El mundo, el hogar

Reconocida por sus reflexiones en torno al pensamiento hegeliano, el existencialismo y la vida cotidiana, la filósofa húngara Ágnes Heller se dedicó a examinar el sentido detrás de las cosas que pueblan nuestro diario acontecer. Presentamos este fragmento de un ensayo suyo publicado en el número 177 de la revista Vuelta en agosto de 1991.
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Si nos figuramos la modernidad como una estación de ferrocarril donde la gente no vive, sino que encuentra un refugio pasajero, veremos a la gente en tránsito. El presente es como una de esas estaciones. Uno no se preocupa gran cosa por lugares así. Lo que importa es que estén limpios, sean funcionales y todo en ello marche con la precisión de un reloj. Solo que la estación de tránsito no tiene adornos, no es un hogar. A nadie se le ocurriría inmortalizar una estación de tránsito.

Cuando se tiene un mundo destinado a permanecer al lado del mundo “de los otros”, se tiene un hogar, antes que nada y, sobre todo, una morada. La morada es constante, aunque cambie, mientras quienes la habitan son variables, pues vienen y van; la morada permanece. Las demás cosas, según las costumbres, que llenan el espacio, son también constantes. Pertenecen al espacio, como los instrumentos musicales, las armas, el calzado o los objetos ceremoniales. Por contraste, en el mundo moderno las cosas van y vienen más rápido de lo que las personas crecen. Hace un siglo, un reloj de pulsera era un patrimonio familiar; los nietos lo heredaban de sus abuelos. Hoy compramos un reloj cada año. Por si fuera poco, la morada vino a ser también un objeto más. Además, lo que la gente tiene no son las cosas “que llenan su mundo”, sino Cosas generales o universales destinadas a desempeñar la misma función (Universal). Uno siempre adquiere cosas nuevas y desecha las viejas, suponiendo que cumplen la misma o parecida función. El mundo moderno es el cementerio de las cosas que han sido usadas, y que son reemplazadas y arrojadas a la basura, aunque no se hayan acabado.

Cualquier cosa que represente por el momento a la Cosa universal (con parecida función) puede ser transportada adonde quiera que vayamos, por dos razones ligadas entre sí: porque tales cosas no son del tipo que llena el mundo concreto (nuestro mundo); y porque idénticas cosas se usan en todos los mundos, es decir en el Mundo Universal. Donde fracasó la Internacional del hombre, la Internacional de las Cosas se llevó la victoria.

La famosa Bauhaus, orgullo de la arquitectura moderna, simboliza la desaparición de la morada. Fue en la Bauhaus donde se puso en práctica, en su máxima expresión, la idea de funcionalismo y utilidad. Se pretendía que el hábitat fuera el lugar donde todo estuviera a mano, donde la gente pudiera vivir con comodidad y a un costo relativamente bajo en un espacio limitado. Después de medio siglo, los edificios tipo Bauhaus nos impresionan por faltos de espíritu, monótonos y grises. Son las típicas estaciones de tránsito de una generación sin hogar. Y lo que sucedió después es todavía peor: se construyen cajas de cerillos según cinco prototipos y se apretujan entre sí. Para todo habitante de la ciudad, la consigna es su caja de cerillos donde poder ocultar su vida privada en un habitáculo sumamente pequeño y carente incluso de la más mínima chispa de belleza. Se construyen casas sabiendo de antemano que no durarán más de cincuenta años; para el pobre, porque cuestan menos; para el rico, porque la moda cambia de un día para otro. A los edificios de oficinas o de servicios públicos no les va mejor –tal vez a excepción de los de Francia, pues los franceses, llevados de su pasión por la gloria, no abandonan la autoinmortalización y siguen pagando tributo a la magnificencia y a la belleza–. Así, París se confirma una y otra vez como un mundo, como un hogar, como un mito. ~

Traducción de Jorge Brash


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