Desde el 22 de abril de este año, la voz de Marcos Mundstock, integrante de Les Luthiers, solo se podrá escuchar grabada. Cinco años antes, se había apagado también la de Daniel Rabinovich, otro miembro muy querido del grupo, pero la de Mundstock era la voz por excelencia de Les Luthiers, la del narrador que, con la modesta excusa de anunciar los números musicales que venían a continuación, nos proporcionaba no solo el placer sensorial de su fabuloso timbre vocal, sino también el de su ingenio lingüístico.
Como homenaje personal a Les Luthiers, y también como ayuda para escribir este texto, acudo de nuevo a los videos de sus espectáculos más antiguos, pero con cautela, pues me remiten a mi adolescencia y juventud y temo que una bocanada de pasado tan intensa pueda resultarme traumática. Les Luthiers pertenecen a mi formación y, me atrevería a decir, a la de toda la muchachada de habla hispana con veleidades artisticoculturales. Al reírme y tararear con ellos sus canciones, me surge de nuevo esta pregunta, a la que llevo años dando vueltas: ¿Podríamos hablar de un humor panhispánico, facilitado por la lengua común? Si bien la existencia de Les Luthiers debería llevarme a responder afirmativamente, un “no” enorme en letras de molde se me viene a la cabeza como respuesta. El humor es un fenómeno tan local y tan vinculado al momento en el que se produce que cautivar a un público de diversos países y edades en un mismo espectáculo humorístico es una tarea casi imposible. Sin embargo, Les Luthiers lo logran, entre otras muchas razones, por emplear la música y su intrínseca capacidad para mover los afectos de inmediato. Por eso no es de extrañar que unos musicomediantes como ellos hayan recibido el Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades, si bien tampoco habría sido un error premiarles en la categoría de Concordia.
Mis anhelos panhispánicos, ingenuos, pero bienintencionados, me llevaron hace tiempo a rastrear posibles fósiles de algún tipo de humor producido para todos los hispanohablantes. En concreto, mis pesquisas se dirigieron a un viejo programa televisivo de finales de los años setenta del siglo pasado: 300 millones. Se emitía vía satélite –la idea más cercana entonces al streaming– y su nombre hacía referencia al número de hispanohablantes que había en aquel momento, así contados a ojo. Todos los países de habla hispana éramos hermanos: este venía a ser el mensaje del programa, cuya misión era acercar el folclore, la gastronomía y el legado histórico-artístico de cada país a los demás. Como no recordaba si le dedicaban algún espacio al humor, y puesto que en un programa de variedades parece inevitable buscar la risa de los espectadores, accedí a los archivos de Televisión Española para averiguarlo. Tras verme varias cintas en formato Betamax, comprobé que solo se incluyeron sketches humorísticos en las tres primeras semanas, aunque el programa se emitió durante seis años. Después de sufrir esos tres números cómicos, a cargo de humoristas de ambos lados del Atlántico, comprendí que hubieran tomado la decisión de suprimir la sección humorística del programa. Había fracasado el intento de compartir el humor entre naciones supuestamente hermanas.
Vuelvo en estos días a hacer un breve trabajo de campo y me expongo a hitos del humor latinoamericano que hasta ahora ignoraba. Mi desconocimiento del parque móvil de humoristas peruanos, chilenos, venezolanos, colombianos o nicaragüenses me producía sonrojo, así que tras una encuesta informal entre amigos latinoamericanos obtengo nombres tan diversos como La Cuatro Dientes y Coco Legrand en Chile; los peruanos La Guardia Serafina, Felpudini y Patacláun, los venezolanos Pepeto y Emilio Lovera y, en Colombia, La Nena Jiménez y Jaime Garzón, este último asesinado en 1999 por motivos políticos.
Comienzo el visionado intensivo de sus números de humor y detecto en ellos el clásico horror vacui sonoro, también muy español: mejor hablar atropelladamente que permitir unos segundos de silencio. Abunda también la cachetada, la persecución final y el chiste zafio perteneciente al viejo paradigma. Todos los sketches tienen un aire pasado de moda, como esos sacos de mullidas hombreras que nos teletransportan directamente a los años ochenta. Me hacen más gracia las peculiaridades lingüísticas de las escenas (escuchar decir “zancudo” por “mosquito” o “bolos” por “bolívares”, en el caso del venezolano Pepeto) que cualquier otro aspecto del guion o la actuación. Conecto algo más con La Nena Jiménez y sus chistes verdes. Al ver los espectáculos de La Cuatro Dientes (“Cuatrito”) y Coco Legrand, ambos estrellas del multitudinario Festival de Viña del Mar, me siento como si me hubieran invitado a una fiesta donde todos se divierten mientras yo miro las estanterías del anfitrión haciendo tiempo para no quedar muy mal por retirarme demasiado temprano.
Así que regreso a Les Luthiers como a una casa soñada y entiendo algunas claves de su éxito internacional: para empezar, se libraron de la esclavitud de la televisión, de producir risas a destajo semanalmente, muy a menudo enlatadas como la carne de peor calidad. Las únicas carcajadas que se oyen en sus espectáculos son en directo, algo enormemente valioso. Otra de las esclavitudes que no se autoimpusieron fue la de imitar a personajes célebres, tan vinculados a la cultura local y al mismo tiempo tan efímeros. Tampoco su caracterización es estrafalaria o llamativa, si bien algunos quizá afirmen que su atuendo estilo Men in black es en sí un disfraz.
A su adicción por los juegos de palabras, especialmente por los calambures, le sacan un partido inmenso gracias al seseo. Los títulos de sus espectáculos están llenos de ellos: Les Luthiers unen canto con humor, Todo por que rías… La rima consonante fácil pero encantadora es otro de sus rasgos distintivos: “Aunque el turco nos deteste, marcharemos hacia el este”, dice parte de la letra de la canción “El cruzado, el arcángel y la harpía”. Esto a veces genera un humor algo previsible, que al mismo tiempo nos resulta extremadamente reconfortante. Y no es de extrañar, pues Les Luthiers beben de una tradición retórica que data de tiempos de Garcilaso –“El dulce lamentar de dos pastores” es uno de los calambures más célebres de la poesía en castellano– y de Quevedo (recordemos su verso memorable: “Entre el clavel blanco y la rosa roja, su majestad escoja”, con el que ganó una apuesta por llamar renga en su cara a la reina Isabel de Borbón). Por algo Marcos Mundstock fue uno de los invitados al Congreso Internacional de la Lengua en Córdoba (Argentina) en 2019, donde ofreció una videoconferencia en la que desmenuza la mucha o poca lógica de las expresiones cotidianas que empleamos en castellano.
Mi conclusión, a modo de moraleja, es que exponerse al humor ajeno puede ser una experiencia violenta, ante todo de exclusión, y a menudo produce una incómoda vergüenza. Sin embargo, este texto nació justo de lo contrario: de celebrar la inclusión, de festejar el milagro de que Les Luthiers encandilen tanto a la señora porteña de sesenta y tantos como al joven clarinetista de Logroño. Y quizá todo se lo debamos a la omnipresencia invisible en sus espectáculos del gran Johann Sebastian Mastropiero, ese compositor creado al alimón por Les Luthiers que ya es tan inmortal como Beethoven o Mozart. ~