Cynthia Ozick (Nueva York, 1928) es una de las grandes escritoras estadounidenses. Ha publicado novelas como Los últimos testigos, Los papeles de Puttermesser o Antiquities, que sale en inglés este año, y relatos como “Usurpación” o “Envidia” (recogidos en sus Cuentos reunidos): con humor y humanidad, perspicacia y una elevada conciencia de estilo, ha escrito sobre la ambición y las rencillas literarias, ha retratado la vida de los judíos en Estados Unidos, ha reflexionado sobre la memoria del Holocausto. Es una crítica literaria y cultural brillante, como muestran las piezas reunidas en Metáfora y memoria y Críticos, monstruos, fanáticos y otros ensayos literarios (Mardulce), donde escribe sobre la función de la crítica y el mundo de las revistas, sobre el destino de la lengua hebrea en Estados Unidos, sobre Kafka y Henry James, sobre Auden, Trilling y Susan Sontag. Esta entrevista se hizo por correo electrónico.
Tanto en Críticos, monstruos, fanáticos… como en Metáfora y memoria escribe sobre cómo se ha debilitado la imaginación. Muchos libros se consideran importantes a causa de su “tema”, su vinculación con las noticias o asuntos de moda. ¿Dónde ve eso, y cuáles son sus consecuencias?
Esas exploraciones están estrechamente relacionadas, pero son distintas en sus características individuales. Los ecosistemas culturales –la disposición de cada era sucesiva, la Ilustración, el modernismo (ahora ya marchito)– influyen en los mecanismos de la crítica. Son realmente “movimientos”. El siglo XVIII tuvo un sabor propio, y lo mismo se puede decir del XIX y el XX, con sus distintas agrupaciones de tono y temperamento: la clásica, la romántica, la moderna: Pope, Keats, Eliot. La imaginación es un camaleón que sigue la moda y asume la coloración de su tiempo.
Pero esas alteraciones apenas debilitan la imaginación: la revigorizan, la renuevan, separan el grano de la paja. Cuando observamos el momento en que vivimos, parece que casi todo es paja. Lo banalizante digital aleja la reflexión seria, los presentadores de televisión son comentaristas que forman opiniones, la política estalla en melodrama, los hombres y mujeres noticiosos son “personalidades”, las noticias se dividen en el bien y el mal, y finalmente la venganza lo es todo. Aun así, de un detrito como ese se hizo la religión. De eso nacieron Jacob y Esaú, Chaucer, Cervantes, Yago, Hawthorne, Huckleberry Finn y Augie March. ¡No desesperemos!
En Metáfora y memoria escribe que la metáfora es lo que nos permite entender el corazón de los desconocidos, la describe como una fuerza que universaliza. También ha criticado el multiculturalismo en la literatura como “un sistema de clasificación etnológica diseñado para reducir la cultura literaria a rivalidades de grupo”. Me preguntaba si esas dos ideas están de algún modo relacionadas (o pueden estarlo).
No están relacionadas, ni deberían. De hecho, son enemigas radicales. La metáfora exige reciprocidad. No basta con que yo vea en tu corazón; por tu parte tú debes luchar para ver en el mío. En su primera forma, el multiculturalismo buscaba abrazar lo que se ha omitido, dejado de lado, descuidado, lo poco familiar, insuficientemente comprendido, desdeñado como extraño. Todo eso se abandonó hace tiempo. Desde entonces el multiculturalismo ha engendrado la teoría crítica de la raza, la interseccionalidad y la noción de apropiación ilícita. A una escritora de ficción que se imagina de forma empática como, digamos, un isleño del mar del Sur se le acusa de usurpar la historia y cultura de esa persona, de robar alma y espíritu. Todos esos feos movimientos declaran quién está dentro y quién está, de forma irrecuperable, fuera. Es un sistema basado en el desprecio.
Hay numerosas fuentes para esas tendencias sociales. Una influencia importante es Orientalismo, de Edward Said, que ha barrido prácticamente todas las ramas de la academia y más allá, enfangando una gran disciplina humanista y erudita: la búsqueda occidental del estudio de las lenguas, filosofías y civilizaciones de Oriente. La expansión del conocimiento se condena como imperialismo y colonialismo, como si uno fuera la causa directa del otro; como si el entusiasmo de Vasco de Gama por saber lo que había detrás del horizonte pudiera ser un crimen en sí.
Escribe sobre Saul Bellow. Dice que muchos escritores caen en el olvido, o no sabemos cómo situarlos, pero seguimos admirando a Bellow. ¿Por qué cree que ocurre? ¿Por qué su obra es importante para usted?
Bueno, hay escritores que sabemos cómo situar. Eso conduce a un desafío binario: ¿aguanta la obra en cuestión, después de unos cincuenta años o así, como literatura o solo como documento social de su época? Pueden suceder las dos cosas a la vez: Las uvas de la ira de Steinbeck, por ejemplo. Pero en general la llamada novela proletaria de los años treinta no ha sobrevivido de otro modo que como registro de una sensibilidad de la Depresión: un hito útil en sí, pero solo para los historiadores sociales. Lo mismo puede decirse de las celebridades de los años sesenta: Jack Kerouac, por ejemplo, o William Burroughs o Allen Ginsberg, que son encarnaciones de la generación beat. Sin duda, han dejado una marca en la cultura como figuras insignes. Pero solo como figuras insignes.
Bellow no es el documento de nadie; es una fuerza literaria. No solo introdujo ritmos nuevos e inimitables en el lenguaje estadounidense; sus temas abarcan todas las facetas de la experiencia humana. Puede ser el escritor más inteligente (es decir, el más intelectual) del siglo XX, aunque no pesadamente, no desprovisto de un elemento lúdico, à la Thomas Mann. Es un autor de ingenio, un satirista, un moralista, un espíritu inventivo. Es un escritor de ideas y al mismo tiempo un escritor de la carne y de sus furias. También es el más duradero.
Ha escrito a menudo sobre Estados Unidos, y sobre judíos que viven en ciudades estadounidenses. Al mismo tiempo, Europa está muy presente en su obra: en su ficción, y también en sus ensayos sobre Kafka.
Es inevitable que Europa, ese matadero recurrente, esté “muy presente” en las vidas de todo individuo sintiente, quizá especialmente en escritores judíos, cuyo destino se desarrolló en el siglo XX, el siglo de Hitler y Stalin y sus cómplices en Oriente y Occidente. En cuanto a Kafka, raro es el crítico meticuloso que considera pertinente señalar que sus tres hermanas fueron destruidas por los alemanes, cuyo idioma era el de Kafka.
Ha escrito sobre el Holocausto, a veces de forma directa, a veces de manera más elíptica. Los últimos ensayos de Críticos, monstruos, fanáticos… tratan de otros libros que hablaban del tema. ¿Cómo decidió que debía escribir del asunto, y cuáles son los peligros y dificultades de hacerlo?
No lo “decidí”. Siempre estuvo frente a mí, mezclado con el aire que respiraba. Las dificultades y los peligros que menciona son, a medida que interviene la distancia del tiempo, más tensos y persistentes que nunca. Desde el principio, nuestra creciente comprensión de lo que ocurrió (las abducciones, los centros de detención, el hambre y sufrimiento masivos, las chimeneas, los fusilamientos, las zanjas llenas de cadáveres, las mujeres condenadas y desnudas en el borde, los testimonios, los juicios, las historias, las fotografías horripilantes de todo eso) hace que resulte imposible no ser consciente. Pero, aunque uno sea consciente, puede ser indiferente. Una vez me enseñaron una carta privada de un escritor de reputación internacional que estaba irritado por lo que se hablaba del Holocausto. “No aguanto más el martilleo de esas viejas historias”, escribió. Una declaración de olvido voluntario, adornada con desdén.
Pero incluso el no olvido se vuelve una enemistad. El Holocausto es usurpado, actualizado, modernizado, para acusar a las víctimas de mimetismo: la víctima como perseguidor, opresor, asesino. Eso no requiere elaboración. Está en los titulares de todo el mundo cada día. Se ha convertido en un credo aceptado bajo el título de “de derechos humanos”.
Al final de su ensayo sobre Bernard Malamud dice que todo escritor imaginativo y artista soberano se ve obligado a ser parroquial, provinciano.
No, no obligado desde fuera, es un impulso innato. Pero toda la escritura que cuenta como literatura es “provinciana”. Dejemos que lo explique el poeta Blake: “Ver el mundo en un grano de arena.”
Debes empezar con el lugar donde estás y lo que percibes de manera inmediata, a la sombra de ese viejo y fútil debate entre lo universal y lo particular. El medio de Tolstói en Anna Karenina, por ejemplo, es un fragmento minúsculo, un solo grano, de la sociedad rusa: la nobleza de habla francesa. Pero ¿qué emociones, contingencias, aspiraciones y dolores en esa novela de era zarista dejan de ser las nuestras? En pocas palabras: todo lo humano que parece más distinto y discreto se replica de algún modo. El todo incorpora lo ínfimo.
¿Por qué fue importante para usted Henry James?
Cree, y en sus novelas y cuentos lo lleva a la práctica, que carácter es destino. Al mismo tiempo, cree en la realidad del mal, y en el arte como el mensajero que lo revela. Cree en el poder y lo sagrado del lenguaje; cuando reza para pedir orientación y coraje, reza a Maupassant. Cree en la imaginación como una experiencia en sí. Cree en la trama como una especie de filosofía de la que nace el conocimiento.
Pero coincido con su “fue”. La influencia, escribí una vez (pensando en James), es una perdición. Si tomas demasiado, si le rezas demasiado, te halagará hasta la locura. Quizá James era un dios. Tú no.
¿Cómo se relacionan su trabajo como crítica y su trabajo como escritora de ficción?
Los ensayos, creo, no pueden, como ocurre a veces, verse como una fuente para “explicar” las historias. Los ensayos, después de todo, también son historias. Aunque sus ingredientes son los mismos –la invención libre y el orden del intelecto–, los ensayos tienen más parte de intelecto y las historias más cantidad de imaginación. Los ensayos no son más fiables que la fantasía.
A veces sus novelas y relatos tienen que ver con el mundo literario (o con una pasión por la lengua y la literatura). Pienso por ejemplo en un relato como “Envidia”, en la novela El mesías de Estocolmo o en sus cuentos sobre T. S. Eliot o Conrad. Sus temas son a menudo serios o trágicos, pero hay un elemento lúdico y de mucha elaboración literaria en su estilo.
Lamento con frecuencia que, como señala, mi ficción esté tan centrada en temas literarios. El gran mundo está lleno de millones de esfuerzos humanos –trabajos corrientes, por ejemplo– que no tienen nada que ver con los escritores y sus lujurias literarias. Pero soy demasiado ignorante con respecto a lo que cuenta como Vida Real en un sentido comercial o “normal”: no sé nada de cirujanos, mineros, trabajadores de fábrica, granjeros, gerentes de hotel, enfermeras, gestores de fondos de inversión, políticos o magos de Silicon Valley. Mi terreno es árido, pero espero que mi lenguaje no lo sea. Evito la prosa ligera, veloz y fácil que caracteriza casi toda la escritura contemporánea, y define la diferencia entre un artículo y un ensayo, entre un bestseller y una novela que sintoniza con los recursos del lenguaje. Me impacienta la impaciencia. Una verdadera novela empieza con el lenguaje y su ingenio, del que nacen la pasión y el conocimiento.
Por supuesto, ¡solo digo todas estas frases pretenciosas en el espíritu de “Si los deseos fueran caballos”…! Y, además, ¿no era Dickens un bestseller? ¿Acaso no llenó T. S. Eliot un estadio de fútbol? ~
Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).