Las palabras con las que pensamos

Es un malentendido, un exceso de confianza, el de la tecnología al proponerse minar los muros del lenguaje, que más bien hay que aprender a trepar.
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¿Cómo se dice “víctima” en tu lengua nativa?, le preguntaron a Valentina Rosendo Cantú, indígena Me'phaa, tiempo después de que la Corte Interamericana de Derechos Humanos juzgó culpable al Estado mexicano en 2010, porque militares la violaron. Valentina respondió que en su lengua no existe esa palabra. Lo más cercano, dijo, es mboonagiinoo /bónaguino/, que significa “una mujer que nació del fuego en busca de justicia”. Una definición no en torno a la victimización, sino al empoderamiento.

Si resulta, como pronostica Alec Ross, autor de Las industrias del futuro, que en unos diez años estaremos insertando una cosita redonda, un chicharito, una chingaderita de plástico o metal en una de nuestras orejas, que va a susurrarnos una traducción a nuestra lengua nativa de lo que nos estén diciendo en otros idiomas, a la velocidad del sonido, y recreando, incluso, la voz de quien hable; podemos plantearnos tener parejas que no hablen español, habitar países sin aprender el idioma local, que nuestros hijos asistan a las escuelas ahí y nosotros tomemos clases impartidas en mandarín, o, por añadidura, en cualquiera de las trescientas lenguas de Indonesia, trabajemos en una empresa alemana, hagamos negocios con chinos o japoneses.

Según Ross, “cuando uno responda, el mensaje será traducido al idioma del otro, ya sea a través de su propio auricular o amplificado en la bocina de su teléfono, reloj o el dispositivo personal que usemos en 2025”.Podríamos imaginar que, tal vez, la tecnología acorte la brecha de la injusticia, que podremos conversar con los rarámuris, y comprender, más o menos, una narración oral zapoteca. (Aunque, con frecuencia, la tecnología no llega a donde también y mucho se necesita. El internet, por ejemplo, a comunidades que ni siquiera tienen electricidad. Ya lo dijo uno de los padres del cyberpunk, William Gibson: “El futuro ya está aquí, pero está mal distribuido”.)

¿El dispositivo traductor será capaz de procesar “sutilezas” del lenguaje como las palabras que no tienen un equivalente en otros idiomas? ¿Podrá distinguir la variedad de registros sonoros de las lenguas tonales, o todas las palabras (sus contracciones y modificaciones), sonidos, significantes y significados que integran el corpus de las 364 variantes lingüísticas en México? ¿Podrá distinguir el argot, los sarcasmos, las metáforas o las connotaciones diferentes para un mismo vocablo, las palabras que más que nombrar presentan un concepto, que tal vez no existe en el idioma de la contraparte, como “víctima” en Me'phaa? ¿Podrá hacerlo sin condicionar la comunicación a la “pureza” de la lengua?

En la Universidad Erasmus en Rotterdam, por ejemplo, “los [estudiantes] que tienen el holandés como lengua materna no siempre consiguen –en inglés– los matices de pensamiento y capacidad de abstracción de la suya”. Hay lenguas más denotativas que otras, no es lo mismo el “ahorita” mexicano que el “ahora” español. Hay lenguas más sobrias, otras más personales, cuando el lenguaje habla por uno, cuando el lenguaje nos expone: lo que dicen de nosotros las palabras que elegimos, cómo las entonamos, a qué ritmo y con qué gesticulaciones las acompañamos. El lenguaje no es nomás ejecutar una lengua. Es parte de, digamos, una puesta en escena. El lenguaje hace un recorrido en silencio por las ideas y el sentido respecto al mundo. Tiene un trayecto secreto que nos permite sospechar cómo es que los demás entienden, sospechar, por experiencia propia, cómo es que los demás piensan. El lenguaje es un sistema creador de procesos.

Es un malentendido, un exceso de confianza, el de la tecnología al proponerse minar los muros del lenguaje, que más bien hay que aprender a trepar.

La tecnología estará pensando en negociaciones financieras con una decena de empresarios que hablan cada uno un idioma diferente, pero ojalá también sirva para negociaciones de paz entre las mineras extranjeras que explotan recursos naturales en comunidades indígenas, como ahora en la Montaña de Guerrero; si la tecnología no ambiciona en un contrasentido a la riqueza de los idiomas, y pensamos en las posibilidades, en los fines prácticos, si sirve para preservar las lenguas de la ferocidad de “la globalización”,  bienvenida sea la chingaderita esa. 

 

 

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