El Congreso en disputa

Un parlamento democrático moderno debe ser representativo, transparente, profesional, accesible, responsable y eficaz. El actual Congreso mexicano ha fracasado en varios de estos rubros y los comicios de este año no ofrecen un panorama esperanzador.
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En las elecciones intermedias de este año está en juego algo más que la renovación de la Cámara de Diputados. Del resultado de la contienda electoral dependen el futuro inmediato de la democracia representativa del país y el funcionamiento de sus instituciones.

Los parlamentos contemporáneos son vitales para una democracia efectiva. Cuando ejercen sus funciones constitucionales pueden crear leyes, controlar la acción de los gobiernos y someterlos a escrutinio, representar la diversidad de opiniones de una sociedad y definir prioridades de política pública mediante la autorización y fiscalización del gasto público. Sin embargo, para que eso suceda, es necesario que el poder legislativo cuente con los instrumentos legales y materiales necesarios para su desempeño.

La mayor parte del siglo XX, México tuvo una legislatura débil y poco profesional, con escasas capacidades técnicas. Fue una arena de debate político donde poco se decidía. Esto cambió con la pluralidad política que permitió a todos los partidos intervenir en el proceso político. No obstante, desde 2018 se ha restaurado ese legislativo marginal y de escasa efectividad.

¿Para qué sirve el Congreso?

Los congresos, parlamentos y legislaturas funcionan prácticamente en todo el mundo. Su relevancia es indudable ya que otorgan legitimidad a decisiones que serán obligatorias en una sociedad determinada. Si bien este tipo de instituciones también existen en regímenes autoritarios y totalitarios, en una democracia resultan cruciales.

En países autoritarios, los parlamentos suelen servir como meros órganos de legitimación de decisiones tomadas fuera del ámbito legislativo. Son una especie de matasellos u oficialías de partes que reciben órdenes desde fuera y que otorgan un sello de autorización sin posibilidad alguna de modificar las propuestas. Por el contrario, en las democracias el parlamento da viabilidad al régimen mediante un diseño de división de poderes a través de frenos y contrapesos. Los parlamentos son la institución más importante de una democracia representativa porque sus decisiones son el resultado de un proceso de deliberación pública y colectiva.

No todas las legislaturas son iguales. Siguiendo al politólogo Nelson Polsby, en democracia existen al menos de dos tipos: las transformadoras y las arenas (o foros de debate). Las primeras son aquellas que cuentan con la capacidad frecuentemente ejercida de someter a un riguroso escrutinio las iniciativas o propuestas que se les presentan y, de ser el caso, modificarlas o incluso rechazarlas sin importar el origen de las mismas. En este tipo de legislaturas transformadoras, las y los legisladores no circunscriben su comportamiento a la línea política de sus partidos, los liderazgos parlamentarios son elegidos de forma interna y se cuenta con un sistema de comités o comisiones legislativas profesional, con autonomía, personal especializado y con jurisdicción exclusiva. En estas legislaturas, las negociaciones son intensas pues ahí se toman las decisiones y se dirimen las diferencias entre las fuerzas políticas.

Algo muy distinto sucede en las legislaturas de tipo arena. Suelen tener mayor visibilidad mediática porque sirven principalmente como espacio para la convivencia, el debate y contrastación de posiciones de las fuerzas y partidos de un país. En ellas, el comportamiento de las y los legisladores es controlado por actores políticos externos a la legislatura que les dictan línea y les impiden modificar o incluso criticar la agenda que se les impone. Este tipo de legislaturas controladas desde fuera suelen ser débiles, incapaces de modificar –y mucho menos rechazar– las iniciativas que se negocian fuera del ámbito parlamentario. A menudo en este tipo de parlamentos las comisiones legislativas no están especializadas, las presidencias se asignan por cercanía con los liderazgos del partido y no por los méritos o experiencia de los legisladores. Por ello es que casi no invierten en su profesionalización ni en el fortalecimiento de sus capacidades técnicas. En las legislaturas arena, se debate mucho pero se decide poco.

¿Cómo saber si un Congreso como el de México es de tipo transformador o arena? No es tan evidente como parece, pues no es estático o permanente. Una legislatura tenderá a ser de tipo arena cuando el grupo de personas que controla la agenda legislativa es pequeño (entre menos participen en la definición de los asuntos que son aprobados, menos transformadora) y homogéneo en lo ideológico; el sistema de partidos es rígido, vertical, centralizado y poco democrático, principalmente en el proceso de designación de candidatos; y la coalición mayoritaria es altamente disciplinada.

El Congreso mexicano, la democracia y su transformación

Una legislatura debería servir como contrapeso institucional de otros poderes. En México esto no se ha cumplido a cabalidad en la historia reciente. La escasa capacidad institucional de las cámaras del Congreso mexicano ha provocado que, incluso en contextos de gobierno dividido, las y los legisladores influyan mínimamente en las decisiones públicas y que sus facultades para controlar la acción gubernamental sean limitadas. Esto resulta más evidente en contextos de gobiernos unificados pues en ese escenario el ejecutivo controla la actividad parlamentaria desde fuera del Congreso.

Durante la era del partido hegemónico del siglo XX, México tuvo una legislatura marginal cuya principal tarea era otorgar el sello de aprobación a las iniciativas presidenciales y legitimar de esa manera las decisiones tomadas por el ejecutivo. La deliberación era escasa y las iniciativas solo sufrían modificaciones cosméticas. Con la introducción de la figura de los diputados de partido en 1964 y de la representación proporcional en 1977, la Cámara de Diputados fue cada vez más plural y diversa. Esto se tradujo en que la marginal legislatura pronto se convirtiera en una arena de debate para los partidos aunque el ejecutivo seguía controlando la agenda legislativa. Durante dos décadas, entre 1977 y 1997, el Congreso sirvió como foro de debate y como agencia reclutadora y espacio para la formación de nuevos cuadros políticos. La función principal del Congreso era otorgar el sello de aprobación y servir de válvula de escape frente a las presiones de democratización de la oposición y de los emergentes movimientos de la sociedad civil.

Las elecciones de 1997 representaron el inicio de una transformación del Congreso mexicano. El hasta entonces partido hegemónico PRI perdió la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados y esto permitió que la oposición asumiera el control de la agenda y los recursos institucionales en esa cámara. El objetivo de la coalición legislativa opositora fue crear un contrapeso al ejecutivo y desmontar parte de la maquinaria del viejo régimen hiperpresidencialista que se extendía a las entrañas del legislativo.

Aunque el PRI  mantuvo el control del Senado en la emblemática LVII Legislatura (1997-2000), la coalición legislativa opositora autodenominada G4 (PAN, PRD, PT y PVEM) controlaba los recursos de la Cámara de Diputados. Mientras el Senado procuraba el statu quo y frenaba cualquier iniciativa de la oposición, el G4 presionaba por un cambio institucional a través del ejercicio de sus facultades exclusivas. El bicameralismo tuvo un nuevo significado por vez primera en la historia reciente y ambas cámaras lograron acuerdos fundamentales para garantizar su gobernabilidad y reorganización.

Con la pluralidad en el Congreso inició un lento proceso de institucionalización legislativa para fortalecer su autonomía y de esa forma contar con mejores condiciones para contrarrestar el poder casi absoluto que detentaba el presidente. Se aprobó una nueva Ley Orgánica del Congreso para adaptar su dinámica interna a la nueva realidad. Se crearon órganos de gobierno plurales, se acordó elegir anualmente (y con el voto de las dos terceras partes) a la Presidencia de la Cámara para dotarle de estabilidad y con ello evitar la conducción facciosa de las sesiones.

Se crearon el Canal de Televisión del Congreso para difundir la actividad legislativa y la Gaceta Parlamentaria para darles certeza a los grupos parlamentarios y al público sobre los asuntos en la agenda. El sistema de comisiones se rediseñó, se aprobó un sistema profesional de carrera mediante concursos abiertos y se crearon centros de estudios especializados. En esa legislatura, el número de iniciativas presentadas por los legisladores se triplicó y, de hecho, ya solo el 10% de las propuestas fueron originadas en el gobierno o el PRI, pues la oposición ya había tomado el control.

El activismo legislativo de la oposición buscaba, por un lado, colocar en la agenda del debate parlamentario asuntos que no eran de interés del gobierno y, por otro lado, obligar al PRI a asumir costos políticos por frenar propuestas legislativas, muchas de ellas inviables pero populares. Las tensiones entre las mayorías de ambas cámaras provocaron que el Congreso adquiriera un papel central en el debate público y que los medios y la sociedad prestaran atención a lo que sucedía en su interior. Así, se dieron los primeros pasos para transformar la legislatura de tipo arena a transformadora pues por vez primera el legislativo frenaba las iniciativas presidenciales y tomaba decisiones con autonomía.

Los partidos y sus dirigentes hicieron de las cámaras el espacio idóneo para negociar y alcanzar acuerdos. Los presidentes Vicente Fox y Felipe Calderón estuvieron obligados a negociar con los partidos para hacer cambios al marco jurídico pues no contaban con suficientes votos. Sin embargo, esa centralidad del poder legislativo empezó a disminuir con el retorno del PRI en 2012 y la aprobación del Pacto por México promovido por Enrique Peña Nieto. Dicho instrumento político se impuso al Congreso y los partidos impidieron a los grupos parlamentarios hacer modificaciones al paquete de reformas pactado. Al mismo tiempo, la autonomía del poder legislativo ya había generado sus primeras consecuencias negativas, como el uso discrecional de recursos, la transferencia ilegal de dinero del Congreso hacia campañas, los sobornos a legisladores en la aprobación del presupuesto y los “moches” de proyectos de obra pública aprobados en el ramo 23 del presupuesto. La complicidad en el mecanismo de desviación de recursos fue, para muchos legisladores, el cemento de la cohesión parlamentaria.

En esos años, las comisiones legislativas dejaron de ser un sistema para eficientar el trabajo parlamentario pues los partidos hicieron de ellas un mecanismo de compensación para el reparto de recursos económicos e institucionales, para impulsar las aspiraciones políticas de legisladores cercanos a los líderes o incluso para desagraviar a políticos marginados por sus propios grupos parlamentarios. En 2018 se llegó a tener 92 comisiones en el Senado y 107 en la Cámara de Diputados. Con ellas, los líderes parlamentarios premiaban la lealtad y la disciplina, no la capacidad ni la experiencia. De igual forma, los centros de estudios pronto fueron capturados mediante la política del reparto de posiciones para los partidos. Los espacios para el personal especializado fueron pronto ocupados por destacados militantes de los partidos. Con el ejercicio patrimonialista del poder parlamentario y el conjunto de esas acciones y decisiones, todos los partidos contribuyeron a retroceder en parte de lo avanzado en materia de fortalecimiento y profesionalización del poder legislativo en México.

La vuelta al Congreso sometido

Los últimos tres años del poder legislativo en México se han caracterizado por un retorno a la legislatura arena donde se debate mucho pero se decide muy poco. Es la vuelta al Congreso sometido por el ejecutivo, controlado de forma externa y debilitado institucionalmente.

Si un parlamento democrático moderno debe ser representativo, transparente, profesional, accesible, responsable y eficaz, el actual Congreso mexicano ha fracasado en varias de estas dimensiones. Aunque se avanzó en la representatividad en materia de paridad de género, la sobrerrepresentación de la coalición Morena, PT y PES viola el límite del 8% previsto por el artículo 54 constitucional al contar hoy con 64.6% de los asientos de la Cámara de Diputados a pesar de haber obtenido solamente el 45.9% de los votos en la elección de 2018.

((Este fenómeno de sobrerrepresentación no es nuevo, la autoridad electoral lo ha avalado también en 2012 y en 2015 cuando el PRI  y el Partido Verde estaban sobrerrepresentados en 0.2% y 9.7%. Este ha sido un tema polémico en semanas recientes por el cambio de criterios adoptado por el INE para la asignación de diputaciones plurinominales.
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 A ello se debe sumar que ha habido un estancamiento e incluso retrocesos en la implementación de prácticas de parlamento abierto y rendición de cuentas. El uso y distribución de los recursos económicos no ha cambiado. A pesar de los anuncios de una nueva política de “austeridad” en las cámaras, el monto de recursos presupuestales ha aumentado año con año y la opacidad en su ejercicio a través de los grupos parlamentarios sigue siendo la misma que en legislaturas previas.

El estado actual del poder legislativo no fue originado exclusivamente por la amplia victoria de Morena o por el deseo del presidente Andrés Manuel López Obrador de ejercer el poder sin limitaciones, aunque esto sin duda profundizó su debilitamiento e hizo evidente la sumisión del legislativo frente al ejecutivo. Con las amplias mayorías en ambas cámaras, el presidente y su partido controlan el comportamiento de los legisladores no solo a través de los premios o estímulos que administran los coordinadores parlamentarios sino principalmente mediante la promesa de futuras candidaturas para la reelección que controlan las dirigencias de los partidos. Con ello, se ha garantizado la obediencia, y se han aplicado sanciones y castigos informales hacia legisladores con mayor autonomía. Con la definición de candidaturas, las dirigencias de los partidos suelen premiar la lealtad y la disciplina, no la capacidad o el desempeño.

En los años recientes, el poder legislativo ha renunciado a realizar ejercicios efectivos de rendición de cuentas de los funcionarios gubernamentales o a permitir el análisis sistemático de las iniciativas presidenciales. A ello debe sumarse que se han ido cerrado las puertas a la sociedad civil y a las organizaciones sociales para participar y enriquecer el contenido de los asuntos que se encuentran a discusión en las cámaras. Primero por la limitada capacidad de la mayoría para modificar las propuestas que le interesan al ejecutivo, y después bajo el pretexto de las nuevas condiciones de confinamiento por la pandemia.

Este proceso de desmantelamiento de las capacidades institucionales del Congreso ha sido producto de cómo han ejercido el poder parlamentario los partidos políticos en la última década, de la corrupción en su interior y de la escasa atención que le han otorgado a su profesionalización y optimización de los recursos. Esto ha sucedido a pesar de los esfuerzos de algunas áreas técnicas de ambas cámaras que con escasos recursos han resistido que la institucionalidad fracase o se vea interrumpida (por ejemplo, se ha reactivado el servicio profesional en la Cámara de Diputados, el Senado ha propiciado la permanencia de funcionarios y empleados de las áreas técnicas de apoyo parlamentario y se ha disminuido el número de comisiones legislativas en ambas cámaras).

La restauración plena del presidencialismo hegemónico que desearía el actual gobierno pasa por refrendar la mayoría legislativa en la Cámara de Diputados. De lo contrario, el escenario similar al de la LVII Legislatura de 1997 de un Congreso dividido y un gobierno sin mayoría en la cámara baja podría resurgir. Por eso resulta consecuente que las y los legisladores de la mayoría hayan renunciado a ejercer sus funciones constitucionales sustantivas y que su principal tarea sea la de “proteger” la imagen del ejecutivo. Se podría coincidir con esa idea de que la pandemia cayó “como anillo al dedo” a un Congreso que no delibera, que no se somete al escrutinio público, que ha renunciado a ejercer funciones básicas y que obstaculiza la participación de actores sociales en sus procesos internos.

El conflicto que viene

Además del previsible enfrentamiento postelectoral que promueven algunos actores políticos al descalificar permanentemente a la autoridad electoral, el panorama para el legislativo de los próximos años es sombrío.

Las elecciones intermedias de 2021 en México no ofrecen muchas alternativas para el país. Si Morena y sus aliados pierden la mayoría podremos esperar una política obstruccionista pero poco propositiva, pues los partidos de oposición no han logrado ofrecer alguna agenda más allá del freno. Sin embargo, ese escenario también podría reactivar al Congreso en sus funciones esenciales, ocasionando también más polarización y mayores conflictos entre el ejecutivo y el legislativo. Por otro lado, si Morena refrenda su mayoría, entonces podremos ver cómo el Congreso tiende a su expresión marginal y a una capacidad mínima o nula para influir en las decisiones públicas. En ese escenario, su papel se asemejará al de una oficialía de partes del gobierno.

No puede haber altas expectativas mientras los partidos sigan privilegiando el amateurismo y la obediencia en la definición de candidaturas. En los años próximos podemos esperar un espectáculo atractivo en los debates y sesiones plenarias de la Cámara de Diputados, pero poca efectividad en el ejercicio de sus funciones. El conflicto y las tensiones parecen ser una certeza en el futuro próximo. El Congreso que viene será atractivo como espectáculo, como foro de debate, pero poco efectivo en su capacidad de transformación. ~

 

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es politólogo, profesor de la UNAM y miembro de la Academia Mexicana de Ciencias.


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