La crisis que atraviesan las humanidades suele tener como réplica el discurso apologético de sus actores. Defender el carácter insustituible de las humanidades tiene un innegable sentido, pero también es innegable la limitación de todo discurso apologético. La apología va paralela a la decadencia de su objeto. Se reivindica lo que decae. Y, lo que es peor, con esa reivindicación solo es posible atraer a los que forman parte de su ámbito. Solo los ya convencidos aplauden el discurso apologético. Los críticos señalarán las limitaciones económicas, sociales y culturales de ese discurso y, sobre todo, de su objeto. Y es que, en efecto, no solo las disciplinas humanísticas atraen menos público y dinero, menos inversiones, y producen menos, sino que son incapaces de seguir el ímpetu innovador de la gran ciencia. Y, todavía más, son incapaces de explicar las causas de su propio e imparable descrédito.
Parece, pues, más apropiado sustituir el discurso apologético por un discurso autocrítico. Se trata de investigar las causas de la parálisis de las disciplinas humanísticas y, si fuera posible, señalar las medidas que cabría tomar. No es una cuestión nueva. Desde hace más de dos siglos Occidente ha asumido el reto de elevar el nivel de las humanidades a la altura de la gran ciencia. El reto de la Modernidad –la mayoría de edad de la humanidad– es gobernar el mundo. Para gobernarlo precisa entenderlo. Las humanidades deben dejar de ser artes –un fenómeno ornamental y cortesano– y fundarse en un método eficiente y equiparable al de las ciencias de la naturaleza. Sin embargo, ese reto no parece estar ganándose. Los sucesivos fracasos que han conocido los más de dos siglos de tentativas hacen hoy que el escepticismo se adueñe de los actores que tratan de orientar el pensamiento moderno y que la gran mayoría de los que trabajan las disciplinas humanísticas se conformen con un discurso mediocre, banal.
Las dos vías
El siglo xix puso en marcha los primeros intentos serios de dotar de un fundamento científico a las humanidades. Esos intentos abrieron dos caminos opuestos: la vía disciplinar y la vía transversal. La vía disciplinar abrió distintas sendas, nuevas disciplinas, para interpretar la cultura. En principio, una disciplina, la historia, debía ejercer el liderazgo de las humanidades. La historia se fundaba sobre el método histórico-crítico que habían desarrollado los estudios bíblicos. Ese método buscaba la comprobación documentada de hechos y autorías –fuentes–, poniendo en cuestión la memoria legendaria. Y sirvió de modelo para las historias nacionales. Y, tras las historias nacionales –políticas– surgieron las historias literarias y artísticas. El método histórico-crítico trataba de comprender el pasado, estableciendo una cronología precisa y documentando los hechos ciertos y su autoría, desechando las explicaciones basadas en mitos y leyendas. Sin embargo, la documentación no resultaba suficiente para resolver los problemas de la interpretación y pronto aparecieron voces críticas con la insuficiencia de ese método. Además las disciplinas históricas tendieron a resolver los problemas de su insuficiencia buscando sus propias metodologías y afirmando su autonomía, una orientación fatal. A la larga esa senda ha conducido al descrédito de las disciplinas. Y, con ellas, al descrédito del método que se ha llamado positivista y que pretendía trasladar al ámbito humanístico el empirismo de las ciencias experimentales.
Ese descrédito impulsó una reforma de la vía disciplinar: el antipositivismo. El antipositivismo se funda en la idea de que el método de las disciplinas experimentales no puede servir para las disciplinas humanísticas, las disciplinas del espíritu. Lo que sirve para la naturaleza no sirve para la cultura. Lo que parecía un paso adelante fue, en realidad, un paso atrás. El positivismo se fundaba en la idea del realismo. Schelling lo había explicado. La realidad está compuesta por objetos materiales e ideas. Los antipositivistas suponen que las ideas y los acontecimientos que inspiran no se comportan como las cosas –los entes materiales– porque la cultura no es naturaleza. La primera consecuencia de este replanteamiento es la pérdida del liderazgo de la historia. Disciplinas como la lingüística (Saussure) y la sociología (Max Weber) van a proponer un método nuevo basado en la noción de sistema. El sistema pretende alcanzar la efectividad de la física. Los sociólogos hablaban de la envidia que les producía la física, donde rige el imperio de la lógica matemática, y tratarán de emular ese imperio eliminando las diferencias irrelevantes de los fenómenos culturales. Y, para ello, eliminan el pasado y se centran en la actualidad. Algo similar había sugerido Saussure para la lingüística: superar las diferencias dialectales e históricas para encontrar las leyes profundas del lenguaje, que formarían un sistema. Aunque los promotores del método antipositivista –Wilhelm Dilthey y Ferdinand de Saussure– no estaban dispuestos a renunciar a la historia, sus epígonos fueron más consecuentes y reformaron sus disciplinas a partir de la noción de sistema, excluyendo de hecho la perspectiva histórica. A esta carencia viene a sumarse el hecho de que la masificación de las humanidades –de sus colectivos de profesionales– ha facilitado la convergencia de dos fenómenos en apariencia contrarios: la formación de estados de opinión que se resisten a la innovación y la fragmentación de las disciplinas en núcleos de poder que compiten por imponerse –el corporativismo–. Ambos fenómenos son consecuencia de la pérdida del horizonte de las disciplinas: el reto científico.
La segunda vía al gran reto científico tiene un carácter transversal, opuesto a la particularidad de las disciplinas. Es el materialismo. El siglo xix conoció grandes eventos para el porvenir de esta vía. El decisivo fue la publicación en 1859 de El origen de las especies, de Charles Darwin. Otros fueron la publicación de La democracia en América, de Alexis de Tocqueville, de las obras de Karl Marx y Friedrich Engels e, incluso, del pensamiento de Friedrich Nietzsche. El libro de Darwin es la clave de esta orientación porque establece las bases para concluir el principio contrario del pensamiento antipositivista: que la humanidad es naturaleza. El materialismo es la consecuencia de las tesis de Kant y de Schelling: el pensamiento debe laborar con cosas e ideas, esto es, con conceptos naturales y humanos. El materialismo presenta la continuidad de la historia natural en la historia cultural. Somos naturaleza. La reacción contra este principio fue furibunda.
Como ha escrito Edgar Morin, aceptamos que la humanidad procede de los primates, pero ni un paso más. El siglo XX negó la conexión entre la historia natural y la historia cultural. Esa negación ha alimentado la oposición entre naturaleza y sociedad, una negación que ha ido mucho más allá de la corriente neokantiana –con la que se la relaciona frecuentemente– y del método antipositivista. Incluso ha alcanzado al marxismo. El marxismo académico del siglo XX renegó del pensamiento de Engels, precisamente porque vincula la naturaleza a la dialéctica (Anti-Dühring, Dialéctica de la naturaleza). En efecto, Engels llevó la influencia darwinista más lejos que su amigo Marx. Concibió la necesidad de establecer ese puente entre la historia natural y la historia cultural, pieza imprescindible para el destino de las humanidades. Este episodio de la corriente marxista debe tomarse como botón de muestra del extravío de las humanidades en el siglo XX.
Claro que hay explicaciones para este extravío. La primera estriba en las limitaciones de las corrientes materialistas modernas. El marxismo presumió y presume de materialismo, pero nunca ha superado el nivel del mecanicismo. El mecanicismo fue un materialismo premoderno. Concibe el universo como un sistema de fuerzas, pero no puede comprender los fenómenos de la vida y, mucho menos, de la imaginación. Así, las corrientes materialistas han venido tropezando con los fenómenos culturales. Y no digamos con los estéticos. Las correlaciones groseras con el origen social o la ideología de los autores y artistas o con los episodios económicos y políticos han sido la pauta de este materialismo mecanicista.
Pensamiento retórico
La filosofía estaba llamada a asumir el papel de guía para afrontar el reto de las humanidades. Pero no ha sido así. La filosofía es la disciplina que más se resiste a enfrentarse a este reto, pese a que quienes lo intuyeron fueron los filósofos alemanes en torno a 1800. Su tarea no ha tenido apenas continuidad. Las nuevas disciplinas –historia, lingüística, sociología, psicología…– asumieron un protagonismo que no les correspondía y al que no podían aspirar. El resultado ha sido la aparición de un espacio que han ocupado corrientes metodológicas, por mejor nombre pseudofilosofías: el marxismo, el existencialismo, el estructuralismo, el psicologismo, el cognitivismo… Estos métodos no alcanzan a comprender el fundamento del problema ni el conjunto de las humanidades. Se limitan a priorizar una sección de las disciplinas y tratan de comprenderlas según sus limitaciones.
Cabe hacerse dos preguntas. La primera es por qué se produce este impasse. Y quizá la explicación sea el peso del pasado. La retórica fue el fundamento del pensamiento de las humanidades anterior a la era moderna. El pensamiento retórico no es solo el pensamiento de la oratoria ni el de la poética. Es el modo de pensamiento hegemónico de la etapa histórica premoderna. Se trata de un modo de pensamiento muy flexible. Lo mismo sirvió en la Antigüedad para expresar el relativismo –ante el pensamiento tradicional–, que en la Edad Media y la Primera Modernidad para expresar el dogmatismo. Y, en la era moderna, funciona como vehículo de expresión del individualismo de más corto alcance. Se adapta muy bien a las disciplinas, que no pueden crecer sin la retórica (como apuntó Hayden White). En el dominio de las artes no pasa de contemplar las categorías específicas de cada arte, las categorías compositivas. Y en el dominio del pensamiento se conforma con categorías de escuela, las pseudofilosofías. No requiere un gran alarde investigador. Está al alcance de cualquiera. Y la masificación de las disciplinas modernas –por la generalización de la alta educación y de la alta cultura– le proporciona el espacio más propicio para su hegemonía, que en los dos primeros siglos modernos ha resultado absoluta. Quizá la disciplina que mejor ha exprimido las posibilidades que ofrece el pensamiento retórico sea la teología. Es muy flexible y transversal precisamente porque es ajena a la gran evolución de la humanidad. Es un pensamiento para el periodo de minoría de edad de la humanidad, la etapa en que la humanidad se somete y subordina al imperio del reino celestial y desconoce su evolución.
En su gran capacidad expansiva, la retórica ha explotado las dos vertientes de las humanidades modernas. A la vertiente histórica le ofrecía el medio idóneo para rellenar el espacio que dejaban la documentación y la cronología, esto es, le permitía establecer el sentido de la investigación. Normalmente ese sentido tenía un orientación nacionalista e individualista, incluso antifemenina. En el caso de la vertiente teórica, antipositivista, la dotaba de una apariencia neutra y justificaba la abstracción y su intrascendencia.
La segunda pregunta es qué pasos debe dar la filosofía para reconducir la deriva de este reto. Quizá quien más ha aportado en esta dirección haya sido Edgar Morin con su “paradigma perdido”. Ese paradigma debe afrontar varias tareas. Enumero las principales.
La historia debe desarrollar su dimensión conceptual. Los conceptos no pueden ser meras abstracciones sino las conclusiones que se derivan del proceso de la gran evolución de la vida y, en concreto, de la cultura sapiens. La cultura sapiens ha conocido etapas: la etapa improductiva –meros consumidores– y la etapa productiva (desde la aparición de la agricultura hasta la era moderna). Y dentro de la etapa productiva, una primera fase en la que solo se conoce la cultura oral y una segunda en la que la cultura escrita compite con la oralidad y establece una relación de superioridad respecto a ella.
La teoría y el análisis deben superar la fase retórica –ahistórica– y deben someterse al imperio de la historia conceptual. La autonomía de las disciplinas tiene que dejar paso a unos saberes y un método transversal, integrador.
El régimen de las disciplinas es un obstáculo para la historia conceptual. La historia conceptual debe desplegarse como una filosofía de la historia y de la imaginación (la cultura). La fragmentación y dispersión del conocimiento es un síntoma del fracaso ante el reto moderno.
Se trata, pues, de reformular el materialismo. Denunciar el mecanicismo conlleva comprender desde el materialismo el mundo de las ideas y del simbolismo estético, el mundo de la imaginación, metas inalcanzables para el materialismo vulgar.
Algunos pasos se han dado en las últimas décadas en esta dirección. El más llamativo quizá sea la aparición de una serie de grandes éxitos bibliográficos a escala mundial: los de Bryson, Attali, Harari, Rifkin…, que se caracterizan por plantear el problema a escala de la gran evolución de la cultura sapiens, aun con limitaciones. Otro aspecto es el interés que viene despertando la investigación sobre las otras humanidades, en especial, la neandertal. Este fenómeno es la otra cara de la perspectiva global de la cultura sapiens. Una tercera dimensión consiste en la aparición de la Gran Historia (Big History), que, también a pesar de sus limitaciones, pone el foco en la continuidad entre la historia natural y la historia cultural. Estos tres pasos parecen anunciar la aparición de lo que en la terminología de la Gran Historia se denomina goldilocks, esto es, las condiciones para que se pueda dar un cambio, un giro en la dinámica de los fenómenos naturales y culturales.
Otros pasos –y quizá más productivos– han tenido menos impacto, por el momento. Me voy a referir a dos bien próximos: las obras de Jesús Mosterín (1941-2017) y Nicolás Ramiro Rico (1910-1977). Mosterín es autor de un esfuerzo enciclopédico. Había comprendido la necesidad de hacer una filosofía de la cultura y de conectar la historia natural con la historia cultural. De su magna obra destacan las monografías que dedicó a las culturas china, hindú, judía, griega y latina. Mosterín fue un gigante de la filosofía de la historia. Ramiro Rico es un ejemplo contrario: casi un ágrafo. Su obra se recoge en una pequeña monografía póstuma que compilaron sus amigos Francisco Murillo y Luis Díez del Corral, El animal ladino, en 1980. Es un autor hoy olvidado. Prensas de la Universidad de Zaragoza la ha rescatado del olvido. Ramiro Rico es el mejor pensador español del siglo XX. Partiendo de la filosofía del derecho del trabajo –y de la obra de Marx– denuncia las limitaciones del materialismo mecanicista y esboza lo que puede ser el materialismo de lo simbólico. Se puede sintetizar su propuesta con la fórmula “del pan nutricio al pan simbólico”.
Ni Mosterín ni, mucho menos, Ramiro Rico habitaron en un mundo receptivo a la trascendencia de su pensamiento. Quizá el siglo XXI ofrezca otras oportunidades a la recuperación de la vía transversal de las humanidades y afronte decididamente su reto. La descomposición actual de las disciplinas humanísticas permite albergar esperanzas en que así sea. ~
Luis Beltrán Almería es catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad de Zaragoza. En 2021 publicó 'Estética de la novela' (Cátedra).