremadamente útil en la generación de prosperidad económica por medio de la especialización en la producción y la división del trabajo y en el buen uso de las economías a gran escala.

Estas lecciones son profundamente relevantes incluso hoy (es interesante que el impresionante y muy sofisticado trabajo analítico sobre el comercio internacional por el que Paul Krugman recibió el último premio Nobel de Economía estuviera fuertemente vinculado a la perspicacia de largo alcance de Smith de hace más de doscientos treinta años). Los análisis económicos que siguieron a esos tempranos planteamientos de los mercados y el uso del capital en el siglo XVIII han conseguido establecer sólidamente el sistema de mercado en el corpus de la tendencia económica mayoritaria.

Con todo, incluso mientras las contribuciones positivas del capitalismo a través de los procesos del mercado fueron clarificadas y explicadas, sus lados negativos también quedaron claros, con frecuencia para los mismos analistas. Mientras un buen número de críticos socialistas, el más notable Karl Marx, explicaron de manera influyente las razones para censurar y en última instancia suplantar el capitalismo, las grandes limitaciones de confiar enteramente en la economía de mercado y la motivación del beneficio quedaron claras incluso para Adam Smith. De hecho, los partidarios iniciales del mercado, incluido Smith, no consideraban que el mecanismo de mercado fuera eficaz por sí solo, ni que la búsqueda de un beneficio personal fuera suficiente.

Aunque la gente comercia por interés propio (y el interés propio se necesita, como dijo célebremente Smith, para explicar por qué los panaderos, los cerveceros, los carniceros y los consumidores comercian), una economía sólo puede operar sobre la base de la confianza entre las distintas partes. Cuando las actividades empresariales, incluidas las de los bancos y otras instituciones financieras, generan la confianza de que pueden hacer y harán las cosas que afirman, entonces las relaciones entre los prestamistas y los prestatarios pueden funcionar sin problemas de un modo beneficioso para ambos. Como escribió Adam Smith:

Cuando la gente de cualquier país tiene tal confianza en la fortuna, la integridad y la prudencia de un banquero en particular, al punto de creer que siempre está dispuesto a pagar oportunamente los pagarés que en cualquier momento le puedan ser presentados, tales pagarés llegan a tener el mismo valor que el dinero de oro y plata, por la confianza de que ese dinero puede ser obtenido en cualquier momento por ellos.1

 

Smith explicó por qué en ocasiones esto no sucede, y no le habrían parecido nada raras, creo, las dificultades a las que se enfrentan hoy empresas y bancos debido al miedo y la desconfianza generalizados que están manteniendo congelados los mercados crediticios e impidiendo una expansión coordinada del crédito.

También vale la pena mencionar en este contexto, ya que el “Estado de bienestar” apareció mucho después de la época de Smith, que en varios de sus escritos, su incontenible atención –y preocupación– por el destino de los pobres y los desfavorecidos es sorprendentemente notable. El fracaso más inmediato del mecanismo del mercado reside en las cosas que el mercado deja de hacer. El análisis económico de Smith fue mucho más allá de dejarlo todo a la mano invisible del mercado. No sólo era un defensor del papel del Estado en la prestación de servicios públicos, como la educación, y en el alivio de la pobreza (además de exigir una mayor libertad para los indigentes que la que les daban las Leyes de Pobres de su época), también estaba muy preocupado por la desigualdad y la pobreza que podían sobrevivir en una economía de mercado por lo demás exitosa.

La falta de claridad acerca de la distinción entre necesidad y suficiencia del mercado ha sido responsable de algunos malentendidos sobre la valoración del mercado de Smith por parte de muchos que afirman ser sus seguidores. Por ejemplo, la defensa del mercado de alimentos y sus críticas a las restricciones del Estado sobre el comercio privado de grano con frecuencia han sido interpretadas en el sentido de que cualquier interferencia estatal necesariamente empeoraría la carencia y el hambre.

Pero la defensa del comercio privado que hace Smith la formuló en oposición a la creencia de que detener el comercio de alimentos reduciría el peso del hambre. Esto no niega en ningún sentido la necesidad de la acción estatal para complementar las operaciones del mercado creando trabajos e ingresos (es decir, mediante programas de trabajo). Si el desempleo se incrementa severamente por culpa de malas circunstancias económicas o malas políticas públicas, el mercado no volvería a crear, por sí mismo, los ingresos de los que han perdido sus trabajos. Los nuevos desempleados, escribió Smith, o “se morirían de hambre o se verían movidos a buscar subsistencia, fuera pidiendo limosna o aun perpetrando las peores atrocidades”, y “la carencia, la hambruna y la mortalidad se impondrían inmediatamente”.2 Smith rechazó las intervenciones que excluyen el mercado, pero no las que incluyen el mercado mientras tratan de hacer las cosas importantes que el mercado puede dejar de hacer.

Smith nunca utilizó el término “capitalismo” (al menos por lo que yo he podido detectar), pero sería difícil sacar de sus obras una teoría que abogue por la suficiencia de las fuerzas del mercado, o por la necesidad de aceptar el dominio del capital. Él hablaba de la importancia de esos valores que van más allá de los beneficios en La riqueza de las naciones, pero en su primer libro, Teoría de los sentimientos morales, que fue publicado hace exactamente un cuarto de milenio, en 1759, investigó en profundidad la imperiosa necesidad de acciones basadas en valores que van más allá de la búsqueda de beneficios. Aunque escribió que la “prudencia” era “de todas las virtudes la que es más útil al individuo”, sostenía que “la humanidad, la justicia, la generosidad y el espíritu público son las cualidades más útiles para con los demás”.3

Smith consideraba que los mercados y el capital hacen un buen trabajo en su propia esfera, pero que, en primer lugar, requerían el apoyo de otras instituciones –incluidos servicios públicos como escuelas– y otros valores además de la pura búsqueda de beneficios y, en segundo lugar, que necesitaban límites y correcciones por parte de otras instituciones distintas –por ejemplo, regulaciones financieras bien diseñadas y asistencia estatal a los pobres– para prevenir inestabilidad, desigualdad e injusticia.

Si buscamos un nuevo acercamiento a la organización de la actividad económica que incluya una elección pragmática de una variedad de servicios públicos y regulaciones bien pensadas, deberíamos seguir, y no alejarnos, de la agenda de reformas que Smith perfiló mientras defendía y criticaba, al mismo tiempo, el capitalismo.

 

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Históricamente, el capitalismo no emergió hasta que nuevos sistemas de leyes y prácticas económicas protegieron los derechos de propiedad e hicieron viable una economía basada en la propiedad. El intercambio comercial no podía suceder de veras hasta que la moralidad empresarial hiciera sostenible el comportamiento contractual y barato que no requiriera la demanda constante de contratistas que incumplieran los acuerdos, por ejemplo. La inversión en empresas productivas no pudo florecer hasta que las recompensas mayores de la corrupción no fueron moderadas. El capitalismo orientado a los beneficios siempre ha recurrido al apoyo de otros valores institucionales.

En los últimos años, las obligaciones y responsabilidades morales y legales asociadas a las transacciones se han vuelto mucho más difíciles de rastrear debido al rápido desarrollo de mercados secundarios con derivados y otros instrumentos financieros. Un prestamista subprime que convence a un prestatario para que asuma riesgos insensatos puede ahora vender los activos financieros a terceras partes distantes de la transacción original. La responsabilidad se ha visto minada de un modo terrible, y la necesidad de supervisión y regulación se ha vuelto mucho más fuerte.

En particular, el papel supervisor del gobierno de Estados Unidos ha sido, en ese mismo periodo, drásticamente reducido debido a una creciente creencia en la naturaleza autorreguladora de la economía de mercado. Precisamente mientras crecía la necesidad de vigilancia del Estado, disminuía la necesaria supervisión. Como resultado se avecinaba un desastre que finalmente tuvo lugar el año pasado y que sin duda ha contribuido en gran medida a la crisis financiera que hoy asuela al mundo. La regulación insuficiente de actividades financieras tiene implicaciones no sólo para las prácticas ilegítimas, sino también para una tendencia hacia el exceso de especulación, que, como sostenía Smith, tiende a atrapar a muchos humanos en su ansiosa búsqueda de beneficios.

Smith llamaba a los promotores de riesgos excesivos en busca de beneficios “despilfarradores y especuladores”, lo que es una buena descripción de los emisores de las hipotecas subprime de los últimos años. Con respecto a las leyes contra la usura, por ejemplo, Smith quería una regulación estatal que protegiera a los ciudadanos de los “despilfarradores y especuladores” que promovían créditos poco fiables:

 

Gran parte del capital del país se mantendría así lejos de las manos que con más probabilidad podrían hacer un uso provechoso y conveniente de él, para quedar en las de los que con mayor probabilidad lo perderían y destruirían.4

La fe implícita en la capacidad de la economía de mercado de corregirse a sí misma, que es en buena medida responsable de la eliminación de las regulaciones establecidas en Estados Unidos, tendió a ignorar las actividades de los despilfarradores y los especuladores de un modo que habría estremecido a Smith.

La presente crisis económica fue en parte generada por una inmensa sobrestimación de la sabiduría de los procesos del mercado, y la crisis se está viendo ahora exacerbada por la ansiedad y la falta de confianza en el mercado financiero y en las empresas en general, respuestas que habrían sido evidentes en las reacciones del mercado a la secuencia de planes de estímulo, incluido el plan de 787 mil millones de dólares convertido en ley en febrero por la nueva administración de Obama. Sucede, con todo, que estos problemas ya habían sido identificados en el siglo XVIII por Smith y han sido ignorados por los que estaban al mando en los últimos años, especialmente en Estados Unidos, quienes no hacían más que citar a Adam Smith para apoyar su mercado sin trabas.

 

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Aunque últimamente Adam Smith ha sido muy citado, si bien no demasiado leído, se ha producido una gran recuperación de John Maynard Keynes. Sin duda, el deterioro acumulado que estamos observando ahora mismo y que nos está acercando a una depresión, tiene claros rasgos keynesianos; los reducidos ingresos de un grupo de personas han conducido a un descenso en las compras por su parte, lo que a su vez ha causado una disminución de los ingresos de los demás.

Con todo, Keynes puede ser nuestro salvador sólo parcialmente, y es necesario mirar más allá de él para comprender la presente crisis. Un economista cuya relevancia actual ha sido mucho menos reconocida es el rival intelectual de Keynes Arthur Cecil Pigou, quien también trabajó en Cambridge, en el King’s College, en tiempos de Keynes. Pigou estaba mucho más preocupado que este por la psicología económica y el modo en que puede influir en los ciclos empresariales y agudizar y endurecer una recesión económica que podría llevarnos hacia una depresión (como ciertamente estamos viendo ahora). Pigou atribuía las fluctuaciones económicas, en parte, a “causas psicológicas” que consistían en “variaciones en el tono mental de personas cuyas acciones controlan la industria, que dan pie al error de un optimismo indebido o a un pesimismo indebido en sus previsiones empresariales”.5

Es difícil ignorar el hecho de que hoy, además de lo efectos keynesianos de deterioro mutuamente reforzado, estamos claramente en presencia del “error […] de un pesimismo indebido”. Pigou se centró sobre todo en la necesidad de descongelar el mercado crediticio cuando la economía se halla presa de un excesivo pesimismo:

 

De ahí que, siendo otras cosas iguales, el actual fenómeno de bancarrotas empresariales será más o menos extendido dependiendo de si los préstamos de los bancos, ante la crisis de la demanda, son más o menos fáciles de obtener.6

 

A pesar de las inmensas inyecciones de liquidez en las economías estadounidense y europea en su mayoría realizadas desde el gobierno, los bancos y las instituciones financieras no se han mostrado hasta ahora dispuestos a descongelar el mercado crediticio. Otros negocios siguen quebrando, en parte en respuesta a una demanda ya disminuida (el proceso “multiplicador” keynesiano), pero también por miedo a una demanda aun menor en el futuro, en un clima de pesimismo general (el proceso de pesimismo infeccioso de Pigou).

Uno de los problemas a los que tiene que enfrentarse la administración de Obama es que la crisis surgida de la mala gestión financiera y otras transgresiones se ha visto magnificada varias veces por un colapso psicológico. Las medidas que están siendo estudiadas ahora mismo en Washington y otros lugares para regenerar el mercado crediticio incluyen rescates –con firmes estipulaciones de que las instituciones financieras subvencionadas presten–, compra gubernamental de activos tóxicos, seguros contra la incapacidad para devolver créditos y nacionalización de bancos. (La última propuesta asusta a muchos conservadores del mismo modo que el control privado del dinero público dado a los bancos preocupa a la gente interesada en que se rindan cuentas.) Como sugiere la pobre respuesta, hasta ahora, del mercado a las medidas de la administración de Obama, cada una de estas políticas debería ser valorada en parte por su impacto en la psicología de las empresas y los consumidores, particularmente en Estados Unidos.

 

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El contraste entre Pigou y Keynes es relevante también por otra cuestión. Aunque Keynes estaba muy familiarizado con la cuestión de cómo aumentar los ingresos agregados, se hallaba relativamente menos comprometido con el análisis de la distribución desigual de la riqueza y del bienestar social. En contraste, Pigou no sólo escribió el estudio clásico sobre la economía de bienestar, sino que también fue pionero en la medición de la desigualdad económica como importante indicador para la valoración y las políticas económicas.7 Dado que el sufrimiento de la gente con menos recursos en cada economía –y en el mundo– exige atención más urgente, el papel de la cooperación entre empresas y gobierno no puede limitarse a una expansión mutuamente coordinada de una economía. Existe la necesidad de prestar especial atención a los más desamparados de la sociedad con la creación de un plan de respuesta a la crisis actual y yendo más allá de las medidas destinadas a producir una expansión económica general. Las familias amenazadas por el desempleo, por falta de seguro médico y por privaciones sociales, además de económicas, han sido golpeadas con particular dureza. Las limitaciones de la economía keynesiana para solventar sus problemas exigen un reconocimiento mucho mayor.

Un tercer aspecto en el que Keynes debe ser complementado concierne a su relativa desatención de los servicios sociales; de hecho, hasta Otto von Bismarck tenía más que decir sobre este asunto que Keynes. Que la economía de mercado puede ser especialmente mala en la provisión de bienes públicos (como la educación y la salud) ha sido discutido por algunos de los principales economistas de nuestro tiempo, Paul Samuelson y Kenneth Arrow entre ellos. (Pigou también contribuyó a este tema con su acento en los “efectos externos” de las transacciones del mercado, en el que las ganancias y las pérdidas no están sólo confinadas a los compradores o vendedores.) Esto es, por supuesto, una cuestión a largo plazo, pero vale la pena señalar también que el mordisco de una crisis puede ser mucho más doloroso cuando la sanidad, en particular, no está garantizada para todos.

Por ejemplo, en ausencia de un sistema nacional de salud, cada trabajo perdido produce una merma de los servicios correspondientes, debido a la pérdida de ingresos o de seguros médicos vinculados al empleo. Estados Unidos tiene ahora mismo una tasa de desempleo del 7.6% que está empezando a causar grandes privaciones. Vale la pena preguntar cómo los países europeos, como Francia, Italia y España, que han vivido con niveles de desempleo mucho más elevados durante décadas, han logrado evitar un colapso total de su calidad de vida. La respuesta está, en parte, en el modo en que opera el Estado de bienestar en Europa, con subsidios de desempleo mucho más fuertes que en Estados Unidos y, lo que es más importante, con servicios médicos básicos prestados a todos por el Estado.

El fracaso del mecanismo de mercado para proveer de cobertura médica a todos ha sido flagrante, más visible en Estados Unidos pero también en el frenazo en seco de los progresos relativos a salud y longevidad en China después de la abolición de la cobertura médica universal en 1979. Antes de las reformas económicas de ese año, todo ciudadano chino tenía garantizada la cobertura médica aportada por el Estado o las cooperativas, aunque fuera a un nivel muy básico. Cuando China eliminó su contraproducente sistema de colectivos y comunas agrícolas y unidades industriales gestionadas por burocracias, consiguió el índice de crecimiento del producto interno bruto más elevado del mundo. Pero, al mismo tiempo, guiada por esa nueva fe en la economía de mercado, abolió el sistema de salud universal y, después de las reformas de 1979, los individuos tenían que suscribir seguros privados (excepto en algunos casos relativamente raros en los que el Estado o algunas grandes empresas los ofrecían a sus empleados y familiares a su cargo). Con este cambio, el rápido progreso de China en longevidad se ralentizó bruscamente.

Esto ya era un inconveniente cuando los ingresos conjuntos de China crecían extremadamente rápido, pero está destinado a ser un problema mucho mayor cuando la economía china se desacelere radicalmente, como ya ocurre en la actualidad. El gobierno chino está tratando por todos los medios de reintroducir gradualmente la cobertura médica para todos, y el gobierno estadounidense de Obama también está comprometido a hacerla universal. Tanto en China como en Estados Unidos son muchas las rectificaciones pendientes, pero deberían ser elementos centrales en el manejo de la crisis económica, así como en una transformación a largo plazo de las dos sociedades.

 

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La recuperación de Keynes tiene mucho con que contribuir al análisis y las políticas económicas, pero se debe ambicionar mucho más que eso. A pesar de que Keynes es con frecuencia considerado una especie de “rebelde” en la economía económica, el hecho es que estuvo cerca de convertirse en el gurú de un nuevo capitalismo que se centró en tratar de estabilizar las fluctuaciones de la economía de mercado (de nuevo, con relativamente poca atención a las causas psicológicas de las fluctuaciones empresariales). Aunque Smith y Pigou tienen la reputación de ser economistas bastante conservadores, muchas de las percepciones profundas de las instituciones no mercantiles y los valores carentes de ánimo de lucro proceden de ellos, y no de Keynes y sus seguidores.

Una crisis no sólo presenta un reto inmediato al que se debe hacer frente. También ofrece una oportunidad para corregir problemas a largo plazo cuando la gente está dispuesta a reconsiderar convenciones establecidas. Esta es la razón por la cual ante la crisis presente es importante enfrentarse a asuntos de largo plazo ignorados, como la conservación del medio ambiente, la cobertura médica nacional y la necesidad de transporte público, muy ignorada en las últimas décadas y marginada –mientras escribo este artículo– incluso en las políticas iniciales de la administración de Obama. Que sea posible económicamente, por supuesto, es importante, pero, como muestra el ejemplo del estado indio de Kerala, es posible tener un sistema de salud garantizado por el Estado para todos con un coste relativamente pequeño. Desde que los chinos acabaron con la asistencia médica universal en 1979, Kerala –que sigue teniéndola– ha sobrepasado sustancialmente a China en esperanza de vida y en indicadores como mortandad infantil, a pesar de tener unos ingresos per cápita mucho más bajos. De modo que también los países pobres tienen oportunidades.

Pero los retos más grandes son los que esperan a Estados Unidos, que ya tiene el gasto per cápita en salud más alto de todos los países del mundo, pero que todavía tiene un nivel de éxito en la materia relativamente bajo y a cuarenta millones de personas sin un sistema de salud garantizado. Parte del problema es de actitud y comprensión públicas. Percepciones enormemente distorsionadas de cómo funciona una asistencia sanitaria nacional tienen que ser corregidas mediante la discusión pública. Por ejemplo, es habitual dar por hecho que nadie puede elegir a su médico en los servicios de salud nacionales europeos, lo que no es cierto en absoluto.

Con todo, es también necesario comprender mejor las opciones existentes. En las discusiones para la reforma sanitaria en Estados Unidos se ha puesto demasiada atención en el sistema de salud pública canadiense, que dificulta enormemente disponer de atención médica privada, mientras que en la Europa occidental los servicios de salud nacionales prestan su servicio a todos pero también permiten, además de la cobertura estatal, la práctica privada y los seguros médicos privados para los que tienen dinero y desean gastarlo en eso. No está claro por qué los ricos pueden gastar libremente su dinero en yates y otros bienes de lujo y no debería permitírseles hacerlo en resonancias magnéticas o escáners. Si seguimos los argumentos de Adam Smith sobre la diversidad de instituciones y el acomodo de una variedad de motivaciones, hay medidas prácticas que podemos tomar que producirían inmensos cambios en el mundo en que vivimos.

Las presentes crisis económicas, diría yo, no requieren de un “nuevo capitalismo”, sino que exigen una nueva comprensión de viejas ideas, como las de Smith y, más cerca en el tiempo, las de Pigou, muchas de las cuales han sido tristemente ignoradas. También es necesaria una percepción clara de cómo funcionan en realidad las distintas instituciones, y cómo una variedad de organizaciones –desde el mercado hasta las corporaciones del Estado– pueden superar las soluciones a corto plazo y contribuir a la creación de un mundo económico más decente. ~

Traducción de Ramón González Férriz

© 2009, The New York Review of Books

 

 

 


 

1. Adam Smith, An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations, edición de R.H. Campbell y A.S. Skinner, Clarendon Press, 1976, 1, II, II, 28, p. 292 [La riqueza de las naciones, Madrid, Alianza Editorial, 2002].

2. Adam Smith, The Wealth of Nations, 1, I, VIII, 26, p. 91.

3. Adam Smith, The Theory of Moral Sentiments, edición de D.D. Raphael y A.L. Macfie, Clarendon Press, 1976, pp. 189-190 [La teoría de los sentimientos morales, Madrid, Alianza, 2004].

4. Smith, The Wealth of Nations, 1, II, IV, 15, p. 357.

5. A.C. Pigou, Industrial Fluctuations, Londres, Macmillan, 1929, p. 73.

6. Pigou, Industrial Fluctuations, p. 96.

7. Pigou, The Economics of Welfare, Londres, Macmillan, 1920 [La economía del bienestar, Madrid, Aguilar, 1946]. Obras actuales sobre la desigualdad económica, entre ellas las importantes contribuciones de A.B. Atkinson, han estado en buena medida inspiradas por la iniciativa pionera de Pigou (véase Atkinson, Social Justice and Public Policy, MIT Press, 1983).

 

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