El libro prohibido de Cardenal

En 1970, Ernesto Cardenal visitó Cuba y plasmó sus impresiones en un libro que nunca se imprimió en la isla. Era el testimonio incómodo de un simpatizante de la Revolución.
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El libro prohibido de Cardenal

Cuenta el portal EcuRed, una especie de Wikipedia elaborada a la sombra del Partido Comunista de Cuba, en la entrada dedicada a Ernesto Cardenal, que en 1970 el poeta nicaragüense visitó la isla “y después relató su gran experiencia de la Revolución cubana en su libro En Cuba”. Sin embargo, si buscamos alguna otra información al respecto en esta autodenominada “enciclopedia colaborativa” notaremos que no hay referencia al libro de casi cuatrocientas páginas que Cardenal escribió tras haber asistido como jurado al premio Casa de las Américas de ese año, viajado dentro del país y dialogado con personas de todos los estamentos.

Resulta curiosa esta ausencia, pues el escritor no se cansó de asegurar que aquella visita y su posterior encuentro con Fidel Castro constituyeron una revelación que dio pie a su segunda conversión: la primera, al cristianismo, en 1957, tras la cual se produjo su internamiento en la abadía de Nuestra Señora de Getsemaní, en Kentucky, y esta otra al “comunismo no ateo”, como aseguró en un diálogo con Sergio Ramírez y Ulises Juárez Polanco para la revista El Hilo Azul, en el invierno de 2015.

Llama la atención, además, que un libro titulado En Cuba y dedicado “al pueblo cubano y a Fidel” no se halle dentro del vasto catálogo de Casa de las Américas ni de ninguna otra editorial del patio, y también que a Cardenal –al no ser que aparezca de manera póstuma– no se le haya dedicado una edición en Valoración Múltiple, la colección destinada justamente a redondear toda una vida de creación y a rendirles homenaje a escritores como Mario Benedetti, Roque Dalton o Gabriel García Márquez, entre otros, a través de textos críticos salidos de plumas avezadas. ¿Por qué no se hizo con Cardenal, siendo este un hombre de izquierdas y un amigo tan cercano?

En Cuba no existe en Cuba –esa es la realidad.

Quizás la respuesta a esta interrogante la haya dado él mismo en 1972, poco después de la aparición de su testimonio en la editorial argentina Carlos Lohlé, cuando en una entrevista para la revista cristiana española El Ciervo asumía que en Cuba no existía la libertad de prensa tal y como la concebían las democracias parlamentarias y sostenía que sí había “bastante libertad de crítica”, aunque en las revistas especializadas y “siempre dentro del marco socialista”.

“No hay libertad para combatir el sistema, porque consideran que es un atentado contra la misma libertad”, advertía, tras lo cual se aventuraba a poner en boca de Fidel Castro la decisión de publicar incluso “novelas contrarrevolucionarias”, aunque por el momento esto resultara un lujo ya que el papel existente en el país tenía que ser destinado a los libros de texto para educar al pueblo. ¿Acaso también faltó el papel en Cuba para publicar su propio libro? Resulta también llamativo que Roberto Fernández Retamar no haya pujado por el que consideró “uno de los más convincentes libros testimoniales escritos sobre la Revolución cubana”, y, si lo hizo, que no haya tenido éxito.

En el prólogo que escribió en diciembre de 1981 a pedido de Ángel Rama para una compilación de la poesía de Cardenal que iba a ser publicada nada menos que en Suecia, y que luego incluyó en su libro Antología personal (Siglo XXI Editores, México, 2007), el cubano elogiaba la minuciosidad de lo recogido en En Cuba, donde aparecen “incluso los comentarios adversos”, sometidos, claro está, “a la prueba de fuego de su comprobación personal”.

Afanado en verificar si los cubanos acudían a los trabajos voluntarios realmente por conciencia o movidos por extraños mecanismos de coacción, Cardenal se entera aquí de que en la universidad no se permite leer al filósofo marxista Louis Althusser y que el filme Z, de Costa-Gavras, había estado retenido nueve meses antes de ser finalmente exhibido. “Cuando vaya a la Unión de Escritores los verá usted con sus lenguas largas –le dice alguien sobre los intelectuales oficialistas–. Listos para lamer.” El retrato es punzante, demoledor, sobre el chalaneo ideológico y el espíritu limosnero que desde ya se respiraba en las instituciones de la cultura.

El poeta quiere también conocer a unos seminaristas que han sido enviados a un campo de trabajo en la isla de Pinos. El propio arzobispo Francisco Oves –que “está con la Revolución”, dice– es quien le cuenta que los tienen en una unidad de lacra social, rodeados de “marihuanos (sic), homosexuales y otros delincuentes”, todos picando piedras en unas canteras de mármol. “Será bueno que usted los anime, que les diga que estén alegres –le sugiere el prelado–. No quiero que tengan complejo de mártires.” Pero el día de la visita nunca llega. Nadie da la cara, o se la dan trucada, con una sonrisa baja, y el asunto termina diluido.

Como el mismo Cardenal había aprendido rápidamente a descifrar el lenguaje de signos con el que se comunicaban los monjes trapenses en Gethsemani, también intuyó que en La Habana muchos se valían de las palabras a medias, que once años de nuevo orden habían bastado para que se impusiera un basso ostinato del cual se desprendían algunas variaciones, todas bastante similares.

“Cuando escribas tu libro –le advierte un intelectual que se dice revolucionario– no pongas los nombres de las personas que han dicho cosas que no son favorables, porque les puede perjudicar.” Cardenal cumple, pero no se deja nada en el tintero. Por eso este libro plagado de anotaciones como post-its sobre la superficie de una plancha de corcho resulta un retrato de lo perverso, un bestiario medieval.

Días después se ve con su amiga Paz Espejo, chilena marxista, profesora de filosofía en la Universidad de La Habana. La conversación gira en torno a la Iglesia y al papel de los cristianos dentro del proceso. “Le digo que encuentro en la Revolución los mismos defectos que en la Iglesia: clericalismo, fariseísmo, beatería”, cuenta Cardenal, y seguidamente ensalza al verdadero revolucionario, a quien no se calla las críticas. De ahí su tufo ingenuo, por momentos simplón, esa simplonería del tonto del pueblo que es capaz de decir cuatro verdades.

Desfilan por estas páginas Mario Benedetti elogiando la desaparición de los anuncios comerciales en La Habana y del “deseo de adquirir innecesariamente” que había experimentado la población; y la escritora neoyorquina Margaret Randall, empeñada en demostrar que la tarjeta de racionamiento era la misma para un ministro que para un campesino “del último rincón de Cuba”.

Aquí se habla del “ambiente militarizado” que se sentía en la capital y de la supresión de la propina en los servicios gastronómicos, se indaga sobre las UMAP y sobre los campos de trabajo a donde enviaban a quienes habían solicitado el permiso de salida del país, se describe la dinámica de aquellos tribunales populares que parecían salidos del teatro del absurdo y hasta se les da voz a quienes pensaban que Fidel Castro había traicionado a la Revolución primigenia, un relato que mantuvieron durante décadas exguerrilleros exiliados como Huber Matos y Eloy Gutiérrez Menoyo. También hay espacio para bordear el caso Padilla, para escuchar las trágalas de Cintio Vitier –el personaje que, sin pretenderlo Cardenal, peor parado sale del libro–, anticipándose a las teorías sobre un exilio cubano predominantemente económico o justificando los fusilamientos… Se habla también de aquellos viejos comunistas que terminaron en la cárcel por conspirar contra la esencia de la Revolución, que no es otra que Fidel Castro mismo: el cosmocrator, que diría Flaubert en La tentación de San Antonio. “El estalinismo siempre está al acecho para destruir a la Revolución. El estalinismo y el espíritu batistiano, que es lo mismo”, le dice un joven poeta sin nombre en este libro esencial que, pese a todo, no deja de ser uno de los tantos ladrillos que la izquierda mundial acomodó para encumbrar a un único hombre.

En este texto singular, cuyo autor relata menos lo que ha visto que lo que le han contado, Cardenal visita sitios de interés del gobierno, conversa con sus interlocutores, pero sobre todo apunta lo que le han narrado según sus filias, sus entusiasmos y sus desencantos. Incluso repite y legitima versiones de segunda mano. Puede ser lo que el nuncio Zacchi le refiere que le dijo Fidel Castro, el relato del hijo de un teniente del ejército de Fulgencio Batista o lo que le narra “un amigo cubano” sobre los juicios y las condenas a muerte dictadas en La Cabaña.

“Dicen que cuenta Celia Sánchez que cuando murió el Che –escribe–, Fidel se encerró en un cuarto y se golpeaba contra las paredes y daba puñetazos y patadas a las puertas.”

Dicen que dicen que alguien vio… Al no haber espacio para el fact-checking, se dan aquí las condiciones para la generación del mito tal y como Mircea Eliade lo concibe en El mito del eterno retorno. Al detenerse en un punto de la poesía heroica yugoslava, Eliade está convencido de que el recuerdo de los acontecimientos históricos y de los personajes auténticos va siendo modificado con el paso de los siglos, hasta poder ser colocado dentro del “molde de la mentalidad arcaica” que desbroza la hojarasca biográfica y se queda con la esencia trascendente, lo único que considera “ejemplar”. En este caso no han pasado siglos, sino apenas una década de la imposición de un sistema de vida (frugal, equitativo, “evangélico”, enemigo del egoísmo) que encandila al nicaragüense a pesar de toda la hojarasca. “Allí me convencí de que la salvación estaba más cerca de lo que nosotros creíamos”, aseguró luego en el libro La santidad de la revolución (1976). Cardenal, si seguimos a Eliade, ve en la Revolución cubana un escalón superior del acto de “abolición del tiempo profano” y de imposición de una “realidad trascendente” que antes había ensayado en un monasterio.

Solo que, al proyectar sus deseos de ver erigirse el reino de Dios en medio del mar Caribe, y sobre todo al eximir a Fidel Castro de las responsabilidades de autoritarismo y violaciones a los derechos humanos, al poeta se le hace imposible concentrarse en la esencia fundamentalista y represiva de aquel gobierno, algo que sí hizo al final de su vida, cuando se convirtió en una de las voces más enérgicas contra las tropelías de su antiguo compañero político, el presidente nicaragüense Daniel Ortega.

Una de las primeras reacciones a la publicación de En Cuba en Argentina vino con lo escrito por Eduardo Boza Masvidal en las páginas de la revista católica venezolana de filiación jesuita SIC, en 1973. Como antiguo Obispo Auxiliar de La Habana, expulsado por el nuevo gobierno junto a otros 135 sacerdotes a bordo del buque Covadonga, el articulista se cree ante el “deber de conciencia” de alertar sobre lo que Cardenal observó, pero supo colocar debajo de la alfombra de su encantamiento. El prelado radicado en Venezuela tenía claro algo que medio siglo después ha cobrado especial vigencia en nuestros predios: la adscripción de una actitud que deslinda sin sonrojos entre “hombres de primera clase, los oprimidos en los países capitalistas, cuya vida tiene valor, cuyos derechos vale la pena defender”, y otros de segunda, “los oprimidos en los países comunistas, por los cuales no vale la pena preocuparse”.

Boza Masvidal lleva mucha razón, pero no entiende el valor del retrato que Cardenal acaba de generar –merecedor de un ensayo aparte– y por lo cual su libro se hace incómodo, impublicable. Porque en paralelo a la mística inyectada y al endiosamiento de la figura de Fidel Castro (“no por culpa de él, sino del pueblo”, le dice alguien), Cardenal participa también en el escaneo de una persona que concentra, no faltaba más, toda la savia del totalitarismo cubano: la imposición de un orden vertical labrado a su medida, el adoctrinamiento, la prevalencia del capricho o la teatralización del poder, como queda reflejado en el discurso del 26 de julio que el poeta escucha desde el palco de los invitados de excepción (“Lo mirábamos allá arriba, solo, entre la multitud y el cielo, como un dios”, apunta), o cuando Castro, en 1971, tres días antes de su histórico viaje a Chile, lo recoge en la puerta de su hotel, de noche, y hace que su auto no se detenga mientras ellos conversan.

Por eso, en 1972, todavía con la resaca del juicio a que fue sometido Heberto Padilla, la publicación de este libro debió haber provocado ronchas en Palacio y en las alturas de Casa de las Américas. Tal vez algún día se desempolven las cartas que se cruzaron, los apuntes de un par de reuniones y los memorandos que ordenaban congelar hasta nuevo aviso el “caso Cardenal”, el poeta curita que vino a mesa puesta, mutó en husmeador poligonero y, para colmo, hizo público su balance de caja.

¿Merecía Cardenal una enmienda a la totalidad? De ninguna manera. ¡Prohibido decir que está prohibido! ¿Cómo vamos a prohibir a un amigo, por Dios? Ya habría que “darle la vuelta”, como a tantos otros asuntos. Un tiempo después se le volvió a ver: cuando en 1979 se produjo la victoria del sandinismo en Nicaragua y el poeta fue nombrado Ministro de Cultura, quién sabe si, como tantas otras cosas, hasta con la anuencia de Fidel Castro.

De aquel libro cuya primera edición se coló en las listas de ventas de varios países de América Latina –según el escritor alemán Hermann Schulz–, pero que envejecía inexorablemente, parece que no se habló más en los despachos y en las sobremesas para agasajar a viejos y nuevos amigos de la Revolución. Y la singladura de Cardenal continuó su curso.

En 1999, en entrevista con el diario español El Mundo, el poeta reconocía que el año anterior le había recomendado a Fidel Castro que no recibiera a Juan Pablo II. “No me gustó que el papa fuera a Cuba, porque el papa nunca hace nada bueno en ningún sitio”, aseguró sobre Wojtyla, quien en marzo de 1983 lo había amonestado públicamente y en febrero de 1984 lo suspendió a divinis por formar parte del gobierno sandinista.

En 2003, el poeta justificaba la aplicación de la pena de muerte para tres cubanos que habían secuestrado una embarcación para huir a Estados Unidos. “Pienso lo mismo que Fidel, que no está a favor de la pena de muerte, pero en algunos casos se tiene que aplicar”, manifestó. Ese mismo año el Consejo de Estado de la República de Cuba le otorgaba la Orden “José Martí” –la más alta distinción en el país–, que en su momento recibieron Sadam Husein, Vladimir Putin, Erich Honecker, Nicolás Maduro y Daniel Ortega.

Sin embargo, espantado por los altos niveles de corrupción, ya en 2007 Ernesto Cardenal se había convertido en un férreo crítico del presidente nicaragüense. Tanto que en enero del año siguiente Fidel Castro admitía en una línea de sus “Reflexiones” en el diario Granma que Cardenal era un “adversario de Daniel”. En 2018, el poeta le dedicó un premio internacional al pueblo nicaragüense y en especial al niño mártir Alvarito Conrado, asesinado por un francotirador de la policía durante las protestas de ese año contra el gobierno de Ortega. Pero sobre esto y sobre el libro cubano del poeta trapense, EcuRed –esa enciclopedia del sesgo y el ocultamiento– no ha querido pronunciarse. ~

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(La Habana, 1971) es narrador y ensayista. Autor de "El último día del estornino" (Viento Sur, España, 2011), Cuerpo a diario (Hypermedia, España, 2014), Notas al total (Bokeh, Países Bajos, 2015) y Hotel Singapur (Audere, E.U., 2021), entre otros.


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