El malvado realismo cínico

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Juan Pablo Villalobos

No voy a pedirle a nadie que me crea

Barcelona, Anagrama, 2016, 272 pp.

La cuarta novela de Juan Pablo Villalobos (Guadalajara, 1973) promete y decepciona. Me explicaré, pero antes un poco de historia. En 2014, Jorge Zepeda Patterson ganó el Premio Planeta con Milena o el fémur más bello del mundo, una novela en la que la acción –que involucra al crimen organizado y la trata de blancas– transcurre en México y en España. Dos años después, Juan Pablo Villalobos gana el Premio Herralde de novela con No voy a pedirle a nadie que me crea, una obra en la que la acción –que involucra al crimen organizado y el lavado de dinero– transcurre en México y en España. Me gustan las líneas paralelas. Las coincidencias comerciales (premios, temáticas, paisajes) me gustan menos. ¿Pero qué tiene de malo que dos autores nacionales conquisten galardones internacionales montados en lacras locales? A decir verdad, nada que objetar. Nada salvo que ni el Planeta ni el Herralde son solo premios que se otorgan por sus alcances literarios sino que forman parte de estrategias comerciales.

¿Qué tiene que ver eso con la novela de Villalobos que aquí comento? Tal vez no mucho. Aunque el hecho de que, luego de construir en doscientos cincuenta prometedoras páginas una estupenda novela, el autor desaparezca misteriosamente a sus personajes en ocho renglones en un muy apagado capítulo final, quizá tenga que ver con lo anterior. Tal vez había que terminar abruptamente la novela para hacerla coincidir con los tiempos del concurso. Adiós acción milimétricamente trazada. De un plumazo desaparecen todos los protagonistas, todos los problemas narrativos y para compensarlo el autor se lleva un premio. Las estrategias comerciales son primero. Por eso Villalobos promete y decepciona.

No voy a pedirle a nadie que me crea está estructurada a cuatro voces: la de Juan Pablo (el protagonista), la de su madre (en forma de carta), la de Valentina (como diario) y la de Lorenzo, el primo de Juan Pablo (a través de una serie de cartas póstumas). La novela va trenzando esas voces con ingenio y un magnífico sentido del humor. Desde Jorge Ibargüengoitia no teníamos en México un narrador que manejara con esa destreza los mecanismos del humor, sobre todo del humor paródico. Villalobos ha alcanzado algo que muy pocos narradores logran: un estilo propio. No basa su humor en gags sino en situaciones. Uno se ríe con lo que cuenta a pesar de que su materia prima sea el asesinato, la extorsión, el chantaje, el lavado de dinero, la corrupción. Nos reímos con el narrador porque de alguna manera intuimos que el autor se divierte con la trama que inventa y con sus personajes. Nos reímos porque el autor, antes de reírse de los demás, se ríe de sí mismo.

Es hora de decir que el narrador-protagonista de la novela de Juan Pablo Villalobos se llama Juan Pablo Villalobos. El autor hace que el narrador se le parezca, juega con esa homonimia y con los datos de su biografía. El autor parodia las novelas de autoficción, hoy de moda, pero también las novelas negras. Su recurso más socorrido es la exageración. Gracias a ella crea un singular clima de absurdo, porque nunca se despega de la realidad. Lo que cuenta parece real –la vida de un estudiante mexicano en Barcelona, las aspiraciones sociales clasemedieras de la madre, la relación criminal entre mexicanos y españoles–, al mismo tiempo que descabellado.

Lo real es que el crimen organizado en México tiene, en diversas zonas del país, un control sobre territorios y personas. En el plano del absurdo, Villalobos lleva ese control hasta el delirio: el crimen organizado le dicta al Villalobos personaje qué hacer, con quién acostarse, qué debe estudiar e incluso cuál debe ser el tema de su tesis: “El humor misógino y homofóbico en la literatura latinoamericana del siglo XX”.

No fue casual la mención a Jorge Ibargüengoitia. En este libro, como en Te vendo un perro, Juan Pablo Villalobos incluye su propio marco teórico. El autor inserta y discute teorías sobre el humor y la risa en la propia trama de la novela, y lo hace con gracia. En una conversación de cantina, un amigo de Juan Pablo, Iván, critica su idea de que detrás del humor de Ibargüengoitia no hay un trasfondo ideológico: “Si no hay predisposición ideológica sería una parodia vacía […] Te burlas de algo, lo ridiculizas, ¿para qué? ¿Para nada? ¿Solo por el gusto de demostrar que eso de lo que te estás burlando es una puta mierda? ¿Y luego qué? Eso es cinismo.”

¿Qué hay detrás del humor paródico de Juan Pablo Villalobos? ¿Una crítica al crimen organizado en México y España? En una entrevista reciente el novelista declaró que “el humor puede ser una herramienta para resistir y para atacar a los corruptos, a los criminales”. Una declaración francamente absurda. Detrás de su libro no hay una crítica al poder criminal. Parodia a los criminales, pero también las pretensiones académicas y las aspiraciones de una madre de clase media. Su humor nos provoca risa, como el de Ibargüengoitia, porque es un humor cínico. El Villalobos de la novela de Villalobos también escribe una novela: “Escribo una novela porque en el fondo soy un cínico que lo único que ha querido siempre es escribir una novela. A cualquier precio.” Ese cinismo, ese “realismo malvado” (en palabras de Peter Sloterdijk), esa reivindicación del autor hedonista, le otorga a la novela una cualidad libertaria. Escribe Juan Pablo Villalobos por el gusto de escribir y eso el lector lo nota y lo disfruta. Esa es la novela que promete. Lo otro son las ataduras de esa libertad creativa. Las fechas del concurso. La conclusión abrupta. El premio. La decepción. ~

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