Lo primero que debe hacer quien se acerca a las legendarias novelas de Hugo Hiriart es prepararse para el asombro. No están hechas con materia prima convencional ni siguieron planos arquitectónicos predecibles: la elección de cada palabra, la construcción de cada escena y personaje, y la aparición de historias singulares dentro de una impecable trama principal atrapan al lector desde las primeras frases. Convencido de que en el mundo de la ficción literaria las leyes de la física operan de otra manera, los relatos de Hiriart se distinguen por la gracia y la libertad con que avanzan, crecen y adoptan formas caprichosas ante nuestros ojos, como haría un ser vivo en un espacio peculiar, donde el tiempo y el espacio parecen expandirse. En su versión del capitán Nemo, por citar un ejemplo, Hiriart dispuso que para recorrer de un extremo a otro el interior del Nautilus se necesite un tren o un globo aerostático, pues el submarino, que jamás deja de avanzar ni de empujar a los personajes a recorrerlo, es más grande por dentro que por fuera y posee las dimensiones de un continente portátil. Lo mismo sucede con la perspectiva que abren otras ideas, plenas como submarinos, que uno encuentra por doquier en las novelas de Hiriart.
Nada iguala el diseño de sus personajes: el inexplicable Chota Zombar, el profesor Dódolo, el sabio Magistrodontos, el tenebroso ostión chino y, por supuesto, el repugnante Clotario Demoniax. Uno se pregunta de qué circo o feria ambulante salieron esos protagonistas morosos pero aptos para las grandes hazañas; los malvados siempre desconcertantes y con frecuencia más hábiles intelectualmente que los héroes de la trama, pero sobre todo los narradores, discretos rapsodas aficionados a embarcarse en expediciones urgentes, durante las cuales suelen detenerse en los momentos menos recomendables a fin de alzar una florecilla y exponer argumentos imprevistos sobre la vida. Como pueden comprobar sus lectores, Hiriart es el único autor que ha escrito una novela policial apoyada en un tratado sobre una civilización imaginaria; el único que ha narrado una crónica verdadera de la conquista del mundo a manos de los extraterrestres, y el único que al tiempo que cuenta una historia de aventuras también provoca un coloquio entre sus personajes a propósito de los secretos de la ficción literaria. Lejos de demostrar una tesis, como los novelistas que hacen referencia a la actualidad, lo que hace Hiriart es llevarnos a una realidad distinta, en la que no hay puntos de referencia. Las suyas son historias sobre mundos insólitos, escritas con fervor artesanal, de modo que hasta el lector más aturullado reconoce un territorio que ofrece un punto de vista singular sobre la literatura.
Aunque su primera novela tiene el sencillo andar de una jirafa, Galaor ya muestra la habilidad del autor para abordar subespecies literarias, cualquiera entre la mitología griega y las instrucciones para usar una licuadora, la capacidad de parodiar sus procedimientos e ir más allá con una trama desaforada, que remeda y comenta a sus predecesoras con enorme puntería. Desde esta primera novela, con la que obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia en 1972, cada libro de Hiriart es un ejemplo de la mejor prosa vertical: cada página se disfruta por sí misma, pero obedece a las exigencias y velocidades de una trama infatigable.
Después llegaron las grandes especies: esa mole majestuosa, con las dimensiones y el andar de un elefante asiático, es Cuadernos de Gofa, señores, la más rotunda de las novelas de Hiriart, resultado de mezclar dos géneros masivos: el veloz thriller policiaco y la parsimoniosa y fragmentaria enciclopedia. Pero a pesar de lo que indicarían sus dimensiones, la prosa de esta novela posee la agilidad de los grandes felinos, de modo que quien se acerque será cazado y arrastrado al epicentro de la historia. Alguien asesina a los arqueólogos que descubrieron la imponente cultura gofa y alguien debe detenerlos, pero semejante desafío solo puede aceptarlo el profesor Gaspar Dódolo, un investigador tan serio en su proceder que antes de esclarecer este crimen expone y refuta los malentendidos sobre la civilización gofa, esa nación imponente y desaparecida en extrañas circunstancias, con su propio siglo de oro literario y una estela de filósofos rutilantes que para cada problema de la vida diaria propusieron una solución tan divertida como descabellada. No es un logro menor que las historias secundarias, que comentan una cultura muerta, al mismo tiempo doten de vida a los protagonistas de esta historia de aventuras y permitan su desplazamiento.
A esta novela monstruosa le sigue otro depredador fulminante: La destrucción de todas las cosas, relato literario que mezcla y agita con enorme fortuna las virtudes de la ciencia ficción con las crónicas de la conquista de México. Si Gofa es la más ambiciosa de las novelas de Hiriart, La destrucción de todas las cosas es, creo yo, una versión más lograda del mismo procedimiento. Otra vez partimos de un género literario que parecía agotado y, para asombro de los presentes, lo vemos renovarse al tiempo que critica no una sino tres civilizaciones, una de ellas imaginaria. Pocas novelas de ciencia ficción representan de un modo tan apabullante la ficción especulativa como esta novela desopilante, que cuenta cómo el planeta Tierra fue invadido, conquistado y colonizado por seres de otro planeta. A medida que expone los principales desencuentros entre ambas culturas, todos sublimes, Hiriart comenta la incapacidad de las víctimas para escapar a un desastre anunciado y la inagotable torpeza de los líderes para enfrentar la situación. Como demuestra este relato descomunal y adictivo, Hiriart sería capaz de hacer reír y pensar a cualquiera, incluso en el día del Juicio Final.
Pero al tiempo que escribía novelas de fuertes rasgos teatrales, como son Galaor y Ámbar, Hiriart también creó obras teatrales muy novelescas, de modo que ambas especies monstruosas se confunden. A La repugnante historia de Clotario Demoniax, Minotastás y su familia, El caso de Caligari y el ostión chino o Rosete se pronuncia uno puede leerlas con la facilidad con que se leen las buenas novelas, gracias a la prosa que las anima: una escritura maleable que, siguiendo el ejemplo de Lope de Vega, lo mismo permite contar las peripecias de un caballero andante con crisis vocacional que indicar con un par de trazos cómo es el laberinto en que se desplaza un joven e incomprendido minotauro. A su peculiar estilo literario, que involucra lo mejor de ambos géneros, Hiriart lo ha llamado “acción en prosa”. Si otros se esmeran en escribir novelas que resuenan una vez, pero caen en el olvido, Hiriart escribe conciertos para instrumentos musicales de su propia invención, capaces de ofrecer melodías fascinantes desde las primeras notas.
En tanto se cumplen sus profecías sobre la llegada de los marcianos o el descubrimiento de los gofos, Hiriart ha creado tres monstruos más hasta el momento, todos difíciles de igualar: El águila y el gusano, El actor se prepara y El agua grande. Si bien El actor se prepara recuerda en su delicadeza y brevedad a su primera novela, El águila y el gusano es un nuevo relato monumental, donde un joven héroe, el tenaz Campuzano, arriesga su vida para encontrar un tesoro extraviado entre los laberintos de la política, un romance imposible y los territorios del crimen a comienzos de siglo.
Pero, aunque esto parezca imposible, la cacería de los monstruos hasta aquí expuestos, todos exquisitos, fue una preparación para El agua grande: sin duda la más original y lograda, extraña y deslumbrante de las novelas de Hiriart. Se trata de un relato hecho ya no digamos de especulación literaria, sino de imaginación creativa en constante ebullición, de la primera a la última línea. Con Elsinore y Domar a la divina garza, El agua grande es una de las novelas que, a medida que muestran los procesos de su laboratorio interior, elaboran uno de los relatos más sorprendentes de la reciente literatura mexicana. Mientras escuchamos un relato de aventuras de alta eficacia también presenciamos el proceso por el cual esa misma historia surge, crece y concluye con una puntería implacable, a partir de las visiones del ensueño. Tal como anunció en Sobre la naturaleza de los sueños, Hiriart se propuso una novela impulsada por los elementos más inesperados que ofrece la imaginación artística en estado puro. Obsesionado por los relatos en los que todo parece inevitable, y por tanto verdadero, el sabio Magistrodontos se plantea huir de lo artificial y lo predecible, de lo controlado y lo retórico, a fin de inventar una historia que ofrezca, en todo momento, los frutos de lo inesperado y lo inexplicable. Convencido del riesgo que supone seguir los pormenores de una trama diseñada de antemano, el protagonista de El agua grande sugiere que los escritores deberíamos aspirar a captar “el latido de la existencia”, ese elemento confuso y ambiguo, que “no está prefabricado, arreglado, compuesto, fluye simplemente por donde quiere, y su cauce, siempre imprevisible, nos es desconocido”. Así, a contracorriente de todos los manuales de escritura, e incluso de un discípulo vacilante, Magistrodontos construye un relato asombroso y fluido, apoyado en la imaginación que no ha sido domada por industria alguna. El agua grande es una de esas apariciones tan inesperadas como las esculturas que Edward James dispuso a mitad de la selva en Xilitla: un clásico secreto, con el poder de convocar a auténticos artistas de modo permanente.
Con el procedimiento monstruoso, Hiriart ha escrito una decena de historias que se encuentran entre los más grandes portentos que ha dado la literatura mexicana en tiempos recientes. Con su vitalidad y su originalidad indudable nos demuestran cuán uniforme es buena parte de la narrativa mexicana, cuán convencionales sus estructuras, cuán poco bestiales sus argumentos. Donde otros suman y restan lo que el lector espera de la literatura más vacua, Hiriart extrae de las minas profundas de la imaginación el material siempre asombroso de sus novelas. ~