En el sueño, estoy de pie en una playa. A cada lado, una franja de arena de color sal y pimienta se extiende a lo largo del agua, perfilando la bahía. Me doy cuenta de que es la costa de la isla de Hawái don- de crecí: la orilla de la bahía de Hilo, donde pasé fines de semana con mis amigos contemplando carreras de canoas y buscando conchas y boyas de cristal de los pesqueros japoneses que la marea arrastraba hasta la costa.
Pero hoy no hay amigos, ni canoas, ni pesqueros a la vista. La playa está vacía, la arena y el agua están anormalmente inmóviles. Más allá del rompeolas, la luz juega apaciblemente sobre la superficie del océano, como si quisiera calmar el miedo que he arrastrado desde la infancia; el miedo que acecha a todo hiloano, da igual lo joven que sea. Mi generación creció sin sufrir un tsunami, pero todos hemos visto las fotos. Sabemos que nuestra ciudad se encuentra en la zona inundable.
Como si le hubieran dado la señal de salida, la veo a la distancia. Una ola.
Al principio es diminuta, pero crece por segundos, elevándose frente a mí como una pared altísima, la cresta espumosa oscureciendo el cielo. Tras ella hay otras olas, todas acercándose a la costa.
Estoy paralizada de miedo, pero, a medida que el tsunami se acerca amenazador, el terror cede ante mi determinación. Descubro una pequeña cabaña de madera. Es el local de mi amigo Pua, con un montón de tablas de surf extendidas delante. Cojo una y salto al agua; remo hacia la bahía, rodeando el rompeolas, y me lanzo directamente hacia las olas que se aproximan. Antes de que la primera me alcance, consigo atravesarla zambulléndome, y cuando emerjo al otro lado surfeo la segunda. Conforme lo hago, me empapo del paisaje. La vista es impresionante: se ven Mauna Kea y, detrás, Mauna Loa, elevándose protector sobre la bahía y alzándose al cielo.
Abro los ojos en mi habitación de Berkeley, California, a miles de kilómetros de la casa de mi infancia.
Es julio de 2015 y estoy a mitad del año más emocionante y abrumador de mi vida. He comenzado a tener sueños como este regularmente y ahora me resulta fácil comprender su significado profundo. La playa es un espejismo, pero las olas y la maraña de emociones que me inspiran –miedo, esperanza y respeto– son absolutamente reales.
Me llamo Jennifer Doudna. Soy bioquímica, y he pasado la mayor parte de mi carrera en un laboratorio, investigando temas de los que la mayor parte de la gente fuera de mi campo de trabajo nunca ha oído hablar. En el último lustro, sin embargo, me he involucrado en un área innovadora de las ciencias de la vida, un tema cuyo progreso no puede quedar confinado entre las cuatro paredes de ningún centro de investigación. Mis colegas y yo hemos sido barridos por una fuerza irresistible, no muy diferente de la del tsunami de mi sueño; excepto que este maremoto es uno que yo he ayudado a desencadenar.
Hacia el verano de 2015, la biotecnología que yo había contribuido a establecer tan solo unos pocos años antes estaba evolucionando a un ritmo que no podría haber imaginado. Y sus implicaciones eran sísmicas; no solo para las ciencias de la vida, sino para la vida en la Tierra. Este libro es su historia y la mía. También es la de usted. Porque no pasará mucho tiempo antes de que las repercusiones de esta tecnología también lleguen a su puerta.
Los seres humanos han estado reformando el mundo físico durante milenios, pero sus efectos nunca han sido tan dramáticos como lo son hoy día. La industrialización ha causado el cambio climático que amenaza los ecosistemas en todo el globo, y esta y otras actividades humanas han precipitado una oleada de extinción de especies que está haciendo estragos en diversas poblaciones de criaturas con las que compartimos la Tierra. Estas transformaciones han llevado a los geólogos a proponer que rebauticemos la era actual como el Antropoceno: la época de los humanos.
El mundo biológico también está experimentando cambios profundos inducidos por los seres humanos. Durante miles de millones de años la vida discurrió de acuerdo con la teoría de la evolución de Darwin: los organismos se desarrollaban mediante variaciones genéticas aleatorias, algunas de las cuales confirieron ventajas para la supervivencia, competencia y reproducción. Hasta ahora, nuestra especie también ha sido formada de este modo; de hecho, hasta hace poco hemos estado fundamentalmente a su merced. Cuando surgió la agricultura, hace diez mil años, los humanos comenzaron a influir en la evolución a través del cultivo selectivo de plantas y animales, pero el material de partida –las mutaciones aleatorias del ADN que constituyen las variaciones genéticas disponibles– seguía generándose espontáneamente y al azar. Como resultado, los esfuerzos de nuestra especie por transformar la naturaleza estaban ralentizándose y obteniendo un éxito limitado.
Hoy las cosas no pueden ser más diferentes. Los científicos han conseguido someter por completo este proceso fundamental al control humano. Usando poderosas herramientas biotecnológicas para hacer pequeños ajustes en el ADN de la célula viva, los científicos pueden modificar racionalmente el código genético que define cualquier especie del planeta, incluida la nuestra. Y con CRISPR-Cas9 (CRISPR para abreviar), la más novedosa y, posiblemente, la más eficiente herramienta de ingeniería genética, el genoma –el contenido completo de ADN de un organismo, que incluye todos sus genes– puede ser tan editable como un simple fragmento de texto.
Con tal de que el código genético de algún rasgo en particular sea conocido, los científicos pueden usar CRISPR para insertar, editar o borrar el gen asociado en virtualmente cualquier genoma de una planta o de un animal vivo. Este proceso es mucho más simple y efectivo que cualquier otra tecnología de manipulación génica existente. Prácticamente de un día para otro, nos hemos encontrado en la cúspide de una nueva era de ingeniería genética y dominio biológico, una era revolucionaria en la cual las posibilidades solo están limitadas por nuestra imaginación.
El reino animal ha sido el primero y, por ahora, el mayor campo de pruebas para esta nueva herramienta de edición génica. Por ejemplo, los científicos han utilizado CRISPR para generar una versión genéticamente mejorada de los beagles y crear así perros con un físico supermusculado a lo Schwarzenegger, cambiando una sola letra del ADN que controla la formación de los músculos. En otro caso, mediante la inactivación de un gen del genoma del cerdo que responde a la hormona del crecimiento, los investigadores han creado microcerdos, puercos no mucho mayores que un gato grande que pueden venderse como mascotas. Los científicos han hecho algo similar con las cabras Shannbei, editando el genoma del animal con CRISPR de modo que formen más músculo (y, por tanto, produzcan más carne) y pelo más largo (lo que implica más fibras de cachemira). Los genetistas están usando CRISPR incluso para transformar el ADN del elefante asiático en algo que cada vez se parece más al ADN del mamut lanudo, con la esperanza de resucitar algún día a esta bestia extinta.
Mientras tanto, en el mundo vegetal, el uso de CRISPR se ha expandido para editar genomas de cultivos, preparando el terreno a avances en agricultura que podrían mejorar drásticamente la dieta de la gente y reforzar la seguridad de la alimentación mundial. La edición génica ha generado arroz resistente a las plagas, tomates que maduran más lentamente, granos de soja con un contenido más saludable de grasa insaturada y patatas con menores niveles de una potente neurotoxina. Los investigadores en alimentación no están consiguiendo estas mejoras con técnicas transgénicas –introduciendo ADN de una especie en el genoma de otra–, sino refinando las mejoras genéticas que implican cambios de unas pocas letras en el ADN del propio organismo.
Mientras que las aplicaciones a la flora y la fauna del planeta son apasionantes, es el impacto de la edición génica en nuestra propia especie lo que resulta a la vez más prometedor y, posiblemente, el mayor peligro para el futuro de la humanidad.
Paradójicamente, algunos de los beneficios para la salud humana probablemente llegarán con la aplicación de CRISPR en animales vertebrados o incluso insectos. Experimentos recientes de CRISPR han servido para “humanizar” el ADN de los cerdos, dando esperanzas de que algún día estos animales puedan ser usados como donantes de órganos para los seres humanos. CRISPR también se ha introducido en el genoma de nuevas cepas de mosquitos como parte de un plan para insertar rápidamente nuevos rasgos en las poblaciones de mosquitos silvestres. Con el tiempo, los científicos esperan erradicar las enfermedades transmitidas por mosquitos, como la malaria o el zika, o incluso eliminar a los mosquitos portadores de enfermedades.
Para tratar muchas enfermedades, CRISPR ofrece el potencial de editar y reparar directamente genes mutados en pacientes humanos. Hasta ahora solo hemos podido entrever sus capacidades, pero lo que hemos visto en pocos años es extraordinario. En células humanas cultivadas en el laboratorio, esta nueva tecnología de edición génica se usó para corregir, entre otros muchos trastornos, las mutaciones responsables de la fibrosis quística, la anemia falciforme, algunas formas de ceguera y la inmunodeficiencia combinada severa. CRISPR permite a los científicos lograr estas proezas localizando y arreglando una única letra incorrecta del ADN entre los 3,200 millones de letras que componen el genoma humano, pero puede utilizarse para hacer modificaciones aún más complejas. Los investigadores han corregido los errores del ADN que causan la distrofia muscular de Duchenne recortando exclusivamente la región dañada del gen mutado y dejando el resto intacto. En el caso de la hemofilia A, los investigadores han utilizado CRISPR para reorganizar con precisión el más de medio millón de letras de ADN que están invertidas en los genomas de los pacientes afectados. CRISPR puede llegar incluso a ser utilizado para tratar el VIH/SIDA, ya sea eliminando el ADN vírico de las células infectadas del paciente o editando el ADN del paciente para que las células puedan evitar la infección completamente.
La larga lista de posibles usos terapéuticos de la edición génica continúa. Debido a que CRISPR permite la edición precisa y relativamente sencilla del ADN, ha transformado todas las enfermedades genéticas –al menos todas las enfermedades para las que conocemos la mutación (o mutaciones) subyacente– en una diana potencialmente tratable. Los médicos ya han comenzado a tratar algunos cánceres con células inmunes potenciadas cuyos genomas se han reforzado con genes editados que les ayudan a cazar células cancerosas. Aunque todavía nos queda mucho camino por recorrer antes de que las terapias basadas en CRISPR sean de uso común en pacientes humanos, su potencial está claro. La edición génica ofrece tratamientos que pueden mejorar la vida e, incluso, curas que salvarán vidas.
Pero existen otras implicaciones profundas para la tecnología CRISPR: no solo puede usarse para tratar enfermedades en los seres humanos vivientes, sino también para prevenirlas en los futuros seres humanos. La tecnología CRISPR es tan sencilla y eficiente que los científicos podrían explotarla para modificar la línea germinal humana –la corriente de información genética que conecta a una generación con la siguiente–. Y, no tengan duda, esta tecnología será utilizada –algún día, en algún lugar– para cambiar el genoma de nuestra propia especie de modo que sea heredable, cambiando para siempre la composición genética de la humanidad.
Asumiendo que la edición génica en humanos demuestre ser segura y efectiva, parecería lógico, incluso preferible, corregir las mutaciones causantes de enfermedades al comienzo de la vida, antes de que los genes dañinos empiecen a causar estragos. Sin embargo, una vez que sea posible modificar los genes mutados de un embrión a su forma “normal”, surgirá sin duda la tentación de mejorar genes normales con versiones supuestamente superiores. ¿Deberíamos comenzar a editar genes en niños que aún no han nacido para disminuir el riesgo de que en algún momento de su vida padezcan enfermedades cardiacas, alzhéimer, diabetes o cáncer? ¿Y si dotáramos a los niños que vayan a nacer de caracteres beneficiosos como mayor fuerza y mejores capacidades cognitivas o cambiáramos características físicas como el color de los ojos o del pelo? La búsqueda de la perfección parece casi intrínseca a la naturaleza humana, pero si nos lanzamos por esa escurridiza pendiente puede que no nos guste dónde acabemos.
El problema es este: durante los aproximadamente cien mil años de existencia del ser humano moderno, el genoma del Homo sapiens ha sido modelado por las fuerzas gemelas de la mutación aleatoria y la selección natural. Ahora poseemos por primera vez la habilidad de editar no solo el ADN de cualquier ser humano viviente, sino también el ADN de las generaciones futuras; en esencia, de dirigir la evolución de nuestra propia especie. Es algo sin precedentes en la historia de la vida en la Tierra. Escapa a nuestra comprensión. Y nos fuerza a enfrentarnos a una pregunta imposible pero esencial: ¿qué decidirá hacer con este extraordinario poder una especie caprichosa, cuyos miembros no pueden ponerse de acuerdo en prácticamente nada?
Controlar la evolución de la especie humana no podía haber estado más lejos de mi pensamiento en 2012, cuando mis colegas y yo publicamos el trabajo de investigación que formó la base de la tecnología de edición génica con CRISPR. Después de todo, nuestro trabajo había estado motivado por la curiosidad acerca de un tema completamente inconexo: la manera que tienen las bacterias de defenderse de una infección viral. Sin embargo, durante el curso de nuestra investigación sobre un sistema inmune bacteriano llamado CRISPR-Cas, descubrimos el funcionamiento de una increíble máquina molecular que puede extraer el ADN viral con exquisita precisión. La utilidad de esta misma máquina para ejecutar manipulaciones del ADN en otros tipos de células, incluidas las humanas, nos quedó inmediatamente clara. Y, a medida que la tecnología fue ampliamente adoptada y avanzó, ya no pude evitar enfrentarme a las numerosas ramificaciones de nuestro trabajo.
Desde el momento en que los científicos emplearon CRISPR en embriones de primates para crear los primeros monos editados genéticamente, ya me estaba preguntando cuánto tardaría algún científico poco ortodoxo en hacer lo mismo en seres humanos. Como bioquímica, nunca había trabajado en modelos animales, tejidos o pacientes humanos; mi zona de confort acababa en los bordes de las placas de Petri y los tubos de ensayo de mi laboratorio. Y, sin embargo, aquí estaba, observando cómo una tecnología que yo había ayudado a crear se estaba usando de formas que podrían transformar radicalmente tanto nuestra especie como el mundo en el que vivimos. ¿Podría incrementar voluntariamente las desigualdades sociales o genéticas o introducir un nuevo movimiento eugenésico? ¿A qué consecuencias tendríamos que enfrentarnos?
Estaba tentada de dejar esas discusiones a la gente con preparación en bioética y regresar al apasionante mundo de la investigación bioquímica que originariamente me había traído hasta CRISPR. Y, sin embargo, al mismo tiempo, como pionera en el campo, sentía la responsabilidad de ayudar a dirigir el debate sobre cómo podrían, y deberían, ser usadas estas tecnologías. En particular, quería asegurarme de que el debate no solo incluyera a científicos y expertos en bioética, sino también a un amplio grupo de partes interesadas, entre ellas sociólogos, políticos, líderes religiosos y ciudadanos de a pie. Dado que este desarrollo científico afecta a toda la humanidad, parecía indispensable involucrar al mayor número posible de sectores de la sociedad. Además, creía que el debate debería comenzar de inmediato, antes de que nuevas aplicaciones de esta tecnología frustraran los intentos de ponerle freno.
Por consiguiente, en 2015, mientras dirigía mi laboratorio en Berkeley y viajaba alrededor del mundo para presentar mi investigación en seminarios y conferencias, comencé a dedicar cada vez más tiempo a temas que me eran completamente ajenos. Respondía preguntas de docenas de periodistas acerca de todo, desde los bebés de diseño hasta los híbridos cerdo-humano y la ingeniería génica de seres sobrehumanos. Hablé sobre CRISPR con el gobernador de California, con miembros de la Oficina de Política Científica y Tecnológica de la Casa Blanca, con la CIA y ante el Congreso de Estados Unidos. Organicé la primera reunión para discutir las cuestiones éticas que las tecnologías de edición génica, y especialmente crispr, estaban generando en áreas que abarcan desde la biología reproductiva y la genética humana hasta la agricultura, el medio ambiente y los cuidados sanitarios. Y ayudé a mantener la inercia de esa primera reunión coorganizando una cumbre internacional mucho mayor sobre edición génica humana que aunó a científicos y otros participantes de Estados Unidos, Reino Unido, China y del resto del mundo.
En estos debates hemos vuelto una y otra vez a la pregunta de cómo debe ser ejercido este recién descubierto poder. Aún no hemos encontrado una respuesta. Pero, poco a poco, nos vamos acercando.
La edición génica nos fuerza a solucionar la difícil cuestión de dónde trazar la línea cuando se manipula la genética humana. Algunos ven cualquier forma de manipulación genética como algo atroz, una violación execrable de las sagradas leyes de la naturaleza y la dignidad de la vida. Otros ven el genoma simplemente como un software –algo que podemos arreglar, limpiar, actualizar y mejorar– y argumentan que dejar a los seres humanos a merced de una genética defectuosa no es solo irracional, sino inmoral. Consideraciones como esta han llevado a algunos a solicitar una prohibición absoluta de la edición de los genomas de seres humanos no nacidos, y a otros, a reclamar que los científicos continúen con prudencia pero sin restricciones.
Mi punto de vista sobre este tema todavía está evolucionando, pero me llamó la atención un comentario hecho durante un encuentro que organicé en enero de 2015 para discutir sobre la edición de la línea germinal de embriones humanos. Diecisiete personas, incluyendo el coautor de este libro (y mi antiguo estudiante de tesis), Sam Sternberg, estaban sentadas en torno a una mesa de conferencias en Napa Valley, en California, debatiendo acaloradamente acerca de si –y cuándo– podría permitirse la edición de la línea germinal. De pronto alguien se inclinó hacia el grupo y dijo tranquilamente: “Algún día puede que consideremos poco ético no usar la edición de la línea germinal para aliviar el sufrimiento humano.” Este comentario dio un vuelco a la conversación, y aún me viene a la memoria cuando me reúno con padres o futuros padres que están encarando los devastadores efectos de los trastornos genéticos.
Mientras deliberamos, la investigación en CRISPR continúa. A mediados de 2015, científicos chinos publicaron los resultados de experimentos en los que habían inyectado CRISPR en embriones humanos. Los investigadores habían utilizado embriones descartados por ser inviables, pero su estudio fue, de todos modos, un hito: el primer intento de editar con precisión el ADN de la línea germinal humana.
Existe una alarma justificada acerca de este tipo de experimentos. Y, sin embargo, no podemos pasar por alto las fantásticas oportunidades médicas que la edición génica nos proporciona para ayudar a gente que sufre enfermedades genéticas debilitantes. Imaginen que alguien que acaba de enterarse de que porta la copia mutada del gen htt, que virtualmente garantiza la aparición temprana de la demencia, tuviera acceso a un medicamento basado en crispr que pudiera eliminar las mutaciones en el ADN antes de la aparición de cualquier síntoma. Los tratamientos curativos nunca han parecido tan cercanos, y es esencial que, mientras debatimos sobre la edición de la línea germinal, tomemos precauciones para no poner al público en contra de crispr ni obstruyamos el uso clínico de la edición génica no heredable.
Soy enormemente optimista sobre la promesa que representa la edición génica. El progreso en la investigación sobre CRISPR continúa rápidamente tanto en los laboratorios de instituciones académicas como en las compañías biotecnológicas incipientes, las últimas apoyadas por más de mil millones de dólares de inversores y empresas de capital riesgo. Para estimular el campo, investigadores académicos y grupos sin interés comercial están aportando herramientas baratas relacionadas con crispr a científicos de todo el mundo para que la investigación pueda continuar sin trabas. ~
Fragmento editado del libro Una grieta en la creación (Alianza Editorial), coescrito con Samuel H. Sternberg, disponible ya en librerías.Traducción del inglés de James C.-G. Hombría y María José Sánchez
es bioquímica y catedrática en la Universidad de California, en Berkeley. En 2020 fue galardonada con el Premio Nobel de Química