Función familiar

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“Y la escena que tantísimo me había angustiado se había convertido en la que más ganas tenía de hacer, la transición entre la primera parte de la obra y la segunda, el instante de la transformación: la bisagra de la obra”, se lee al inicio de la segunda parte de Audición, cuarta novela en traducirse al español de Katie Kitamura (Sacramento, California, 1979); esta, con traducción de Ismael Attrache, en Sexto Piso, donde han aparecido dos novelas más de Kitamura; la que falta está en Random. Elijo esas frases para empezar un poco in media res porque aunque ahí está hablando de la obra de teatro que ensaya y luego representa la protagonista del libro, también la novela tiene dos partes, entre la primera y la segunda se produce una transformación y el momento mágico del cambio se nos birla, y sucede lo mismo con la escena-bisagra de la pieza teatral. En una maniobra de distracción, Kitamura pone en boca de la protagonista una posible crítica al mecanismo que aparece también en su novela: “entonces supe que no tenía la menor idea de lo que había escrito, la menor idea de cómo funcionaría dentro de la obra, de cómo serviría de puente entre las dos versiones del personaje: la escena que había escrito no era más que relleno. El personaje le había empezado a aburrir en medio del proceso de escritura, lo noté, y quiso escribir otro distinto”. La relación entre la primera y la segunda parte de la novela es compleja, porque los personajes son los mismos, incluso hay continuidad de acción, tiempo y espacio: es decir, la obra que se ensaya en la primera parte se representa en la segunda; ¡hasta el cambio de nombre parece normal: de La otra orilla a Ríos!, pero hay una modificación sustancial en la relación entre dos de los personajes principales de la novela: la actriz y Xavier.

Audición se abre con el encuentro de estos en un restaurante, se han citado para comer, los dos quieren comunicarse algo y tomar determinaciones sobre cómo va a ser su relación a partir de ahora. La diferencia de edad entre ellos suscita algún equívoco, del que ellos participan: Xavier quiso conocerla porque en una entrevista hablaba de un hijo al que había renunciado y Xavier, hijo adoptivo, pensó que tal vez él era su hijo. Incluso copió algunos gestos de ella tras estudiar sus interpretaciones. Ella zanjó el asunto: no fue un hijo dado en adopción, fue un aborto. Así que se hacen medio amantes. Ella, la actriz, ha acudido al restaurante para romper. Él para decirle que la directora de la nueva función le ha contratado para ser su asistente. En todo caso, solo sucede la conversación sobre la ruptura, porque Tomas, el marido de la narradora y protagonista aparece en el restaurante y provoca la fuga de la actriz, de cuya actitud en el pasado más o menos reciente se ofrecen pinceladas. Se acuerda de ese aborto, voluntario, y de otro, espontáneo, que dio pie a episodios de infidelidades. Van aflorando otros secretillos y poco a poco vamos comprendiendo que la aparente serenidad de su voz esconde un interior zozobrante y en ebullición. En la segunda parte, la distancia entre la percepción de la realidad que ella transmite (es la narradora) y la de los demás se agranda. Y lo más determinante: Xavier es ahora el hijo de Tomas y de la actriz. Sigue siendo ayudante de la directora, y les pide instalarse temporalmente de vuelta en casa, cosa que los padres aceptan con cierta prevención y un poco de entusiasmo.

Kitamura explora los vínculos familiares y el tipo de relación que se establece entre sus miembros, que va del afecto y la confianza a la extrañeza total. La ambigüedad, la no explicación del cambio entre la primera y la segunda parte es una muestra de coherencia, en este caso, con el planteamiento de la novela y el enfoque del asunto: somos unos extraños hasta para nosotros mismos. Vuelvo al inicio de la segunda parte: “Lo que pasaba era que entonces, la distancia entre mis yoes privados e interpretados se deshacía, y durante el más breve de los instantes solo era un ser singular, unificado.”

La protagonista y narradora es actriz, por eso hay reflexiones sobre el oficio, anécdotas reveladoras de la fragilidad de los actores, de la extrema sensibilidad del material con el que trabajan: ellos mismos. Pero la novela lleva el asunto de la actuación y la representación mucho más lejos, lo hace extensible a la vida a través del juego de espejos que hay entre la primera y la segunda parte, a través de esas incursiones de la vida en la ficción y viceversa, y también a través de reflexiones: “En lo que respecta a Xavier, ya no sabía lo que era para mí, ni yo para él. Habíamos estado interpretando unos papeles y, durante un periodo –mientras entendíamos nuestros personajes, mientras participábamos en la minuciosa confabulación que forma un relato, que forma una familia, que una persona le narra a otra–, el mecanismo había aguantado. Sin embargo, cuanto más profunda es la complicidad y más tiempo se sostiene, menos flexible es, más vinculante e implacable el contrato, y al final hizo falta muy poco para que todo aquello se desmoronase.”

Audición tiene algo de novela psicológica, resulta muy misterioso cómo logra crear tanta tensión con esa prosa tan calmada y serena. Y aunque tiene una leve caída en la segunda parte, logra mantener esa intensidad que trabaja de manera subterránea. El misterio no se resuelve (“Y a mi alrededor, la oscuridad a la espera”), afortunadamente. Quizá ese sea el motivo de que la novela siga dentro de nosotros una vez terminado el libro. ~


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