Escuchar con los ojos a las muertas

Huesos en el desierto

Sergio González Rodríguez

Anagrama

Barcelona, 2002, 344 p.

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Contra delito, exculpación

La misoginia jactanciosa y violenta ha sido el más perdurable de los regímenes feudales. La violencia aísla, deshumaniza, frena el desarrollo civilizatorio, le pone sitio militar a las libertades, mutila física y anímicamente, eleva el temor a las alturas de lo inexpugnable, es en síntesis la distopía perfecta. El peso del patriarcado y las resignaciones aledañas igualan la violencia ejercida sobre un género con la negación de la democracia, y desde los gobiernos y las leyes y los criterios sociales no reconocerlo o admitirlo ambiguamente es señal inequívoca del atraso.

El límite de las libertades femeninas y, para el caso, masculinas, aunque con énfasis y proyección muy distintos, es el monopolio ilegal de la violencia. Así, la violación, ese jus prima nocte del machismo, se ha considerado “natural” por “el razonamiento” adjunto al derecho de pernada. “En el fondo, lo que estas tipas quieren es ser violadas” ha sido hasta fechas muy recientes el dogma entrañable de agentes del Ministerio Público, policías y jueces que responsabilizan a las mujeres de los delitos en su contra, tal y como lo hizo en el año 2000 el cardenal de Guadalajara Juan Sandoval Íñiguez, al culpabilizar de las violaciones a las que, en su opinión, salen a la calle con ropa provocadora y movimientos sensuales. Sólo le faltó decir: “Si no quieren que les pase nada, salgan sin cuerpo.”

Año con año, persisten las cifras mundiales de la violencia intrafamiliar, y no cesan tampoco los atentados contra las mujeres a las que se golpea, tortura, mutila, estrangula, acuchilla, asfixia o destaza en cuartos de hotel, callejones y lotes baldíos. Este legado del horror recorre el siglo XX y, sin embargo, no preparó en México el terreno para la explosión homicida más terrible que se ha conocido, la desatada en Ciudad Juárez desde 1993 contra mujeres jóvenes.
     

Reparto de Huesos en el desierto

— En el período 1993-2002 se victima a cien mujeres en Ciudad Juárez con garantía de total impunidad para los culpables. Otros doscientos asesinatos de mujeres se aclaran.

— Hay una lista de seiscientas desaparecidas.

— Los procesos judiciales desvencijados y tramposos se multiplican con responsables de uno o dos asesinatos a los que se les quiere adjudicar la totalidad.

— Los gobernadores de Chihuahua se muestran “ajenos al conflicto” (porque un gobernante sólo tiene tiempo para inauguraciones y viajes a la capital), y se concentran en la emisión de lugares comunes sobre la justicia, “Procederemos hsuc (Hasta Sus Últimas Consecuencias)”.

— Los procuradores de justicia de Chihuahua se indignan (ritualmente) con los medios informativos porque “deforman las noticias y no dan a conocer los avances en la investigación”, y obstaculizan las investigaciones rigurosas (casi ninguna).

— La fiscalía especial del fenómeno criminal se distingue por moralizar a las muertas y desaparecidas.

— No escasean los personajes singulares como el egipcio acusado de varios asesinatos, empecinado en proclamar su inocencia y desvencijado mentalmente por los años de cárcel.

— Las madres y las hermanas de las muertas insisten en su exigencia de justicia, no obstante las amenazas y los malos tratos de las autoridades.

— Los jefes policiacos encargados de las investigaciones resultan socios frecuentes del narco.

— La ciudad interviene como cementerio al aire libre y campo de batalla donde se dirimen los pleitos entre las organizaciones del narcotráfico.

— Las Organizaciones No Gubernamentales dedicadas al asunto, y los grupos feministas que las acompañan, no cejan en sus propósitos no obstante la escasez de recursos.

— Hay escritores, reporteros y videoastas obstinados en trabajos panorámicos. Ejemplos: la documentalista Lourdes Portillo y Sergio González Rodríguez.

Si no hay resistencia no hay castigo

El trabajo de Sergio González Rodríguez, Huesos en el desierto, es un acercamiento inteligente y valeroso al fenómeno. Muy bien estructurado, es un análisis a fondo de los vínculos entre el poder judicial y el delito, es un viaje por las devastaciones de la aplicación de la justicia, es el trazo de una pesadilla inacabable. En última instancia, el examen de estos crímenes se desenvuelve entre dos polos, lo impune y lo inerme. Y la impunidad, esa garantía de no ser castigado, que es el mayor estímulo racional del delito, desafía el ya poderoso agravio nacional y en buena medida internacional.

Lo digo con rapidez: en este caso, no han fracasado las administraciones panistas o priistas, y esto es así porque nada han intentado con seriedad. Su estrategia no varía: investigaciones torpísimas, ocultamiento y destrucción de pruebas, regaños moralistas a los cadáveres (“se la buscaron”), exhibición triunfalista (por lo común falsa) de casos resueltos, fabricación regular de culpables totales. Convencidos de su técnica —que el olvido redima los expedientes—, las autoridades ansían el tono bíblico, donde la paga del pecado (el ligue, la condición femenina) es la muerte, y quien no se conforme con la explicación oficial se atiene a las consecuencias o se consume en la frustración.

¿Cuál es el fondo de las muertes de Ciudad Juárez? ¿Se trata de un grupo o de una epidemia de serial killers? ¿Se contagia el afán de exterminio? González Rodríguez opta por la austeridad adjetival y el relato llano, y, al combinar la información muy vasta con interpretaciones sobrias, logra que las sensaciones indignadas y dolidas del lector eliminen el sensacionalismo. Sorprenden las deficiencias de los policías y de las fiscalías especiales, perturba el miedo entre las trabajadoras de la maquila, las otras jóvenes de la ciudad y sus familias. Como a trasluz, aparecen el pánico, la cancelación de la libertad de movimientos de una comunidad, y el ritmo de las tradiciones del abuso físico, la posesión de armas y la misoginia criminal.

¿Por qué ha sido tan lenta y tan tristemente insuficiente la acción de los gobiernos y de la sociedad entera en el caso de los asesinatos de Ciudad Juárez? Al respecto, expongo mis hipótesis, persuadido de lo evidente: esta cacería de jóvenes indefensas es un Acteal por acumulación.

El sustento de los crímenes


a) Las condiciones urbanas. Si, como señala el investigador Alfredo Limas Hernández, la industria maquiladora “maquila” toda Ciudad Juárez, auténtica reserva y maquila del parque humano, también, la inseguridad se agrava por la propiedad privada del espacio público, y por la ausencia de vigilancia en ese laberinto de lotes baldíos, polvo, calles mal o nulamente iluminadas, carencia de transporte público eficiente, cabarets, bares y hoteles de paso que perjudican el buen nombre de la pobreza. Allí se distribuyen de antemano las escenografías del crimen.

b) La condición fronteriza de Ciudad Juárez impregna el imaginario colectivo con imágenes selladas por la ausencia de la ley. A lo largo del siglo XX, y esto es obvio, en la Frontera Norte los delitos ocurren en mucho menor escala que en la ciudad de México, pero el prejuicio —la Frontera es tierra sin ley— acrecienta la inseguridad. Con y sin bases, y crucen o no la frontera, se cree en la existencia de comunidades siempre provisionales, y la mentalidad fílmica y televisiva convierte las zonas fronterizas en emporios, si ya no del mal, sí del fatalismo delincuencial. Esta fantasía primaria, en sí misma deleznable, complementa las opresiones misóginas.

c) No es posible precisar con exactitud el papel del narcotráfico y de los narcos en esta tragedia colectiva, pero además de las acciones específicas de narcos, en el proceso influye sin medida el hecho que el narcotráfico impulsa: el escasísimo valor concedido a la vida humana. Es fácil morir de muerte violenta, y es aún más fácil matar, y el culto a las armas y la tecnología armamentista va de la liquidación de las especies (la estupidez salvaje de la cacería) a la conversión de las personas en objetivos del tiro al blanco. Y son muchísimos los impregnados por las tácticas del narcotráfico. Éstas serían las premisas: “Si me han de matar mañana, mato a muchos de una vez. / Si tengo las armas, debo usarlas.” El despliegue armamentístico, la celeridad con que se consiguen revólveres o cuernos de chivo o lo que haga falta, desemboca en la obligación de asesinar. Ya existía, y nutridamente, la tradición de barbarie; faltaba la renovación tecnológica.

d) Las abstracciones tienden a banalizar los delitos. Un muerto puede ser un acontecimiento tremendo, pero los centenares de víctimas femeninas afantasman la matanza en la perspectiva de las autoridades federales (las autoridades locales y regionales, como explica bien González Rodríguez, obedecen a otra lógica). Ya se sabe: las estadísticas de la sociedad de masas tienden a disolver la magnitud de cualquier suceso. Seis mil millones de habitantes del planeta lo minimizan todo. No es, como insisten tan farisaicamente los tradicionalistas, la relativización de los valores a cargo de la educación laica que, por el contrario, resulta la primera garantía de enfrentamiento a la barbarie. No: el relativismo ético, ya presente en la tradición mexicana tan idealizada y tan desdeñosa de la vida humana, se nutre de las leyes del feudalismo aún operante, del capitalismo salvaje y la demografía. Para captar una tragedia se requiere de la dimensión humana, y por eso, los epitafios de la generalización (“los perredistas asesinados en el sexenio de Salinas / las muertas de Juárez”) disuelven el vínculo de las personas con las tragedias, los seres ultrajados, sus esperanzas, su trayectoria, su familia. Siempre se requiere el acercamiento a las víctimas.

e) Hasta cierto momento, los Medios sitúan los crímenes en la nota roja y no, como corresponde, en la primera plana, y al hacerlo subrayan la culpabilidad de las víctimas, ya incapaces de un alegato rectificador y con cierta frecuencia candidatas a la fosa común. A esto se opone la denuncia constante de las ONG y de videoastas, escritores y reporteros aislados.

f) Para González Rodríguez, la clave de la “incompetencia” es la alianza entre los gobernantes, los inquilinos del poder judicial, las policías y los empresarios y los terratenientes de Ciudad Juárez y El Paso, Texas. Esta alianza (no tan) en las sombras se inicia con el despojo de tierras comunales, con los fraudes sin castigo y con las técnicas de intimidación y compra del narcotráfico, que exhiben la disponibilidad de jueces, jefes policiacos (de distintos niveles), agentes del Ministerio Público, muy altos funcionarios, empresarios, comerciantes, militares, clérigos. El destino ineluctable de los narcos incluye la cárcel o la muerte luego de torturas atroces, pero esto no los disuade porque cada uno se considera la excepción y a cada uno lo ampara el poder de compra del conjunto. Y al certificarse lo vulnerable del Poder Judicial, la noticia se divulga pródigamente: el delito es una acción tarifada, y el dinero y la red de intereses absuelven por anticipado.

En el caso de las muertas de Juárez, más que la suma de psicopatías individuales se percibe un fenómeno orgánico: la impunidad es una matriz formidable de psicopatías y sociopatías, y un Poder Judicial ansioso de no investigar (por distintas razones, ninguna admisible) precipita la avalancha de los serial killers.

Al sexismo se añade el clasismo. Las desaparecidas y las aparecidas entre malezas son, en elevadísima proporción, trabajadoras de la maquila, de familias de escasos recursos. Apenas figuran en los planes electorales, se les califica de “altamente manipulables”, y si son madres solteras el clero y la derecha las juzgan “pecaminosas”. ¿Cuántas veces, en los regaños clericales y panistas, se les niega el estatus de familia a las formadas por madres solteras o separadas? Por eso, lo de Ciudad Juárez obliga a imprimirle visibilidad y concederle respeto a las mujeres de los ámbitos de la pobreza.

Los crímenes de odio: “La maté porque se lo merecía, y tan se lo merecía que está muerta”

¿Por qué no se han descrito los asesinatos de Ciudad Juárez como “crímenes de odio”, los hate crimes cuyo reconocimiento condujo al presidente Clinton a crear una comisión gubernamental específica, a la luz de los asesinatos homofóbicos del joven Matthew Shepard y la joven Brandon Teena?

Los crímenes de odio se dirigen contra una persona y lo que simboliza, representa y encarna, y son en este sentido acciones de furia contra la especie. Los victimarios no conocen previamente a la víctima y al liquidarla se sienten en posesión de ese poder sin límite: el exterminio del mal (en el vocabulario homicida, el mal es el comportamiento detestado y es la debilidad física y social de la víctima). Los crímenes de odio más conocidos son los enderezados contra los gays, y este agravio histórico cobra cada año en México decenas de víctimas. Pero nada supera en número y en continuidad a los asesinatos de mujeres solas, en especial jóvenes. Se les mata porque no consiguen protegerse, y porque su muerte, que concede el placer del orgasmo y el goce auditivo del estertor, suele pasar inadvertida. (La inmensa mayoría de los crímenes de odio queda sin resolver.)

Los asesinos no sólo se sienten muy superiores a los seres quebradizos incapaces de resistir; también se burlan de las leyes y de la sociedad que tibia o vanamente las enarbola. Los de Ciudad Juárez son, stricto sensu, crímenes de odio, porque los asesinos proceden impulsados por razones desprendidas de ese placer último que es el poder de vida y muerte. Lo más degradado y sórdido del machismo se vierte contra las mujeres cuya culpa principalísima es su condición de víctimas históricas. Así de reiterativo es el procedimiento: se elimina a quienes, a los ojos del asesino, son orgánica, constitutivamente seres desechables. El odio es la construcción social que se abate una y otra vez contra quienes no pueden evitar sus efectos.

“Contra la nada, perdurará el destino”

En cada uno de los asesinatos de mujeres desconocidas por completo horas antes, intervienen la oportunidad y el deseo, pero la raíz de los hechos es la misma: la indefensión de las asesinadas, sus deudos y las organizaciones que demandan justicia. González Rodríguez describe la conjura desde los sótanos y las alturas del poder y examina diversas trayectorias. La conclusión parece inevitable: la serie sangrienta de Ciudad Juárez es asunto de Estado, porque se nutre de la impunidad, el gran baluarte de los gobiernos.

Huesos en el desierto no sólo es un gran reportaje y un acto de valor crítico. Es también uno de los mejores paisajes que conozco del poder sin trabas. Y el final es muy elocuente:

Por lo mismo, recuerda, me dije. Ya eres parte de los muertos y de las muertas. Te inclinas ante ellos y ellas.
     Recuerda, sí. Por ahora, sólo recuerda, aunque en estos tiempos parezca excesivo y hasta impropio recordar. Que otros sepan lo que recuerdas. Y puedan leer lo anotado con tinta roja para entender lo escrito con color negro.
     Tengo una certeza: contra la nada, perdurará el destino. O la memoria. Al fin y al cabo, la vida de cada quien es un desafío misterioso en aquello que nos sobrevivirá.

Una sociedad inmovilizada ante la matanza, que no reconoce como suyas a las mujeres asesinadas en Ciudad Juárez, es también en definitiva la gran víctima propiciatoria. Concentrar la energía judicial, política, social, ética de la nación y sus instituciones en el esclarecimiento de este fenómeno es asunto de justicia y de reconstrucción social. Uno de los grandes apoyos de la violencia es la protesta ocasional, rutinaria, que no espera consecuencias. Esto, como lo demuestra Huesos en el desierto, ya no puede ni debe suceder. ~

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