Los rumbos que sigue el pensamiento son inescrutables. Destacar que un escritor maduro continúa conservando sus ideas de juventud retrata menos a un autor consistente que a un necio que sigue aferrado a sus primeras –y quizás únicas– ideas. Criticar que un escritor haya cambiado es un velado elogio al inmovilismo y a la insensatez. La historia cambia vertiginosamente y el pensamiento debe estar atento para registrar esos cambios. No piensa así Graciela Mochkofsky (“The puzzling, increasingly rightward turn of Mario Vargas Llosa”, The New Yorker, 19 de julio de 2023), para quien el escritor peruano pasó de ser un seguidor progresista de la izquierda radical a un admirador de movimientos de extrema derecha.
Mochkofsky pone de relieve que Mario Vargas Llosa fue una de las figuras más destacadas del boom, movimiento literario, político y mercadotécnico de los años sesenta y setenta. Otros integrantes de ese movimiento fueron Gabriel García Márquez, Carlos Fuentes y Julio Cortázar. García Márquez, amigo cercano de Fidel Castro, fue un defensor acérrimo de la dictadura cubana. A mediados de los años setenta, a la pregunta de Danubio Torres Fierro sobre la existencia de presos políticos en Cuba y la tortura a la que se les sometía, García Márquez respondió: “No son muchos, son como ochocientos. Además, no existe la tortura en Cuba, el nivel de los contrarrevolucionarios es tan bajo y su estructura moral tan frágil, que tan pronto se saben descubiertos prefieren soltar todo lo que saben.” A García Márquez no podría reclamársele que hubiera cambiado de ideas: fue un tenaz defensor de la dictadura hasta sus últimos días. Carlos Fuentes apoyó los primeros diez años de la Revolución cubana. A raíz del caso Padilla le dio la espalda. ¿Lo hizo por su desacuerdo con la represión que Castro ejerció contra los disidentes? No me lo parece ya que en México fue un propagandista de Luis Echeverría, personaje central en las matanzas de estudiantes de 1968 y 1971, un presidente que terminó premiando su fervorosa adhesión con la embajada de México en Francia. El caso más triste es el de Julio Cortázar. De naturaleza apolítica, se transformó en un panegirista de la dictadura de Castro, admiración que luego trasladaría a la Revolución sandinista y a Daniel Ortega, dictador severo que aún detenta el poder en Nicaragua. Cierto, Vargas Llosa cambió sus posiciones tempranas, rompió con la Revolución cubana, también a propósito del escándalo Padilla. Antes ya se habían dado, sin embargo, señales del resquebrajamiento de esa relación. En 1967, al serle otorgado el Premio Rómulo Gallegos, Alejo Carpentier le propuso a Vargas Llosa que donara el monto del premio a la guerrilla del Che Guevara, asegurándole que el gobierno cubano le regresaría ese dinero poco después por debajo del agua. Vargas Llosa se negó a esa simulación. De los cuatro autores comentados, Vargas Llosa fue el único, al romper aparatosamente con la Revolución cubana, que transitó a posiciones liberales, antiautoritarias.
El proceso ideológico de Vargas Llosa, tras su desencanto y ruptura con la dictadura cubana, fue gradual y muy complejo. Pasó primero por un profundo examen de su idea de la revolución, que lo llevaría a un deslinde intelectual con uno de los autores para él más cercanos: Jean-Paul Sartre, y a la revalorización de Albert Camus. En ensayos como “Albert Camus y la moral de los límites”, publicado en la revista Plural en 1975, Vargas Llosa se deslindó del marxismo, abrazó el pluralismo y manifestó un rechazo absoluto del totalitarismo, “definido este como un sistema en el que el ser humano deja de ser fin y se convierte en instrumento”. Pocos años más tarde, en 1979, tras la muerte de su padre, Vargas Llosa escuchó, en un simposio celebrado en Lima, a Friedrich Hayek y Milton Friedman y desde entonces adoptó la casaca liberal (democrático en lo político, ortodoxo en lo económico). De ahí en adelante se plantearía el dilema político entre sociedades abiertas y cerradas, privilegiando a las primeras. Las sociedades cerradas, que suelen poner el acento en la justicia y la igualdad, también suelen clausurar el pluralismo y la libertad. Una sociedad abierta puede ser quizás injusta pero admite la crítica a fin de modificarla. Nada qué ver con la caricaturesca versión que ofrece Graciela Mochkofsky de este proceso: “En 1974, después de casi dos décadas de vivir en París, Londres y Barcelona, Vargas Llosa regresó a Perú y, sorprendiendo a muchos de sus seguidores en el mundo literario, declaró su adhesión al neoliberalismo.”
Suele plantearse una dicotomía entre la ficción y el periodismo de Mario Vargas Llosa. Muchos dicen disfrutar las novelas del peruano, pero rechazan sus artículos de opinión. Desde mi punto de vista es una falsa disyuntiva. Ambas facetas, la del novelista y la del periodista, parten de una misma raíz, la del escritor liberal, la de quien coloca a la libertad como valor supremo del ser humano. En las novelas, debido a su extensión, caben los matices, distinciones más sutiles, personajes que representan posiciones opuestas, pero siempre se decantan por la libertad o por la condena de las posturas cerradas o totalitarias. Las notas periodísticas, por sus límites espaciales, suprimen esos matices, la exposición de la postura liberal es más directa y clara. Pero no hay engaño, en ambos géneros Vargas Llosa arriba a la misma conclusión: el hombre debe buscar por sobre todas las cosas la libertad y luchar contra aquello o contra quienes la obstaculicen, en el terreno personal, político, social y económico.
Para Mochkofsky no hay duda: Vargas Llosa pasó de ser un izquierdista radical a un militante de la extrema derecha. Ni por asomo se le ocurre pensar que transitó del apoyo a una dictadura de extrema izquierda (una revolución que se instaló en el poder por la fuerza y que suprimió cualquier atisbo democrático) al apoyo electoral de posiciones liberales o, en su defecto, al apoyo de opciones que se oponen a las sociedades cerradas, a aquellas que no ocultan su simpatía por las dictaduras. Es el caso de su apoyo a Dina Boluarte, en contra de Pedro Castillo, el corrupto presidente peruano que intentó infructuosamente dar un autogolpe de Estado. Algo semejante ocurre con el apoyo electoral de Vargas Llosa a Bolsonaro en contra de Lula, el presidente brasileño que no esconde su adhesión a las peores dictaduras del continente (Cuba, Venezuela y Nicaragua), ni su postura a favor de Rusia luego de que esta invadiera Ucrania (posición que tuvo que matizar ante la lluvia de críticas). Bolsonaro es un personaje detestable en muchos sentidos, pero su rechazo a las dictaduras latinoamericanas es muy claro, de ahí el llamado de Vargas Llosa a votar por él. En España Vargas Llosa aconsejó votar por el PP, detestable organización política a los ojos de Mochkofsky porque “busca una alianza con Vox, un grupo nativista y tradicionalista católico”, sin mencionar que su oponente, el psoe, ha pactado una alianza con los partidos herederos explícitos del grupo terrorista ETA y con formaciones políticas nacionalistas y separatistas. Para Vargas Llosa la disyuntiva es clara: en la lid entre candidatos simpatizantes de las dictaduras y los que se oponen a ellas, ha optado siempre por los segundos.
No explica Mochkofsky, porque contradice su sesgado examen, cómo es posible que Vargas Llosa condene, siendo según ella un escritor con posiciones de extrema derecha, al militarista Vladímir Putin y su demencial invasión a Ucrania, al derechista Benjamín Netanyahu que en estos días intenta dar un golpe al poder judicial en Israel, ni tampoco hace el intento de explicar el porqué de la crítica abierta de Vargas Llosa a personajes francamente conservadores como Donald Trump o Andrés Manuel López Obrador. De Trump, además de llamarlo payaso y racista, ha dicho que está destruyendo la democracia en Estados Unidos. Trump “rebajó a los Estados Unidos a la condición de una nación tercermundista por la cantidad de mentiras que propaló y la inestabilidad institucional que propició” (“El asalto al Capitolio”, El País, 17 de enero de 2021). Mochkofsky se niega a reconocer lo evidente: Vargas Llosa está en contra de aquellos que simpatizan con las dictaduras y de quienes tratan de destruir la democracia, que para él es sinónimo de libertad. Tampoco menciona Mochkofsky el caso de López Obrador. Advirtió muy pronto Vargas Llosa que con López Obrador podía volver la dictadura (perfecta) priista. A cinco años de gobierno, y a la vista de los ataques y amenazas que el presidente ha lanzado al poder judicial y a la prensa independiente, de sus frustrados intentos por acabar con el órgano electoral y con el instituto de transparencia, de la militarización que ha operado en el país y del clientelismo electoral convertido en el eje de su gobierno, podemos constatar en carne propia que la advertencia de Vargas Llosa dio en el blanco: estamos frente a un claro intento de restauración de la hegemonía priista. Mochkofsky omite estos ejemplos, los más próximos, porque desdicen su endeble tesis.
En estos tiempos de nebulosidad ideológica –tiempos en los que el populismo utiliza medios democráticos para acceder al poder y luego intenta suprimirlos o controlarlos–, cuando izquierda y derecha se confunden, la posición de Mario Vargas Llosa ha sido muy clara (y chocante para el progresismo de los tontos útiles): a favor de la democracia y la libertad, del respeto de los derechos humanos y en defensa de la libertad de expresión.
Se extiende por el mundo, proveniente de las universidades norteamericanas, una corriente de pensamiento romántico iliberal que se ampara en la defensa sentimental de la identidad y del discurso de género. Se trata a todas luces de un movimiento que desdeña la democracia, que se opone a la libertad de expresión a través de cancelaciones de dudoso origen moral, para el cual la opción populista es válida porque apoya al pueblo oprimido y victimizado. El populismo, hay que decirlo, es un preámbulo del fascismo. A esa visión totalitaria se opone Vargas Llosa en sus novelas y artículos de opinión, para furia de los progresistas, para honra de los liberales. ~