El faro en la bahía

Asociado a menudo al movimiento beat, Lawrence Ferlinghetti fue un editor, librero y poeta de intereses más variados que los que ofrecía aquel grupo. Fallecido en febrero pasado a los 101 años, dejó un legado notable para San Francisco y la literatura estadounidense.
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No entramos a la ciudad por el puente. Fue una sorpresa. Recuerdo que anticipábamos ver la Pirámide Transamerica sobresaliendo de la niebla o la bahía brillando a la distancia. En cambio, cuando visité San Francisco por primera vez, en la década de los ochenta, llegamos por el túnel. El tren BART desde Berkeley nos llevó al corazón ruidoso del centro de la ciudad. Era 1984 y la ciudad estaba al borde del colapso, la crisis del sida estaba en su apogeo; la presidencia de Reagan se mofaba de quienes la padecían. Mi familia caminaba por Kearny Street y cada tanto nos detenían. Hombres en harapos nos pedían dinero, comida, cualquier cosa. Aún hay indigencia en la ciudad; la riqueza que generan las empresas de tecnología simplemente fluye a su alrededor. Para mis ojos infantiles, parecía una escena apocalíptica. ¿Cómo podía una ciudad fingir que no se estaba derrumbando?

Al mediodía entramos a una librería. En la esquina de Columbus y Broadway, la librería City Lights emergió como un oasis. Al entrar a la tienda, recuerdo que pensé que se trataba de una sed muy distinta que saciar. Libros sobre la revolución, sobre el robo del subcontinente norteamericano y sobre acción comunitaria distribuidos en varios pisos. Había uno entero dedicado a libros de poesía. Aunque tuviera diez años de edad, mis padres eran radicales y podía reconocer todas las señas tribales identitarias del pensamiento de izquierda. Donde quiera que miraras, estaban los problemas de la ciudad abordados en los libros. En carteles. En poemas impresos en carteles. En los eslóganes pintados directamente en las paredes. La tienda prometía una salida al mostrarte cómo escapar hacia el compromiso social: nunca había estado en un lugar así.

Eso sucedió hace 37 años. Ahora, en medio de la pandemia, la librería sigue abierta y boyante. Pero el 22 de febrero dijo adiós a uno de sus fundadores, el eternamente cool poeta, editor y activista comunitario de 101 años Lawrence Ferlinghetti. En la literatura estadounidense nadie se ha enfrentado al poder durante tanto tiempo como él. Peleó contra el poder, como librero y como editor. Sus poemas en el libro Un Coney Island en la mente alertaron a una generación acerca de la pesadilla del complejo militar industrial en Estados Unidos. En City Lights, la primera librería en vender solo libros de bolsillo en el país, los lectores encontraban compañeros de viaje a precios accesibles. En su sello City Lights Books, que publicó desde Aullido de Allen Ginsberg hasta el primer libro de Rebecca Solnit y recientemente un título sobre ataques con drones, las cuestiones sobre valores morales en una era imperial han sido exploradas con mayor profundidad que en cualquier otro lugar de la industria editorial estadounidense.

Es una historia que envejece, hasta cierto punto, a juzgar por la celebración del siglo de Ferlinghetti hace casi dos años. Durante mucho tiempo, City Lights era una meca de los jóvenes. Aquella tarde de domingo en 2019, sin embargo, la librería estaba llena de personas de cincuenta, sesenta, setenta años y más. Muchos de los hombres usaban sombreros –bombines, gorros, sombreros de fieltro, boinas, incluso sombreros vaqueros–. Casi nadie tenía menos de treinta años. Después de un inspirador discurso inicial de Elaine Katzenberger, la directora de la librería, el día comenzó con una lectura de un poema de Ferlinghetti realizada por Michael McClure, de 86 años y uno de los cinco poetas incluidos en la famosa lectura de la galería Six en 1955 que los expertos señalan como el inicio del movimiento beat. Los otros cuatro eran Ginsberg, Gary Snyder, Philip Lamantia y Philip Whalen. Ferlinghetti publicó a todos en la serie Pocket Poet. Jack Hirschman, de 85 años, nombrado en 2006 poeta laureado de San Francisco, fue el siguiente lector. Leyó el gran poema “El mar”, en el que “a los noventa años da una patada en el culo a la muerte”. La voz de Hirschman sonaba al Viejo Marinero.

Durante las siguientes seis horas, North Beach –el vecindario descuidado lleno de clubes de striptease y restaurantes italianos en el que City Lights se incrustó– fue anfitrión de ese día de celebraciones. Entré al Café Zoetrope a unos pasos de la tienda y escuché a uno de los jóvenes poetas estadounidenses más emocionantes, Sam Sax, leer el extraordinario poema “Perro”, que sigue a un animal por la ciudad “mirando / como una interrogación viva / al gran gramófono / de la existencia confusa / con su asombrosa bocina vacía”. Un grupo de actores interpretó una de las obras intervencionistas de Ferlinghetti de los setenta en el Jack Kerouac Alley. Robert Hass, poeta laureado de Estados Unidos de 1995 a 1997 y residente de Berkeley desde hace mucho tiempo, dijo que tener a Ferlinghetti en la bahía era como tener un sol benévolo que brilla para siempre y nos permite ver todo con claridad. Ishmael Reed estuvo presente y Paul Beatty también, aunque solo como espectador. El día se hizo más templado y aparecieron más personas jóvenes y la librería se convirtió en lo que siempre ha sido: un corazón de muchos ventrículos que bombea luz e ideas.

Ferlinghetti no andaba por ahí. El equipo de la librería le cantó “Feliz cumpleaños” poco después del amanecer desde la calle donde estaba su departamento de North Beach. Se asomó por la ventana, acicalado como siempre, con una bufanda roja, y los saludó. Para una persona en el centro de las cosas, siempre tenía una manera de estar un poco al lado, negándose a recibir la luz del reflector –prefería reflejarla–. Era posible ver esto en su obra. El libro Ferlinghetti’s greatest poems publicado hace algunos años en New Directions incluye sesenta años de producción, y donde sea que uno lo abra hay una cascada que arrastra los eventos más oscuros del momento –Vietnam, el ecocidio del cambio climático– hacia la luz. Como Walt Whitman, Ferlinghetti escribe versos largos, casi prosas, pero su “yo” es más suave, más extraño y menos verboso. Su versificación aparece a lo largo de la página de pronto, en encabalgamientos perfectamente acompasados que le permiten giros hacia la ternura, el asombro y el duelo.

La magia de la escritura de Ferlinghetti existe por completo en esas transiciones. Permiten que sus posturas políticas nunca se vuelvan el gozne que abre la puerta del poema, sino algo más grande, y más eternamente humano, esperanzador incluso. En “Dos basureros en un camión, dos hermosas personas en un Mercedes”, el poema enfrenta dos clases sociales opuestas en un semáforo en rojo y, brevemente, halla una mota de optimismo en esta yuxtaposición súbita: “los cuatro muy juntos / como si todo fuera posible / entre ellos / sobre el pequeño golfo / en el mar abierto / de esta democracia”. En Estados Unidos, las enormes consecuencias del modernismo y la poesía confesional han provocado que sea difícil ubicar a alguien como Ferlinghetti. Frente a T. S. Eliot, cuya Tierra baldía reverenciaba, Ferlinghetti era profundamente alérgico a la idea del arte por el arte. Y, frente a los confesionalistas, como Sylvia Plath y Robert Lowell, era escéptico del yo, del ego y la mitología personal.

La clave para entender cómo Ferlinghetti encontró una línea entre estos polos está en el tiempo que vivió en Francia. Fue a ese país gracias al programa de apoyo a los veteranos de la Segunda Guerra Mundial para hacer estudios de posgrado en la Sorbona, y ahí leyó mucho a los surrealistas, entre ellos a André Breton y Antonin Artaud, a quienes terminaría publicando. También leyó a Jacques Prévert, cuyas Palabras publicó en 1948 y que tradujo por primera vez al inglés y publicó en su serie Pocket Poet. El realismo juguetón de Prévert, su repetición rítmica de versos, como en “Domingo” (“Acuérdate, Barbara”), y su concepción torcida de lo real son también características distintivas de la obra de Ferlinghetti.

Dwight Garner del New York Times le preguntó por los beats y Ferlinghetti mencionó a su único surrealista comprometido, William S. Burroughs, como el mejor escritor de su generación. Los dos nacieron una década antes que Ginsberg, Kerouac y Snyder. Nacido como Lawrence Ferling, en Yonkers, Nueva York, en 1919, fue enviado a Francia de niño. Su padre había muerto y su madre fue internada en lo que en ese momento se conocía como manicomio. Ferlinghetti no aprendió a hablar inglés hasta que volvió a Estados Unidos a los cinco años y vivió con su tía. Ella lo crio en un suburbio de la ciudad de Nueva York donde trabajaba en una casa como institutriz. Luego lo abandonaría, y se quedó con otros familiares hasta la caída de la Bolsa de 1929, cuando lo acogió otra familia más, que lo mandó a un internado después de que lo descubrieran robando.

Huérfano por duplicado, de algún modo logró completar sus estudios en la Universidad de Carolina del Norte, Columbia y la Sorbona, en el momento en que la capitalidad cultural del mundo pasaba de Francia a Estados Unidos. Su patriotismo lo alejó del país: en la Segunda Guerra Mundial fue capitán de un submarino en el desembarco de Normandía, pero cuando vio lo que hacía la bomba atómica, al instante se convirtió en pacifista. Estuvo tanto tiempo fuera que, como sucede con muchos otros expatriados, se identificó con los lugares distantes. “Cuando llegué a San Francisco, aún usaba mi boina francesa”, me dijo Ferlinghetti en una entrevista. “Los beats no habían aparecido todavía. Yo era siete años mayor que Ginsberg y Kerouac, que todos ellos salvo Burroughs. Y me asocié con los beats después al publicarlos.”

Visto desde el lente de la historia, parece que el legado de Ferlinghetti como editor recaerá tanto en los beats como en los jóvenes escritores a quienes publicó. En los últimos sesenta años, una procesión de marxistas afroamericanos (Bob Kaufman), poetas latinoamericanos rebeldes (Daisy Zamora, Ernesto Cardenal), jóvenes cuentistas y novelistas con mucho estilo (Rebecca Brown, Rikki Ducornet) y pensadores de izquierda han surgido de las prensas en Columbus Avenue. Para muchos lectores, la serie Pocket Poet fue su primera mirada a Frank O’Hara (Poemas a la hora de comer) y Denise Levertov (Here and now), por no mencionar al gran poeta bosnio Semezdin Mehmedinović (Nine Alexandrias). Hasta el día de hoy, todos estos títulos están disponibles en la librería.

Ferlinghetti terminó siendo librero casi por accidente. Un amigo suyo, Peter Martin, que publicaba una revista literaria llamada City Lights, en honor a la película de Charlie Chaplin, necesitaba dinero para mantenerla. Martin sugirió que abrieran una librería, y a Ferlinghetti le encantó la idea porque recién había llegado de París donde los libros se vendían en puestos junto al Sena, como si fueran pan. Resultó ser una gran decisión de negocios. City Lights abrió sus puertas en el auge de la revolución de los libros de bolsillo en una ciudad llena de ávidos lectores.

“Estábamos satisfaciendo una gran necesidad”, dijo Ferlinghetti alguna vez al New York Times Book Review:

Prácticamente, City Lights se convirtió en el único lugar en el que podías entrar, sentarte y leer sin que alguien te molestara para que compraras. Así tenía que ser. También tenía yo la idea de que una librería fuera el centro de la actividad intelectual, y sabía que sería natural que tuviera una empresa editorial.

Mientras que algunos de los beats ahogaron su talento en alcohol, Ferlinghetti trabajó diligentemente en sus propios poemas. Los ritmos jazzísticos, escabrosos de Un Coney Island en la mente eran un llamado a la resistencia en una era de poder estadounidense sin frenos:

Estoy esperando que digan mi número

Y espero/el fin de la vida

Espero/a que papá vuelva a casa

Con los bolsillos llenos de dólares de plata irradiados

Y espero/el fin de las pruebas nucleares.

Este mensaje llegó a más de un millón de lectores e hizo que Un Coney Island en la mente fuera uno de los libros de poesía más vendidos del siglo XX. El libro lo seguía como un fantasma amistoso. También le abrió un espacio para seguir experimentando. En la década de los sesenta publicó su primera novela (Her), un manifiesto ecologista, una gaceta sobre Vietnam, un libro con una docena de obras de teatro y su tercera colección de poemas whitmanianos, Starting from San Francisco, que apareció antes que el movimiento hippy con una especie de advertencia de que con la liberación viene la responsabilidad. “Al llegar a un estado puro de euforia / me doy cuenta de que necesito una gran funda de máquina de escribir / para cargar mi ropa interior y las cicatrices de mi conciencia.”

Uno de los grandes dones de Ferlinghetti era su capacidad para ser un poeta público y privado al mismo tiempo. En las décadas de los sesenta y setenta, sus poemas aparecían en el periódico San Francisco Examiner, algunas veces en la primera página como cuando asesinaron a Harvey Milk. Durante décadas se le veía en el Café Trieste, escribiendo, como lo haría después Francis Ford Coppola. Viajaba mucho, como atestigua su libro de 2015, Writing across the landscape: Travel journals, 1960-2010, con entregas desde España, Latinoamérica, Haití, Cuba –donde presenció la revolución de Castro– y el Tíbet. Pero Ferlinghetti siempre regresaba a North Beach. Su hermoso poema de la década de los setenta “Receta para la felicidad en Jabárovsk o en cualquier lugar” es una especie de unión del mundo cosmopolita y el que todavía se puede hallar en el Café Trieste, sin importar cuántos turistas aparezcan:

Un gran bulevar arbolado

Con un gran café al sol

Con fuerte café negro en tazas muy pequeñas

Alguien que te ame

No necesariamente muy hermoso

Un buen día

Hace dos años, el día en que Ferlinghetti cumplía cien, el cielo de marzo era de un azul inusualmente brillante para San Francisco. Cuando el sol se alejó en el horizonte y los viejos beatniks conducían de vuelta a Marin, dejé a mis amigos en un bar y caminé de regreso a City Lights; esperaba que estuviera algo destruida o por lo menos que mostrara huellas del festejo. Pero las estanterías móviles habían regresado a su lugar, las luces interiores estaban encendidas y las personas hojeaban libros. Faltaban las personas menores de treinta años. Se movían bajo la luz que Ferlinghetti mantuvo encendida en la bahía para que los demás pudieran ver el desastre que hemos hecho del mundo –y también, ojalá, para que podamos hallar el modo de repararlo. ~

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Traducción del inglés de Pablo Duarte.

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(Cleveland, 1974) es escritor y crítico literario. Compiló recientemente Tales of two cities, The best and worst of time in today's New York, que Penguin reeditará en septiembre de este año.


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