El ejercicio de la razón pública

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I.
No hay ningún misterio en el hecho de que los prospectos inmediatos de democracia en Iraq, que habrán de ser introducidos por la alianza encabezada por los estadounidenses, sean vistos con un grado cada vez mayor de escepticismo. La ambigüedad evidente en torno a los objetivos de la ocupación y la falta de claridad sobre el proceso de democratización hacen que la duda sea inevitable. Pero sería un grave error traducir esta incertidumbre sobre los prospectos inmediatos de un Iraq democrático en un caso de escepticismo generalizado sobre la posibilidad —y, en realidad, sobre la necesidad— de tener una democracia en Iraq, o en cualquier otro país privado de un régimen democrático. Tampoco hay aquí fundamento para el desasosiego en torno a la provisión de apoyo global para la lucha por la democracia en todo el mundo, que es el reto más profundo de nuestros tiempos. Los movimientos por la democracia en todo el planeta (en Sudáfrica y en Argentina y en Indonesia ayer, en Birmania y Zimbabue y en cualquier otro lugar actualmente) reflejan la determinación de la gente en la lucha por la participación política y la voz efectiva. Las preocupaciones sobre los acontecimientos actuales en Iraq deben ser vistas en su contexto específico; hay un mundo enorme más allá de ello.
     Es importante considerar, dentro de un marco más amplio, dos objeciones generales a la defensa de la democracia que han ganado recientemente mucho terreno en los debates internacionales y que tienden a caracterizar las discusiones sobre los asuntos mundiales, particularmente en América y Europa. En primer lugar, existen dudas sobre lo que pueda lograr la democracia en los países más pobres. ¿No es acaso la democracia una barrera que obstruye el proceso de desarrollo y que desvía la atención de las prioridades del cambio social y económico, tales como proporcionar una alimentación adecuada, elevar el ingreso per capita y llevar a cabo una reforma institucional? También se ha argumentado que un gobierno democrático puede no ser en absoluto liberal y que puede infligir sufrimiento sobre aquellos que no pertenecen a la mayoría gobernante de una democracia. ¿Acaso los grupos vulnerables no son mejor atendidos por la protección que provee un gobierno autoritario?
     El segundo frente de ataque se concentra en dudas de carácter histórico o cultural frente a la promoción de la democracia entre pueblos que, según se sostiene, no la “conocen”. El respaldo a la democracia como una norma general para todos los pueblos, ya sea por parte de organismos nacionales o internacionales, ya sea por parte de activistas de los derechos humanos, se reprueba a menudo con el argumento de que implica un intento de imposición de valores y prácticas occidentales sobre sociedades no occidentales. El argumento va mucho más allá del reconocimiento de la democracia como una práctica predominantemente occidental en el mundo contemporáneo, como de hecho lo es. El argumento supone que la democracia es una idea cuyas raíces se pueden encontrar exclusivamente en cierto pensamiento marcadamente occidental que ha florecido sólo en Europa —y en ningún otro lugar— por largo tiempo.
     Éstas son preguntas legítimas y persuasivas que se han venido formulando, de manera comprensible, con cierta persistencia. Pero, ¿están bien fundados estos temores? Para sostener que no lo están resulta importante notar que las críticas no carecen de relación entre ellas. En realidad, los puntos débiles de ambas críticas radican principalmente en el intento por ver indebidamente la democracia como un camino estrecho y restrictivo —en particular, exclusivamente en términos del voto público y, no mucho más ampliamente, en términos de lo que John Rawls llama “el ejercicio de la razón pública”. Este concepto más amplio incluye la oportunidad de los ciudadanos para participar en las discusiones políticas y para estar en condiciones de ejercer influencia sobre la decisión pública. Para entender dónde fallan las dos líneas de ataque sobre la democratización resulta crucial notar que la democracia tiene exigencias que van más allá de las urnas.
     En realidad, el voto es sólo un medio —aunque ciertamente un medio muy importante— para hacer efectivo el debate público, siempre y cuando la oportunidad de votar se combine con la oportunidad de hablar y escuchar sin temor alguno. La fuerza y el alcance de las elecciones dependen en gran medida de la posibilidad del debate público abierto. Las elecciones por sí solas pueden revelarse lamentablemente inadecuadas, como lo ilustran en abundancia las asombrosas victorias electorales de las tiranías gobernantes en regímenes autoritarios, desde la Unión Soviética de Stalin hasta el Iraq de Saddam Hussein. El problema en estos casos reside no sólo en la presión ejercida sobre los votantes en el acto mismo de la elección, sino en la forma en que la discusión pública sobre las omisiones y las transgresiones es obstruida por la censura, la supresión de la oposición política y la violación de derechos civiles fundamentales y de libertades políticas.
     La necesidad de adoptar una visión más amplia de la democracia —una visión que vaya mucho más allá de la libertad de elección y el voto— ha sido discutida pormenorizadamente no sólo en la filosofía política contemporánea, sino también en las nuevas disciplinas de la teoría de la decisión social y la teoría de la decisión pública, influidas ambas por el razonamiento económico así como por las ideas políticas. El proceso de toma de decisiones a través de la discusión puede acrecentar la información sobre una sociedad y sobre prioridades individuales, y dichas prioridades pueden responder a la deliberación pública. Como sostiene James Buchanan, uno de los principales teóricos de la decisión pública: “La definición de la democracia como ‘gobierno mediante la discusión’ implica que los valores individuales pueden y de hecho cambian en el proceso de toma de decisiones.”
     Todo esto suscita profundos cuestionamientos sobre el enfoque dominante en torno al voto y las elecciones en los textos sobre temas mundiales, y sobre lo adecuado de esta perspectiva, formulada por Samuel P. Huntington en La tercera ola: “Las elecciones abiertas, libres y justas son la esencia de la democracia, el sine qua non inevitable.” Desde la perspectiva más amplia del uso público de la razón, la democracia debe otorgar un lugar central a garantizar la libertad de discusión pública y las interacciones deliberativas en la teoría y la práctica políticas —no sólo a través de las elecciones ni sólo para las elecciones. Lo que se requiere, como observaba Rawls, es el resguardo de la “diversidad de doctrinas, el hecho de la pluralidad”, que resulta central para “la cultura pública de las democracias modernas”, y que debe ser asegurado en una democracia por medio de “derechos y libertades básicos”.
     La visión más amplia de la democracia en términos del ejercicio público de la razón también nos permite comprender que las raíces de la democracia van mucho más allá de la estrechez de las crónicas a la que se han confinado algunas prácticas señaladas que ahora son vistas específicamente como “instituciones democráticas”. Esta asunción básica ya era lo suficientemente clara para Tocqueville. En 1835, en La democracia en América, él apuntaba que la “gran revolución democrática” que entonces tenía lugar podía verse, desde cierto punto de vista, como “algo nuevo”, pero también podía considerarse, desde una perspectiva más amplia, como parte de “la tendencia más continua, antigua y permanente conocida para la historia”. Aun cuando Tocqueville limitaba sus ejemplos históricos al pasado de Europa (señalando la poderosa contribución a la democracia suscitada por la admisión de gente del común a los cargos clericales “en el estado de Francia hace 700 años”), su argumento general tiene una relevancia inmensamente mayor.
     La defensa de la pluralidad, la diversidad y las libertades básicas puede hallarse en la historia de muchas sociedades. Largas tradiciones de apoyo y protección al debate público sobre asuntos políticos, sociales y culturales en la India, China, Japón, Corea, Irán, Turquía, el mundo árabe y muchos lugares de África, por citar algunos ejemplos, merecen un mayor reconocimiento en la historia de las ideas democráticas. Este patrimonio global es un fundamento suficiente para cuestionar la opinión a menudo reiterada de que la democracia es sólo una idea occidental y que, por ende, la democracia es tan sólo una forma de occidentalización. El reconocimiento de esta historia resulta relevante en la política contemporánea, pues señala el legado global de protección y promoción del debate social y la interacción plural, que no pueden ser menos importantes hoy de lo que fueron en el pasado cuando su causa fue defendida.
     En su autobiografía, Un largo camino a la libertad, Nelson Mandela describe cuán impresionado estaba, siendo niño, por la naturaleza democrática de los procedimientos en las juntas locales llevadas a cabo en la casa del regente en Mqhekezweni: “Todos los que querían hablar lo hacían. Era la democracia en su forma más pura. Tal vez habría una importancia jerárquica de los hablantes, pero se escuchaba a todos, al jefe y al súbdito, al guerrero y al curandero, al tendero y al terrateniente y al trabajador… La base del gobierno propio era que todos los hombres eran libres de emitir sus opiniones e iguales en su valor como ciudadanos.”
     Meyer Fortes y Edward E. Evans-Pritchard, los grandes antropólogos de África, sostenían en su libro ya clásico, Sistemas políticos de África, publicado hace más de sesenta años, que “la estructura de un estado africano implica que los reyes y los jefes gobiernan por consenso”. Quizá habría demasiada generalización en esto, como arguyeron los críticos más tarde; pero no se puede dudar sobre el papel tradicional y la relevancia continuada de la responsabilidad y la participación en el patrimonio político de África. Pasar por alto lo anterior y ver la lucha por la democracia en África tan sólo como el intento de importar la “idea occidental” de la democracia constituiría un profundo malentendido. La “larga marcha” de Mandela hacia la libertad comenzó claramente en casa.
     No existe ningún lugar en el mundo contemporáneo donde la necesidad de un mayor compromiso democrático sea más imperiosa que en África. El continente ha experimentado grandes padecimientos como el dominio del autoritarismo y el gobierno militar en la última parte del siglo XX, tras la terminación formal de los imperios británico, francés, portugués y belga. África también tuvo la mala fortuna de hallarse atrapada justo en mitad de la Guerra Fría, durante la cual cada una de las superpotencias fomentaba gobiernos militares amigables hacia ellas mismas y hostiles para con el enemigo. A ningún militar usurpador de la autoridad civil le faltó la amistad de una superpotencia, a la que estaba vinculado por una alianza militar. Un continente que en la década de los cincuenta parecía destinado a desarrollar una política democrática en países recién independizados pronto estuvo dirigido por un puñado de caudillos relacionados con uno u otro bando en la militancia de la Guerra Fría. Estos caudillos competían en despotismo con el régimen sudafricano del apartheid.
     Esta imagen está cambiando ahora poco a poco, y la Sudáfrica postapartheid juega un papel central. Pero, como ha sostenido Anthony Appiah, “la descolonización ideológica está destinada al fracaso si descuida ya sea la ‘tradición’ endógena o las ideas ‘occidentales’ exógenas”. Al tiempo que ciertas instituciones democráticas desarrolladas en Occidente son bienvenidas y puestas en práctica, la tarea requiere una comprensión adecuada de las hondas raíces del pensamiento democrático en África misma. En otras partes del mundo no occidental surgen problemáticas similares, de intensidad variada, cuando comienza la lucha por introducir o consolidar una forma de gobierno democrático.

II.
La idea de que la democracia es una noción esencialmente occidental se relaciona a veces con la práctica del voto y las elecciones en la Grecia antigua, específicamente en Atenas desde el siglo V a.n.e. Ciertamente, es importante tener en cuenta el notable papel de la democracia ateniense en la evolución de las ideas y las prácticas democráticas, empezando por el movimiento pionero de Cleístenes hacia la elección pública alrededor de 506 a.n.e. La palabra “democracia” deriva de los vocablos griegos para “pueblo” (demos) y “autoridad” (kratía). Aun cuando mucha gente en Atenas —mujeres y esclavos en particular— no era considerada como ciudadano y no poseía derecho al voto, la gran importancia de la práctica ateniense de compartir la autoridad política merece un reconocimiento inequívoco.
     Pero, ¿hasta qué punto esto hace de la democracia un concepto básicamente occidental? Sostener esta opinión entraña dos dificultades importantes. El primer problema se refiere a la importancia del uso público de la razón, lo que nos lleva más allá de la estrecha perspectiva de la votación pública. La misma Atenas se destacó de manera importante por alentar el debate público, como lo hizo Grecia en general. Pero los griegos no eran los únicos en hacer esto —incluso entre las civilizaciones antiguas—, pues existe una vasta historia sobre el cultivo de la tolerancia, la pluralidad y el debate público también en otras sociedades.
     La segunda dificultad se refiere a la partición del mundo en civilizaciones distintas, con su correlato geográfico, partición en la cual la antigua Grecia se ve como parte integrante de una tradición identificada como “occidental”. Dada la diversidad histórica de las distintas regiones de Europa, esto no sólo es difícil de hacer: también resulta difícil dejar pasar un elemento implícito de pensamiento racista en esta reducción de la civilización occidental a la antigüedad griega. Desde este punto de vista, no se percibe una gran dificultad en considerar a los descendientes de los godos y visigodos, y otros europeos, como herederos de la tradición griega (“todos son europeos”), mientras que existe una marcada renuencia a tomar en cuenta los vínculos intelectuales entre los griegos y los antiguos egipcios, iraníes e hindúes, a pesar del gran interés que los griegos mismos mostraban —como lo registran los recuentos contemporáneos— en conversar con ellos (más que en charlar con los godos).
     Tales conversaciones a menudo estaban relacionadas con temas que concernían directa o indirectamente a las ideas democráticas. Cuando Alejandro Magno preguntó a un grupo de filósofos jainistas en la India por qué prestaban tan poca atención al gran conquistador, obtuvo la siguiente respuesta, que cuestionaba directamente la legitimidad de la desigualdad: “Rey Alejandro, cada hombre puede poseer sólo un tanto de la superficie de la tierra como el que ahora ocupamos. Tú eres humano como el resto de nosotros, salvo que tú estás siempre ocupado y nunca en algo bueno, siempre viajando tantas millas desde tu hogar, ¡una molestia para ti y para los demás! […] Pronto estarás muerto, y entonces poseerás tan sólo un tanto de la tierra que será suficiente para enterrarte.” De acuerdo con Arriano, Alejandro Magno respondió a este reproche igualitario con la misma suerte de admiración que mostró en su encuentro con Diógenes, aunque su actitud real permaneció sin cambios (“exactamente lo opuesto a lo que entonces profesaba admirar”).

Clasificar el mundo de las ideas en términos de características raciales compartidas entre poblaciones próximas difícilmente sería una base maravillosa para categorizar la historia del pensamiento.
     Lo anterior tampoco toma en cuenta la forma en que viajan las influencias intelectuales, ni la forma en que tienen lugar los desarrollos paralelos en un mundo vinculado más por las ideas que por la raza. No hay nada que indique que la experiencia griega de una forma de gobierno democrático tuviera un gran impacto en los países al oeste de Grecia y Roma —por decir algo, en Francia o Alemania o Inglaterra. En cambio, algunas ciudades contemporáneas de Asia —en Irán, Bactria y la India— incorporaron elementos democráticos a sus formas de gobierno locales, debido en gran medida a la influencia griega. Durante varios siglos después de los tiempos de Alejandro Magno, la ciudad de Susa en el suroeste de Irán, por ejemplo, tuvo un concejo electo, una asamblea popular y magistrados que eran propuestos por el concejo y elegidos por la asamblea. También existen pruebas considerables de elementos de gobierno democrático en el nivel local en la India y Bactria durante el mismo periodo.
     Debe señalarse, por supuesto, que tales tentativas estaban limitadas casi por completo al gobierno local; no obstante, sería un error pasar por alto estas experiencias tempranas de gobierno participativo como si no significaran nada para la historia global de la democracia. La seriedad de este descuido debe valorarse a la luz de la importancia particular que reviste la política local en la historia de la democracia, incluida la de las ciudades-Estado que surgirían más de un milenio después en Italia, desde el siglo XI en adelante. Como señalaba Benjamin I. Schwartz en su gran libro The World of Thought in Ancient China: “Incluso en la historia de Occidente, con sus remembranzas de la ‘democracia’ ateniense, la noción de que la democracia no se puede instrumentar en Estados con territorios extensos que requieren un poder muy centralizado constituía una noción aceptada hasta Montesquieu y Rousseau.”
     En realidad, estas historias tienen a menudo un papel inspirador y previenen un sentimiento de distancia respecto de las ideas democráticas. Cuando la India se independizó en 1947, los debates políticos que condujeron a una constitución plenamente democrática, que convirtió a la India en la democracia más grande del siglo XX, no sólo incluían referencias a las experiencias occidentales de la democracia, sino que rememoraban las tradiciones mismas de la India. Jawaharlal Nehru ponía énfasis particular en la tolerancia hacia la heterodoxia y la pluralidad de las reglas políticas de emperadores hindúes como Ashoka y Akbar. El impulso al debate público por parte de esas órdenes políticas tolerantes se recordaba y se lo vinculaba con afecto a la Constitución moderna y multipartidista de la India.
     De hecho, durante los primeros años de la independencia hindú también hubo bastantes discusiones sobre si la organización del “antiguo gobierno de la India” podría servir como modelo para la Constitución de la India en el siglo XX, aunque esta idea era en verdad incluso menos plausible de lo que habría sido cualquier intento por construir la Constitución de Estados Unidos de 1776 con base en las prácticas atenienses del siglo V a.n.e. El presidente del comité que redactó la Constitución de la India, B.R. Ambedkar, se adentró con algún detalle en la historia del gobierno democrático local en la India para determinar si éste podría ser fructífero como modelo de la democracia hindú moderna. La conclusión de Ambedkar era que en definitiva no debía conferirse este papel al antiguo gobierno, en particular porque el localismo generaba “una mentalidad estrecha y organizaciones de forma comunal” (hablando a título personal, Ambedkar afirmaba incluso que “estas villas repúblicas han sido la ruina de la India”). Mas al tiempo que rechazaba con firmeza la posibilidad de que las instituciones democráticas del pasado hindú pudieran servir como modelos contemporáneos apropiados, Ambedkar no dejaba de señalar la importancia general de la historia del uso público de la razón en la India, y enfatizaba particularmente la expresión de opiniones heterodoxas y la crítica histórica a la persistencia de la desigualdad en la India. Hay aquí un paralelismo con la invocación poderosa hecha por Nelson Mandela del patrimonio de África en materia de ejercicio público de la razón en defensa de democracias plurales en el África contemporánea.

III.
Los textos canónicos sobre la historia de la democracia están llenos de comparaciones bien conocidas entre Platón y Aristóteles, Marsilio de Padua y Maquiavelo, Hobbes y Locke, etcétera. Así es como debe de ser; pero los grandes patrimonios intelectuales de China, Japón, Asia del este y del sureste, el subcontinente hindú, Irán, Medio Oriente y África han sido descuidados casi por completo al analizar el alcance del ideal del raciocinio público. Esto no ha favorecido una comprensión adecuada e incluyente de la naturaleza y el poder de las ideas democráticas en su vinculación al debate público constructivo.
     El ideal del uso público de la razón está relacionado estrechamente con dos prácticas sociales particulares que merecen atención específica: la tolerancia hacia opiniones distintas (junto con la posibilidad de estar de acuerdo en no estar de acuerdo) y el fomento del debate público (junto con la confirmación del valor de aprender de otros). Tanto la tolerancia como la apertura del debate público se ven con frecuencia como rasgos específicos —y tal vez únicos— de la tradición occidental. ¿Qué tan correcta es esta noción? Ciertamente, la tolerancia ha sido en gran medida un rasgo significativo de la política moderna occidental (exceptuando aberraciones extremas como la Alemania nazi o la administración intolerante de los imperios británico, francés y portugués en Asia y en África). Aun así, difícilmente encontraremos aquí una división histórica tal que separe la tolerancia occidental del despotismo no occidental. Cuando Maimónides, el filósofo judío, fue obligado a emigrar de una Europa intolerante en el siglo XII, por ejemplo, se topó con un refugio tolerante en el mundo árabe, donde se le otorgó una posición honorable e influyente en la corte del emperador Saladino en El Cairo —el mismo Saladino que peleó por el islam en las Cruzadas.
     La experiencia de Maimónides no fue excepcional. Aun cuando el mundo contemporáneo está lleno de ejemplos de conflictos entre musulmanes y judíos, los gobernantes musulmanes en el mundo árabe y en la España medieval habían integrado por largo tiempo a los judíos como miembros benignos de la comunidad social cuyas libertades —y a veces cuyos papeles de liderazgo— eran respetadas. Como anota María Rosa Menocal en su reciente libro La joya del mundo, el hecho de que, en la España gobernada por los musulmanes en el siglo X, Córdoba fuera “un contendiente tan serio como Bagdad, o tal vez más, para el título del lugar más civilizado de la tierra” se debía a la influencia conjunta del califa Abd al-Rahman III y de su visir judío Hasdai ibn Shaprut. De hecho, existen pruebas considerables, como sostiene Menocal, de que la posición de los judíos tras la conquista musulmana “era en todos aspectos una mejora, ya que pasaron de ser una minoría perseguida a una protegida”.
     En forma similar, cuando en la década de 1590 el gran emperador mogol, Akbar, con su creencia en la pluralidad y en el papel constructor del debate público, hacía en la India sus pronunciamientos sobre la necesidad de tolerancia y se ocupaba de organizar el diálogo entre gente de distintas confesiones religiosas (incluidos hinduistas, musulmanes, cristianos, parsis, jainistas, judíos e incluso ateos), la inquisición aún funcionaba en Europa y con una notable vehemencia. En el año de 1600, Giordano Bruno fue quemado por hereje en el patíbulo del Campo dei Fiori en Roma, al mismo tiempo que Akbar hablaba sobre la tolerancia en Agra.
     No debemos caer en la trampa de argüir que en general había más tolerancia en las sociedades no occidentales que en Occidente. Ninguna generalización de esta especie se puede mantener. Había grandes ejemplos de tolerancia, así como de intolerancia, a ambos lados de esta supuesta división profunda del mundo. Lo que se necesita corregir es la afirmación carente de bases sobre el carácter excepcional de Occidente en materia de tolerancia; pero no existe ninguna necesidad de reemplazar dicha afirmación con una generalización igualmente arbitraria de lo contrario.
     Se puede sostener algo parecido respecto de la tradición del debate público. De nuevo, la herencia griega y romana sobre el tema es particularmente importante para la historia del uso público de la razón, pero no fue única en el mundo antiguo. La importancia que asignaron al debate público los intelectuales budistas no sólo condujo a extensas deliberaciones sobre asuntos seculares y religiosos en la India y en Asia del este y sureste, sino que también produjo algunas de las primeras juntas abiertas dirigidas específicamente a ventilar disputas en torno a distintos puntos de vista. Estos “concilios” budistas, el primero de los cuales se llevó a cabo poco después de la muerte de Gautama Buda, se ocupaban básicamente de resolver diferencias en prácticas y principios religiosos, pero lidiaban también con exigencias de tareas sociales y civiles y ayudaban a establecer la práctica del debate abierto en temas contenciosos.
     El más grande de estos concilios —el tercero— tuvo lugar bajo el patrocinio del emperador Ashoka en el siglo III a.n.e., en Pataliputra, entonces capital de la India y ahora llamada Patna (tal vez más conocida hoy en día como la fuente de un arroz fino de grano largo). La discusión pública, sin violencia e incluso sin animosidad, era particularmente importante dentro de la creencia de Ashoka para el debate social, como lo reflejan bien las inscripciones que colocó en pilares de piedra especialmente montados a través de la India —y algunos fuera de ella. El edicto de Erragudi planteaba el tema enérgicamente:

el crecimiento de la esencia del Dharma [la conducta apropiada] es posible de muchas maneras. Pero su raíz yace en la moderación en el lenguaje, de manera que no haya alabanza de la propia orden o menosprecio de otras órdenes en ocasiones inapropiadas, y el lenguaje deberá ser moderado incluso en ocasiones apropiadas. Por el contrario, se deberá rendir honores a otras órdenes por todos los medios y en todas las ocasiones… Si una persona actúa de otra manera, no sólo hiere a su propia orden, sino que también hace daño a otras órdenes. En verdad, si una persona alaba a su propia orden y menosprecia a otras órdenes con el fin de glorificar a su propia orden debido meramente a que pertenece a ella, esta persona hace un daño muy grave a su propia orden al actuar así.

En el tema del debate público y la comunicación, también resulta importante señalar que casi todos los primeros intentos por realizar impresiones en China, Corea y Japón fueron llevados a cabo por técnicos budistas con el interés de extender la comunicación. El primer libro impreso en el mundo fue la traducción china de un tratado hindú que más tarde sería conocido como el “Diamante Sutra”, escrito en sánscrito por un estudioso indoturco llamado Kumarajeeva en el siglo V y que fue impreso en China cuatro y medio siglos más tarde, en 868. El desarrollo de la imprenta, guiado en gran medida por el compromiso de difundir las perspectivas budistas (incluyendo la compasión y la benevolencia), transformó las posibilidades de la comunicación pública en general. La innovación de la imprenta, buscada en un principio como un medio para difundir el mensaje budista, constituyó un hito en el desarrollo de la comunicación pública, un invento que amplió enormemente la oportunidad del debate social.
     El cometido de los estudiosos budistas por extender las posibilidades de la comunicación, en asuntos tanto seculares como religiosos, tiene considerable importancia para las raíces globales de la democracia. A veces la comunicación tomaba la forma de un desacuerdo con tintes rebeldes. De hecho, en el siglo VII Fuyi, un líder confucionista que encabezaba una campaña contra el budismo, envió la siguiente queja sobre los budistas al emperador Tang (casi parangonando la ira oficial en torno a la “indisciplina” del Falun Gong): “El budismo se infiltró en China desde Asia Central, bajo una forma extraña y bárbara, y como tal era entonces menos peligroso. Mas a partir del periodo Han los textos hindúes comenzaron a traducirse al chino. Al hacerse públicos, dichos textos comenzaron a perjudicar la fe en la Princesa y la piedad filial comenzó a degenerar. La gente comenzó a rasurar sus cabezas y se rehusó a inclinarse ante la Princesa y sus ancestros.” En otros casos, la dialéctica adquirió la forma de aprendizaje del otro. En realidad, los estudiosos budistas jugaron un papel importante en los extensos intercambios científicos, matemáticos y literarios entre China y la India durante el primer milenio de nuestra era.
     En Japón, en el siglo VII, el príncipe budista Shotoku, quien se desempeñaba como regente para su madre, la emperatriz Suiko, no sólo enviaba misiones a China para que trajeran de vuelta el conocimiento del arte, la arquitectura, la astronomía, la literatura y la religión (incluidos los textos taoístas y confucionistas, además de los budistas), sino que también introdujo en el año 604 una constitución o kempo relativamente liberal, conocida como “la Constitución de los diecisiete artículos”. Esta ley subrayaba, muy en el espíritu de la Carta Magna (firmada en Inglaterra seis siglos después) que “las decisiones sobre temas importantes no se deberán tomar por una sola persona. Deben discutirse entre muchos”. El texto también aconsejaba: “No seamos rencorosos cuando otros difieren de lo que decimos. Pues todos los hombres tienen corazones, y cada corazón tiene sus propias inclinaciones. Su bien es nuestro mal, y nuestro bien es su mal.” No es de sorprenderse que muchos analistas hayan visto en esta constitución del siglo VII lo que Nakamura Hajime ha llamado “el primer paso [del Japón] en el desarrollo gradual hacia la democracia”.
     Existen, de hecho, muchas manifestaciones de un firme compromiso con la comunicación pública y el uso asociado de la razón que se pueden encontrar en distintos tiempos y lugares del mundo. Para abordar otro ejemplo, que resulta de particular importancia para la ciencia y la cultura, el gran éxito de la civilización árabe un milenio después del surgimiento del islam proporciona una prueba notable de la creatividad endógena combinada con la apertura a influencias intelectuales del exterior —a menudo de pueblos con creencias religiosas y sistemas políticos muy distintos. Los clásicos griegos tenían una influencia profunda sobre el pensamiento árabe y, en un área más especializada, las matemáticas hindúes también. Aunque ningún sistema formal de gobierno democrático estaba implícito en estos logros, la excelencia de lo que se logró —el notable florecimiento de la filosofía, la literatura, las matemáticas y la ciencia árabes— es un tributo no sólo a la creatividad interna de otros grupos, sino a la gloria del uso público de la razón, que influyó el conocimiento y la tecnología así como en la política.
     La idea que se halla detrás de la apertura al debate fue bien formulada por Imam Ali bin abi Taleb a principios del siglo VII, al declarar que “ninguna riqueza puede beneficiarte más que la mente” y “ningún aislamiento puede ser más desolador que la presunción”.

Ésta y otras declaraciones están citadas en el excelente “Informe árabe de desarrollo humano 2002”, de las Naciones Unidas, por su importancia en el mundo contemporáneo. La tesis de la excepcionalidad europea, por el contrario, invita a los árabes, así como al resto del mundo no occidental, a olvidar su propio patrimonio del ejercicio público de la razón.

IV.
Ignorar la centralidad del uso público de la razón para la idea de democracia no sólo distorsiona y limita la historia de las ideas democráticas, también distrae la atención lejos de los procesos interactivos a través de los cuales funciona una democracia y sobre los que ésta funda su éxito. El descuido de las raíces globales del uso público de la razón, que constituye una pérdida en sí mismo, conlleva la ruina de una comprensión adecuada del lugar y el papel de la democracia en el mundo contemporáneo. Incluso con la difusión del sufragio para los mayores de edad y las elecciones justas, la deliberación libre de censura es importante para que la gente sea capaz de determinar lo que debe exigir, lo que debe criticar y la forma en que debe votar.
     Considérese la muy discutida proposición que afirma que las hambrunas no ocurren en las democracias, sino solamente en colonias imperiales (como solía pasar en la India británica), o en dictaduras militares (como en Etiopía, Sudán o Somalia, en las últimas décadas), o en Estados unipartidistas (como en la Unión Soviética durante la década de los treinta, o en China de 1958 a 1961, o en Camboya en los años setenta, o en Corea del Norte recientemente). Es difícil que un gobierno se resista a la crítica pública cuando ocurre una hambruna. Esto se debe no sólo al miedo a perder las elecciones, sino también a las posibles consecuencias que podría tener la censura pública cuando los periódicos y otros medios de información son independientes y libres de censura y cuando se permite a los partidos de oposición arremeter contra quienes detentan cargos oficiales. La proporción de personas afectadas por las hambrunas generalmente es baja (rara vez se trata de más del diez por ciento de la población total), así que para que una hambruna se convierta en la pesadilla política de un gobierno es necesario generar la empatía pública compartiendo la información y abriéndose al debate público.
     Aun cuando la India estuvo pasando por hambrunas hasta su independencia en 1947 —la última, la hambruna de Bengala en 1943, mató a entre dos y tres millones de personas—, estas catástrofes cesaron abruptamente cuando se instauró una democracia multipartidista. China, en cambio, padeció la hambruna más grande registrada en la historia entre 1958 y 1961, tras la debacle de la colectivización en el así llamado “Gran Salto Adelante” y en la que se estima que murieron de veintitrés a treinta millones de personas. Empero, el funcionamiento de la democracia, que casi sin ningún esfuerzo previene efectivamente desastres de grandes proporciones como son las hambrunas, a menudo tiene menos éxito en politizar lo detestable de una desnutrición y de una falta de salud que son regulares, aunque no extremadas. La India no ha tenido problemas para evitar hambrunas con intervenciones oportunas, pero ha sido mucho más difícil generar un interés público adecuado sobre privaciones menos inmediatas y menos dramáticas, como la callada presencia del hambre endémica, aunque no extrema a todo lo largo del país, así como los bajos estándares de los servicios de salud básicos.
     Si bien la democracia no carece de éxitos en la India, sus logros aún están lejos de alcanzar lo que el uso público de la razón puede hacer en una sociedad democrática si aborda privaciones menos conspicuas tales como el hambre endémica. Se puede hacer una crítica similar en torno a la protección de los derechos de las minorías, que el gobierno mayoritario no garantiza hasta que, y a menos que, el debate público dé a estos derechos suficiente visibilidad y status políticos como para producir el apoyo público generalizado. Esto ciertamente no tuvo lugar el año pasado en el estado de Gujarat, cuando una serie de ataques urdidos políticamente en contra de los musulmanes condujo a una militancia sectaria hinduista sin precedentes y a la victoria electoral del gobierno estatal hinduista y chovinista. Qué tan escrupulosamente se resguarden los derechos de las minorías y el carácter laico en la India dependerá del alcance y el vigor del debate público sobre este tema. Si la democracia se construye no sólo en términos de votaciones, sino también bajo la forma más general del uso público de la razón, entonces se requiere fortalecer la democracia y no debilitarla.
     Señalar la necesidad de un debate público más inquisitivo y vigoroso, incluso en los países que cuentan formalmente con instituciones democráticas, no se debe ver como un consejo desesperado. La gente puede responder y de hecho responde a preocupaciones que se han divulgado, y responde a llamados a la tolerancia y la humanidad, y éste es parte del papel que tiene el uso público de la razón. En realidad, no es fácil eliminar la posibilidad de que, en un sentido limitado, una respuesta justo de este tipo pueda estar teniendo lugar en la India en la víspera de los ataques de Gujarat y la victoria del sectarismo hinduista en las elecciones de diciembre de 2002. El triunfo manipulado en Gujarat no ayudó al Partido Bharatiya Janata, el BJP, en las elecciones estatales en el resto de la India que siguieron a las elecciones en Gujarat. El BJP perdió en las cuatro elecciones estatales llevadas a cabo a principios de 2003, pero la derrota que fue particularmente significativa tuvo lugar en el estado de Himachal Pradesh, donde el partido había estado en el gobierno, pero experimentaba en esta ocasión la derrota, cuando obtuvo sólo dieciséis escaños en un Congreso de cuarenta. Más aún, una mujer musulmana del Partido del Congreso ganó la elección de alcalde en Ahmadabad, donde habían ocurrido algunos de los peores ataques contra los musulmanes tan sólo unos meses antes. Mucho dependerá en el futuro del espacio y la energía del uso público de la razón —un tema que nos lleva a regresar a los argumentos que han presentado los exponentes del debate público en el pasado de la India, incluidos Ashoka y Akbar, cuyos análisis mantienen toda su relevancia hoy día.
     El complejo papel que corresponde al debate público también puede considerarse desde la comparación entre los logros de China y la India en el ámbito de la salud pública y la longevidad durante las últimas décadas. Éste es un tema que ha resultado del interés de los analistas chinos e hindúes desde hace milenios. Mientras que Fa-Hien, un visitante chino del siglo V que pasó diez años en la India, escribía con admiración y con efusivo detalle sobre las disposiciones para la salud pública en Pataliputra, un visitante posterior que llegó a la India en el siglo VII, Yi Jing (I-Ching), argumentaba en un tono más competitivo que “en las artes curativas de la acupuntura y la cauterización y en la habilidad de sentir el pulso, China nunca ha sido superada [por la India]; el medicamento para prolongar la vida sólo puede hallarse en China”. También hubo bastante discusión en la India sobre la chinachar —la práctica hindú— en distintos ámbitos cuando los dos países estuvieron vinculados por el budismo.
     A mediados del siglo XX, China y la India tenían más o menos la misma esperanza de vida desde el nacimiento, alrededor de 45 años. Pero la China postrevolucionaria, habiendo hecho el compromiso público de mejorar los servicios de salud y la educación (un compromiso que se puso en marcha desde los días de la lucha revolucionaria), llegó a un nivel de dedicación en la extensión radical de los servicios de salud que la administración hindú, más moderada, no podía igualar en absoluto. Para la época en que se implementaron las reformas económicas en China, en 1979, este país tenía una ventaja de trece años o más sobre la India en materia de longevidad, pues la esperanza de vida en China era de 67 años, mientras que en la India era de menos de 54 años. Aun así, aunque las reformas económicas radicales introducidas en China en 1979 impulsaron un periodo de extraordinario crecimiento económico, el gobierno se mostró negligente con el compromiso público hacia los servicios de salud, y en particular reemplazó la seguridad médica automática y gratuita por la necesidad de comprar un seguro privado del propio bolsillo (excepto en los casos en que la seguridad médica fuera proporcionada por el patrón, lo que sucede sólo en una pequeña minoría de los casos). Este movimiento en gran medida retrógrado en materia de cobertura de servicios médicos encontró poca resistencia pública (como habría sucedido sin duda en una democracia multipartidista), aun cuando era casi seguro que constituiría un factor de freno al progreso en materia de longevidad en China. En la India, por el contrario, los deficientes servicios de salud han sido materia cada vez más del escrutinio público y de la condena generalizada, lo cual ha forzado a ciertos cambios favorables en los servicios que se ofrecen.
     Pese a que la tasa de crecimiento de China se ha incrementado mucho más rápido a partir de las reformas económicas, el aumento en la esperanza de vida en la India ha crecido alrededor de tres veces más rápido, en promedio, que el de China. La esperanza de vida en China, que ahora es de casi setenta años, se compara con la cifra de la India de 63 años, de manera que el abismo en materia de longevidad que favorecía a China ha disminuido casi a la mitad, es decir, a siete años, durante las dos últimas décadas. Debe señalarse, empero, que, conforme aumenta el nivel absoluto, es cada vez más difícil extender la esperanza de vida, y podría argumentarse que tal vez China ha alcanzado ahora el nivel en que la prolongación resulta excepcionalmente difícil. No obstante, esta explicación no funciona, ya que la esperanza de vida de setenta años en China está aún muy lejos de las cifras que presentan muchos países en el mundo —incluso, algunas partes de la India.
     Para el momento de las reformas económicas, cuando China tenía una esperanza de vida de alrededor de 67 años, el estado hindú de Kerala tenía una cifra similar. Ahora, sin embargo, la esperanza de vida en Kerala, que es de 74 años, rebasa por mucho los setenta años de China. Si vamos aún más lejos y consideramos puntos específicos de vulnerabilidad, podremos ver que la tasa de mortalidad infantil en China ha caído muy lentamente desde las reformas económicas, mientras que ha seguido desplomándose en Kerala. Mientras que Kerala tenía en términos generales la misma tasa de mortalidad infantil que China en 1979 —37 sobre mil—, la tasa actual de Kerala, de entre trece y catorce por cada mil habitantes, es considerablemente menor a la mitad de la tasa de China, de treinta por cada mil habitantes (donde se ha estancado durante la última década). Tal parece que Kerala, en el marco de una política igualitaria, ha sido capaz de obtener beneficios de un continuado uso público de la razón, protegido por un sistema democrático. Este último, por sí mismo, parecería haber ayudado a la India a disminuir el abismo que la separaba de China en forma algo abrupta, a pesar de las deficiencias en los servicios de salud hindúes, que son ampliamente discutidos en la prensa. En realidad, el hecho de que se sepa tanto —y con tanto detalle— sobre las carencias del sistema de salud hindú a través de las críticas de la prensa constituye por sí mismo una contribución al mejoramiento del estado de cosas actual.
     El papel informativo de la democracia, que funciona principalmente por medio del debate público, puede ser cardinal. Es la limitación de este rasgo informativo lo que ha llamado la atención en el contexto de la reciente epidemia del SARS. Aun cuando en noviembre de 2002 ya habían aparecido casos de SARS en el sur de China, y habían causado muchas muertes, la información sobre la nueva enfermedad mortal se mantuvo a resguardo hasta abril. De hecho, fue sólo hasta que la enfermedad altamente infecciosa comenzó a diseminarse hacia Hong Kong y Pekín cuando las noticias debieron ser transmitidas, y para ese entonces la epidemia había sobrepasado la posibilidad de aislamiento y eliminación en el nivel local. La falta de un debate público abierto evidentemente tuvo un papel crítico en la diseminación de la epidemia del SARS en particular, pero el tema en general tiene una relevancia mucho mayor.

V.
La validez del uso público de la razón se aplica al debate sobre la democracia misma. Es bueno que las prácticas democráticas hayan sido sometidas al agudo escrutinio en los textos sobre asuntos mundiales, pues existen deficiencias identificables en el desempeño de muchos países que poseen instituciones democráticas estandarizadas. El debate público sobre estas deficiencias no sólo es un medio efectivo para tratar de remediarlas, sino que es exactamente así como se supone que debe funcionar la democracia bajo la forma del uso público de la razón. En este sentido, los defectos de la democracia exigen más democracia, y no menos.
     La opción —tratar de subsanar los defectos de la práctica democrática a través del autoritarismo y la supresión del debate público— incrementa la vulnerabilidad de un país a los desastres esporádicos (incluida, en muchos casos, la hambruna), y también a la desaparición paulatina de logros antes asegurados debido a la falta de vigilancia pública (como parece haber ocurrido, en alguna medida, con el sistema de salud chino). Esta opción también implica una pérdida genuina de libertad política y una restricción de los derechos civiles, incluso en los gobiernos autoritarios con mejor desempeño, como el de Singapur o el de la Corea del Sur predemocrática; y, aún más, no hay garantía de que la supresión de la democracia hiciera de, digamos, la India un lugar más parecido a Singapur que a Sudán o Afganistán, o a Corea del Sur más que a Corea del Norte.
     El ver la democracia en términos de uso público de la razón, como “gobierno mediante la discusión”, también nos ayuda a identificar las raíces históricas de largo alcance que tienen las ideas democráticas en todo el mundo. La modestia aparente que toma la forma de una humilde renuencia a promover “ideas occidentales de la democracia” en el mundo no occidental implica una apropiación imperiosa de un patrimonio global como si éste fuera exclusivo de Occidente. El temor respecto de “imponer” ideas occidentales en sociedades no occidentales se combina con la ausencia de duda en la visión de la democracia como una idea esencialmente occidental, una concepción occidental inmaculada.
     Esta tergiversación es resultado de un gran descuido de la historia intelectual de sociedades no occidentales, pero también del defecto conceptual que resulta de ver la democracia básicamente en términos de votaciones, más que en la perspectiva más amplia del debate público. Una comprensión más cabal de las exigencias de la democracia y de la historia global de las ideas democráticas puede contribuir sustancialmente a mejorar la práctica política hoy en día. Esta comprensión también puede ayudar a dispersar la niebla cultural artificial que oscurece la evaluación de los asuntos de actualidad. ~

     — Traducción de Marianela Santoveña

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