Un día después de las elecciones presidenciales en Estados Unidos, en la prensa tradicional y en plataformas como Substack aparecieron publicados desde ensayos que recapitulaban los factores por los cuales Donald Trump había triunfado con tan apabullante votación hasta artículos que pugnaban por avizorar el porvenir de la nación a partir del 20 de enero de 2025, cuando daría inicio el segundo periodo presidencial del magnate. Más allá de lucubrar los motivos del fracaso de Kamala Harris y de las acusaciones internas sobre la debacle demócrata, y por supuesto, más allá de las celebraciones triunfalistas y petulantes que se burlaron de quienes proyectaron una cerrada elección –un error en el que incurrió incluso alguien tan poco amigo de los demócratas como Niall Ferguson, según admitió en su cuenta de X y en un artículo en The Spectator–, deberíamos cuestionarnos sobre las causas que indujeron un pronóstico tan erróneo. Previsiblemente, los programas y podcasts que minan el periodismo en favor del sensacionalismo y la mentira –la principal división de la guerra ideológica que permitió la reconquista trumpiana– repiten que la equivocación se debe a que los medios mienten, y que en confabulación con los académicos e intelectuales intentaron confundir a los ciudadanos. De esta acusación, tan tópica de los populismos, una de cuyas estrategias es configurar a los intermediarios y los contrapesos como enemigos del pueblo, resalto el antiintelectualismo que subyace en su formulación y la manifiesta cruzada contra los datos y análisis. Por ello, considero que el fracaso de las previsiones se debió, más que a una deliberada pérdida de objetividad, a que el lector promedio, al renunciar a verificar las noticias que recibe, único recurso para sobrevivir el asedio de la desinformación, voluntariamente ha renunciado al pensamiento crítico y en cambio ha aceptado zozobrar en la desconfianza como única certidumbre.
Entendido como una racionalidad que busca transformar la realidad mediante un paradigma científico, la crítica propagó las ideas de libertad y democracia que conformaron el mundo en que vivimos a partir del siglo XVIII. Como Octavio Paz se ocupó de señalar, esta función es, incluso, indisociable de la sensibilidad poética moderna. Más aún, diría que el concepto de estética resulta incomprensible sin el lenitivo crítico. Sería tema de una investigación minuciosa encontrar los vínculos que unen a la popularización de la imprenta con la circulación de las ideas que cuestionan las verdades inmutables y las teocracias, y cómo tal reflexión moldeó una sociedad que aspiraba a la libertad, la democracia y el progreso; un ideal que en modo alguno puede reducirse al cariz económico ni al aspecto técnico. En uno de los reportajes que la revista Time dedicó a la elección, “How Trump won”, Eric Cortellessa menciona un dato que considero esencial: las personas menores de cuarenta años no se informan a través de los medios tradicionales –prensa escrita, radio y televisión–, sino que prefieren las redes sociales y los podcasters. Más astutos que los demócratas, que hasta en la estrategia electoral pecaron de burocracia, los asesores aconsejaron al presidente electo cortejar a ese sector al que los problemas económicos y la inmigración le preocupan y atañen más que el futuro de la democracia o los derechos reproductivos de las mujeres. No sorprende que una de las batallas cruciales en esta guerra soterrada se librara en asuntos de género ni que los datos de la votación revelaran que fueron los hombres, y dentro de estos los jóvenes, los latinos y la clase trabajadora, quienes auparon a Trump y lo enfilaron a derribar los bastiones que por décadas habían afianzado el dominio demócrata en estados clave. No necesito recordar que, como si fuera un tornado, Trump arrasó con todos los enclaves enemigos: ganó la mayoría de distritos electorales y el voto popular, y sus correligionarios sometieron a sus rivales en las votaciones para el Senado y la Cámara de Representantes.
Invirtiendo el sesgo de los apologetas de la propaganda, arguyo que los medios y los analistas no se equivocaron al prever una votación reñida; se equivocaron al pensar que sus investigaciones, reportajes, argumentos y juicios influirían en el electorado. El gran equívoco es partir de que la verdad continúa rigiendo nuestro criterio. Que aún existan lectores para periódicos que antaño dominaron la conversación pública, como el New York Times o el Washington Post; para revistas cuyas pautas solían encauzar la sensibilidad de ciertos sectores, como The Atlantic, The New Yorker o The Economist, no debería hacernos olvidar que hay un amplio espectro de la sociedad que, además de no leer, desconfía de los medios tradicionales. Si los baby boomers crecieron resguardados bajo el parasol de “Desconfía de cualquiera mayor de treinta años”, los milénials y la generación Z se escudan en el lema “Desconfía de cualquier cosa que leas impresa”. Mientras el periodismo combate la desinformación dentro de un estricto campo de batalla ético, parando los golpes y campañas de bulos con datos y explicaciones, sus enemigos atacan por acumulación y desde diversos flancos. Sus armas no se circunscriben a la legalidad ni se someten al escrutinio; son una avalancha de mentiras y proclamas militantes. Su objetivo no es convencer, porque no se trata de un diálogo ni de una argumentación, sino producir ruido, para ahogar la crítica, y caos, para convertir a los hechos y análisis en igual de sospechosos que las patrañas más flagrantes y las teorías conspirativas más delirantes. Distintas visiones de la guerra, la está ganando este ejército de las sombras que despliega tácticas de la guerrilla para doblegar a un enemigo, tan bien ordenado que es incapaz de actuar libremente para resistir el asedio. Desde una perspectiva racional, exponer los defectos de un hombre cuyo comportamiento delata arrogancia y narcisismo; acusado y convicto de conducta criminal; ostensible acosador sexual y despótico en el ejercicio del poder –no soslayemos que entre sus acusadores hubo varios exempleados y correligionarios suyos–; corrupto y defraudador fiscal; además de instigador de un asalto a la democracia y sospechoso de alta traición por su contubernio con Rusia debería demostrarle al público que tal individuo era un candidato a todas luces nocivo y por ende sería un error votar por él. Este punto de partida fue el que determinó el equívoco. No es que el mensaje y los cálculos periodísticos y académicos fueran erróneos, sino que a un amplio sector de la sociedad no le interesa deslindar entre verdad y mentira, entre pensamiento y creencia. No importa que un reportaje exponga con pormenores las actividades fraudulentas del presidente, sus partidarios lo rechazarán alegando que es una conspiración del “Estado profundo”.
A los mexicanos no debería extrañarnos: vivimos el sexenio de Andrés Manuel López Obrador con revelaciones fehacientes de la corrupción de sus principales allegados, incluso de sus familiares, así como de su caprichoso e inepto manejo de las finanzas, la seguridad y la salud; y, con todo, en los recientes comicios la mayoría decidió apoyar a su sucesora. He aquí un aspecto que el populismo se ha encargado de enfatizar: las elecciones se basan más en la corazonada, en la fe, que en el debate. De hecho, el respaldo a la impunidad que los estadounidenses le concedieron a Trump, quien amenazó con perseguir a sus acusadores y a los jueces que lo juzgaron, en un abierto desafío al equilibrio de poderes y al fundamento de la legalidad, es de igual modo típico del modelo populista, en el que el líder se siente más allá de las reglas y ajeno a la rendición de cuentas. Confiar, entonces, en que los defectos personales y el comportamiento atrabiliario minarían la imagen del magnate fue un error de juicio, un prejuicio, basado más en el credo ilustrado que en el examen del bizarro mundo nuevo de las redes sociales a pesar de que hay estudios sobre cómo las campañas de desinformación influyeron en la votación de 2016. Más aún, al aprobar a Trump para un segundo periodo con la experiencia de su primera gestión, olvidando o minimizando sus malos resultados –tan malos que ha sido el presidente que menor aprobación tuvo al término de su mandato–, esta elección pareció más un plebiscito para indicar su grado de popularidad que una expresión de democracia representativa. El resultado corroboró que Estados Unidos es una democracia de audiencias, cuyas preferencias se urden en los nuevos medios de comunicación masiva: las redes sociales. Para combatir la desinformación, el periodismo cuenta con un armamento tradicional, el de la objetividad, los hechos y la verificación, pero su combate lo libra dentro de una arena prácticamente vacía. Combatir en el campo enemigo y someterse a las redes sociales, cuya esencia son los infundios y la polarización, significa una abdicación. El mayor estudioso de cómo Putin ha trastornado el orden contemporáneo a través de la mentira, el historiador Timothy Snyder, ha dicho que “internet no solo difunde teorías de conspiración, sino que moldea nuestras mentes”. La investigación objetiva y el análisis racional han dejado de importar porque la deliberación ciudadana se ha convertido en un asunto de creencias y no de juicio. Y en este relevo, el papel de las redes sociales, la principal herramienta del caos informativo, fue determinante. Entre los comicios de 2016 y los de 2024 la desinformación pasó de ser un asunto marginal a convertirse en el entorno rector. Y si ocho años atrás las campañas insidiosas fueron tramadas por los estrategas republicanos, la reciente tuvo el abierto respaldo de los grandes magnates de la era de la información; el principal de todos, Elon Musk, quien con X contribuyó decisivamente al triunfo de Trump.
A los historiadores les gusta asociar el principio o el fin de una época histórica a acontecimientos específicos. Todos aprendimos escolarmente que con la irrupción de los bárbaros en Roma terminó la Antigüedad; que con la conquista de Constantinopla concluyó la Edad Media; que con la toma de la Bastilla dio inicio la Edad Moderna… Desde el presente, resulta difícil avizorar si los sucesos actuales marcarán un hito en la posteridad. Sin embargo, en atención de que el arribo de Trump a la presidencia en 2016 significó el auge de la posverdad, su regreso en 2025 solo puede redundar en la consolidación de la mentira y la persecución de sus críticos, sea la prensa liberal o los intelectuales. No es una lucubración paranoica: las lecciones dolorosamente aprendidas del comportamiento del modelo trumpiano, Vladímir Putin, tanto en la política interna como en la exterior, permiten prever lo peor. Para corroborar esta sospecha, el inicio del nuevo año nos aportó dos ejemplos fehacientes. El 4 de enero, la caricaturista Ann Telnaes renunció a The Washington Post después de que el editor rechazara publicar una caricatura suya que muestra a los propietarios de varios medios y plataformas, entre ellos Mark Zuckerberg, de Meta, y Jeff Bezos, dueño de Amazon y The Washington Post, prosternados ante Donald Trump. Como si deseara ilustrar fielmente dicha prosternación, en un video del 7 de enero Zuckerberg anunció que Meta no tendría más mediadores que verificaran la información difundida en las redes propiedad de Meta: Facebook, Instagram y Threads; a cambio, dejaría esa tarea a los propios usuarios. Por supuesto, el multimillonario, quien había sido un ferviente defensor de la democracia y había difundido que en la elección de 2016 hubo injerencia rusa, arguyó para su decisión que vivíamos “un punto de inflexión cultural encaminado a privilegiar los discursos”.
La magnitud del error en los vaticinios efectuados desde una óptica “racional” es consecuencia de las campañas de desinformación y los bulos que aseguran una conspiración de las élites en perjuicio del “pueblo”, lo cual en modo alguno sorprende, pues constituye un rasgo del populismo; lo novedoso es que desconocíamos hasta qué punto la falsedad había permeado en la sociedad. Otro prejuicio arraigado en la mentalidad liberal fue creer que quienes se alimentaban de la propaganda y los bulos de internet eran únicamente los republicanos y los partidarios más fanáticos, mientras que el Partido Demócrata podía fiarse del buen juicio de la mayoría, principalmente, de aquellas clases a las que decía representar.
Con la memoria aún fresca cabría preguntarse si esa obnubilación voluntaria no será vista por los historiadores futuros como el principio del fin del pensamiento crítico. Durante más de doscientos años el periodismo ha servido como contrapeso de los excesos del poder; al mismo tiempo, la crítica –más ejercida por intelectuales y escritores que por profesores– indicó los males de los poderosos, en ocasiones denunciando el ejercicio sesgado y mendaz del periodismo libelista. En una época que zozobra en la frivolidad y en el espectáculo, donde la seriedad se ha convertido en sospechosa, la propia razón comienza a resquebrajarse. Quizás esa sea la gran lección que el triunfo de Trump nos ha enseñado: no hay que confiar en el criterio de nuestros compatriotas. Por el contrario hay que sospechar de sus motivos y atribuirlos más a la pasión que al raciocinio. Atender esto nos evitará incurrir en el optimismo y, en consecuencia, nos librará de dolorosos desengaños. ~