Para el viajero, primer mundo no quiere decir, en primer lugar, mayor riqueza ni mayor facilidad, Dios sabe lo difíciles que pueden ser las condiciones de vida en Londres o París, sino mayor organización de todo. El ciudadano del primer mundo, en general, sabe cuál es su trabajo y trata de desempeñarlo con escrupulosa atención y cuidado. El primer signo de tercermundismo en, por ejemplo, México, es que el ciudadano con la mayor frecuencia lo hace con desgana o mal o, de plano, no hace su trabajo, lo elude sin dejar de ocupar la plaza y cobrar. Eso es más acentuado en unas zonas de la actividad y en unas regiones geográficas que en otras. La policía es canon en México de tercermundismo clavadísimo, y el sur, como todos sabemos, es más retrasado en general que el norte. Por consideraciones como estas definió Whitehead “civilización”: “un país es civilizado en la medida en que la ley se cumple en toda la extensión del país”. Y no tiene islotes sin ley, como Nuevo Laredo o Michoacán o Ciudad Juárez.
Lo primero que llamó la atención del joven Ortega y Gasset cuando viajó a París fue que era una ciudad completamente plana, con la única excepción de Montparnasse; el adolescente solo conocía Madrid, que sube y baja. Pero lo primero que llama la atención del viajero común, así haya frecuentado París, o aun haya vivido ahí, es la compostura, la armonía de trazo, estatura, color (esa extraordinaria paleta de tierras, grises, amarillos suaves, deslavados), en una palabra, la hermosura de la ciudad. Y sí, en efecto, es la ciudad más guapa del mundo y la más coqueta.
París coqueta, dije. Simmel vio la esencia de la coquetería en “una antítesis y síntesis típicas, ofreciéndose y negándose simultánea o sucesivamente, diciendo sí y no ‘como desde lejos’, por símbolos o insinuaciones, dándose sin darse, o, para expresarnos en términos platónicos, manteniendo contrapuestas la posesión y la no posesión, aunque haciendo sentir ambas en un solo acto”.
Mejor no puede describirse lo que siente el viajero al recorrer París y al sentir que la ciudad se da y se recata, que nunca es suficiente, por más que se ocupen sus cafés y se deambule por sus callejones, sus puentes, templos y edificios, o se aprecien las curvas perspectivas de su río, para capturarla y hacerla propia.
En este breve viaje del que acabo de regresar, la temperatura fresca, deliciosa, de inicio de otoño, pocos turistas, no es temporada, aunque, claro, nunca faltan en París; llovió, pero poco y sin viento, excepto la última tarde, que cayó un chubasco mientras unos amigos y yo comíamos algo y conversábamos en un café frente al Jardín de Luxemburgo. Cuando salimos del café, afortunadamente había escampado.
Pagué mi tributo contemplando el Entierro en Ornans de Courbet, el mejor cuadro conservado en París, según mucha gente, Toulouse-Lautrec entre ellos, y un servidor también, cuadro gigantesco, de tres metros de alto por casi siete de largo, con su cotidiana y perfectamente unificada multitud (unos cincuenta personajes y un perro), con su vigoroso claroscuro, sus tierras y grises, su parquedad, su austeridad de color, y su sencillo pero conflictivo tema, un entierro nada más, pero un entierro civil, en tiempos en que el panteón civil y la sepultura laica, sanitariamente alejada de la población, venía a sustituir al camposanto y el sepulcro religioso, en medio de gritería, jaloneos y luchas de todas clases. Cosa que no asustaba al artista, nunca fue Courbet, el pintor de la Comuna, ajeno a las luchas sociales.
“Pero mira”, me dice Jean-Clarence Lambert, poeta y traductor, entre otros de Octavio Paz, mientras viajamos en un taxi a un restaurante en la suntuosa noche parisina, “mira, qué belleza, tanta más culpabilidad por haber deshecho esta maravilla, mírala, llena de coches y de prisa ansiosa, una ciudad para coches, no para humanos, irrespirable, destrozada, invadida de turistas, 34 millones el año pasado, y para 2030 ya se espera sumar a eso diez millones de chinos. ¿Te imaginas lo que va a ser eso? No va a quedar nada…” De todo hay disidentes, hasta de la hermosura de París…
Explicablemente Lambert vive con su familia en el campo, en Dijon, de donde viene el vino de Borgoña, donde vivió Colette, en una casa con jardín razonable y perro corpulento. ~
(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.