Aunque las discusiones sobre populismo no son nuevas, el interés académico por el tema ha aumentado en tiempos recientes. En la experiencia internacional es posible observar que buena parte de las consecuencias negativas de dichos gobiernos se presentan en el ámbito de la administración y las políticas públicas. Es el aspecto que menos se discute y el que más puede llegar a afectar al “pueblo” que esos gobiernos supuestamente buscan proteger, debido al deterioro de las organizaciones que atienden a los ciudadanos y al de los bienes y servicios a los que tienen derecho.
Retrocesos democráticos y desmantelamiento burocrático
Para autores como Guy Peters, Jon Pierre, Michael Bauer y Gerry Stoker el ascenso de los gobiernos populistas es un asunto preocupante porque su retórica y sus acciones afectan profundamente los principios de la gobernanza democrática (imparcialidad, profesionalismo, neutralidad política, racionalidad, colaboración) y dañan tanto el funcionamiento como las estructuras administrativas del Estado.
Peters y Pierre han destacado que esta clase de gobiernos aumentan la politización del sector público en por lo menos tres sentidos. Primero, eliminando políticas e instituciones con base en criterios ideológicos (sin evidencia empírica que sustente sus decisiones). Segundo, aumentando el patronazgo partidista en la contratación de funcionarios, incluso si las administraciones públicas cuentan con mecanismos formales de reclutamiento y selección meritocráticos. Y, tercero, destituyendo a servidores públicos por considerarlos corruptos o partidarios políticos simplemente porque trabajaron en gobiernos anteriores. Estos autores también subrayan que los gobiernos populistas tratan de centralizar los procesos decisionales en los presidentes o primeros ministros.
((Guy Peters y John Pierre, “Populism and public administration: Confronting the administrative state”, presentado en el seminario Democratic backsliding and public administration, European University Institute, 2018.
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Así, acaban, por un lado, desplazando personas, programas e instituciones heredadas de gobiernos anteriores y, por el otro, instalando esquemas que les permiten impulsar sus agendas y decisiones discrecionalmente.
Algo similar ha concluido Bauer. Para centralizar el poder, esta clase de gobiernos crean nuevas estructuras burocráticas directamente subordinadas al titular del ejecutivo, al tiempo que buscan recortar la autonomía de las entidades gubernamentales.
((Michael Bauer, “Populist public administration policy. Understanding the anti-pluralist challenge for democratic administration”, op. cit.
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Tienden, asimismo, a tratar de forma discrecional los temas presupuestales y normativos. Por ejemplo, suelen “castigar” presupuestalmente a los programas y las organizaciones que no entran en sus prioridades, sin tomar en cuenta la importancia relativa de la política pública afectada. Además, regularmente desprecian la neutralidad y equidad en la aplicación de las reglas, pues prefieren hacer interpretaciones ad hoc de los procedimientos y normas burocráticas existentes.
Por supuesto, algunas de estas tendencias pueden presentarse en democracias consolidadas o en regímenes en transición. Sin embargo, bajo el populismo estas no solo se acentúan, sino que se refuerzan la discrecionalidad, la politización y la ausencia de criterios técnicos para impulsar medidas que, supuestamente, “el pueblo” ha comunicado al líder del gobierno.
Ejemplos recientes dan cuenta de cómo estos gobiernos han desmantelado las instituciones burocráticas. Para empezar, el caso paradigmático de Venezuela.
((Wolfgang Muno y Héctor G, Briceño, “Venezuela: Decline of democracy and public administration”, op. cit.
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De acuerdo con Wolfgang Muno y Héctor Briceño, en los primeros años del chavismo el gobierno asumió el control directo de Petróleos de Venezuela. Despidió a miles de empleados de la estructura gerencial y a los grupos de ingenieros para reemplazarlos con personas leales al régimen. Después, los recursos petroleros se usaron para crear fondos de gasto social controlados por Chávez, y diseñados como programas paralelos a las estructuras gubernamentales que se veían como ineficientes y vinculadas a fuerzas opositoras. El chavismo también impulsó la militarización de algunas de las empresas nacionalizadas (aeropuertos, telecomunicaciones) y de la administración pública.
Otro caso conocido es el de Hungría. György Hajnal y Zsolt Boda han estudiado cómo el fortalecimiento del régimen, encabezado por Orbán, ha traído cambios profundos en su burocracia. Los líderes políticos, por ejemplo, confían cada vez menos en los funcionarios expertos y se apoyan cada vez más en aquellos designados según criterios políticos. La participación de actores sociales en la formulación de políticas públicas se ha desvirtuado por completo, pues los mandos gubernamentales seleccionan (o incluso crean) a las organizaciones que participan en las consultas públicas. Por otra parte, para agilizar los procesos decisionales internos, el gobierno de Orbán ha tendido a ignorar los procedimientos de consulta a las áreas involucradas al momento de preparar sus propuestas legislativas o de política pública.
((György Hajnal y Boda Zsolt, “The anatomy of illiberal transformation of government bureaucracy. The case of Hungary”, op. cit.
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Vale la pena, por último, mencionar el caso de Estados Unidos. Como ha advertido Sandford Borins,
((Sandford Borins, “Public sector innovation in a context of radical populism”, Public Management Review, vol. 20, núm. 12, 2018, pp. 1858-1871.
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durante el gobierno de Donald Trump se ha impulsado una retórica populista que pone en duda el valor de la evidencia y el rol de los expertos en la hechura de las políticas públicas. La comunicación “directa” del presidente por medio de Twitter le ha permitido, además, plantear políticas simplistas que poco ayudan a resolver complejos problemas sociales. La politización de las estructuras burocráticas, de acuerdo con Peters y Pierre, ha aumentado con los nombramientos de personas sin cualificaciones pero leales al presidente. Asimismo, Bauer afirma que algunas instituciones han quedado “abandonadas” de forma deliberada, sin que se designe a sus titulares o se les provea de suficientes recursos.
En suma, el “engrandecimiento de los jefes del ejecutivo”, como lo ha llamado Nancy Bermeo,
((Nancy Bermeo, “On democratic backsliding”, Journal of Democracy, vol. 27, núm. 1, 2016, pp. 1-19.
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ha venido acompañado de un fuerte deterioro de las instituciones administrativas. Enmarcados en la retórica y las estrategias populistas, los retrocesos democráticos liberales han ido dando paso a los desmantelamientos burocráticos.
La experiencia mexicana frente al espejo del populismo internacional
En este escenario global, ¿qué se puede decir del gobierno de Andrés Manuel López Obrador? A unos meses de iniciado el sexenio, resulta complicado ofrecer una valoración contundente. Sin embargo, en las primeras acciones de gobierno es posible detectar algunas similitudes con las tendencias descritas.
La retórica presidencial, por ejemplo, ha venido acompañada del intento por “engrandecer al jefe del ejecutivo”. Esto ha sido particularmente claro en su relación con los organismos constitucionales autónomos (OCA). Para López Obrador, este conjunto de novedosas (si bien perfectibles) instituciones del Estado representan los excesos de un estilo de gobernar alejado del pueblo. Instituciones “crecidas como hongos”, “burocracias doradas” que, sin importar sus funciones (regulatorias, de política pública o de supervisión) ni las razones (políticas, administrativas, técnicas) por las cuales se crearon, bien podrían desaparecer. Por ello, el presidente ha usado diversas estrategias para minar la reputación y las capacidades institucionales de los OCA. Ha sugerido que cualquier crisis económica será atribuible al Banco de México. Ha afirmado que el Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales “no ha hecho nada” en materia de combate a la corrupción (aunque esa no sea su tarea fundamental). Con el apoyo de su partido político en el legislativo, ha impulsado importantes reducciones a los recursos presupuestales de los OCA para el año 2019.
El presidente ha iniciado, asimismo, una reconfiguración de las estructuras y procesos de la administración pública federal para alinearlos a su agenda política. Se han hecho importantes reasignaciones para garantizar el financiamiento a los programas prioritarios (Jóvenes Construyendo el Futuro, tren maya, etc.) y las áreas (energía, bienestar, trabajo) preferidas del presidente. En la mayoría de los casos, estas reasignaciones parecieran haber sido esencialmente discrecionales. En pocas ocasiones han venido acompañadas de reglas de operación bien definidas, análisis costo-beneficio, estudios de impacto regulatorio o ambiental, o planes para compensar los efectos que habrán de presentarse en los sectores de política pública afectados por los recortes.
La politización y la discrecionalidad han marcado, también, la gestión de personal. Los niveles salariales de los servidores públicos federales se ajustaron en función del nuevo sueldo presidencial que el mismo López Obrador estableció como “justo”. Sin embargo, los cambios no tomaron en cuenta la experiencia, los años de trabajo o la especialización de los funcionarios. El nuevo gobierno ha establecido como meta la destitución del 70% del personal “de confianza”, ha despedido a más de diez mil servidores públicos y ha promulgado la extinción de instituciones como ProMéxico y el Instituto Nacional del Emprendedor. Pero no se han detallado los diagnósticos, las razones o los beneficios que se pretenden alcanzar con estas medidas. Tampoco se han publicado análisis sobre cómo se atenderán los futuros requerimientos de capital humano de las dependencias federales, ni mucho menos se han explicado las medidas para garantizar indemnizaciones justas. Por último, han sido ya varios los escándalos por designaciones de nuevos funcionarios sin méritos profesionales, pero con claros vínculos personales con el presidente o partidistas con Morena, así como los intentos por insertar en las estructuras burocráticas federales a los “servidores de la nación”, trabajadores eventuales que han estado encargados de levantar el “censo del bienestar”.
El presidente y su gobierno han mantenido, asimismo, una actitud ambivalente respecto del Estado de derecho y la normatividad de la administración pública. Ocurrió en la adquisición de pipas por el desabasto de gasolina, en la asignación directa a Banco Azteca para distribuir las transferencias económicas de los programas sociales, en la cesión a las fuerzas armadas del proyecto y la futura administración del aeropuerto de Santa Lucía y en la ausencia de licitaciones abiertas para construir la refinería de Dos Bocas.
Por último, valdría la pena detenerse en uno de los mecanismos más vistosos del gobierno: las conferencias mañaneras de prensa, que sirven para demostrar que todas las decisiones importantes pasan por las manos del presidente. Esta centralización decisional puede servir para fomentar la acción coordinada del gobierno federal, pero también vuelve más lento el proceso decisorio, magnifica las consideraciones políticas en detrimento de las técnicas y resta capacidad negociadora a los miembros del gabinete. Más aún, las conferencias diarias hacen del presidente la “imagen de venta” de los servicios, apoyos y programas públicos. Si todo lo decide el presidente y todo lo anuncia el presidente, entonces “el pueblo” le debe todo al presidente, pese a que detrás de las acciones gubernamentales estén los impuestos de los contribuyentes y los esfuerzos de los servidores públicos.
Del populismo al desmantelamiento administrativo del Estado mexicano
Es muy pronto para saber cuáles serán las consecuencias en la administración pública. Pero no es difícil prever un escenario poco alentador en todos los frentes: desconfianza general entre las instituciones autónomas y el poder ejecutivo, mayor politización de los programas, presupuestos y empleos gubernamentales en todos los niveles, pérdida de expertise en las dependencias públicas, mayor cinismo respecto del uso de reglas de operación, análisis costo-beneficio, normas para la adjudicación de contratos y adquisiciones, y decisiones gubernamentales lentas y conflictivas, a la espera de que intervenga el presidente. En síntesis, un aparato administrativo desmantelado y, por consiguiente, un Estado aún más limitado en sus recursos y en su capacidad de respuesta ante las viejas necesidades y las nuevas exigencias de la sociedad.
Por supuesto, sería impreciso y hasta injusto afirmar que la politización del sector público, la discrecionalidad en el uso de los recursos públicos o la ambigua relación con el Estado de derecho son atribuibles al nuevo gobierno. En realidad, esas características han estado presentes en los sexenios de todos los colores. Lo que sí puede criticarse es que el gobierno de López Obrador no solo no ha tratado de revertir esas prácticas; de hecho, a veces pareciera profundizarlas deliberadamente.
En última instancia, lo que más preocupa es que la situación político-administrativa mexicana refleja la experiencia reciente de los gobiernos populistas contemporáneos. Están ahí los paralelismos. Tal vez no sea posible aseverar aún que México ha entrado en una fase de retroceso democrático. Sin embargo, es necesario advertir de una vez que en este tipo de historias el “pueblo” no suele encontrarse con un final feliz. ~
es doctor en ciencia política por The London School of Economics and Political Science y profesor investigador en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, sede México.