Las lecciones de Guadalajara

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Uno de los síntomas más curiosos del régimen cubano, en su actual fase poscomunista, es la despolitización de la literatura nacional. Antes de 1992, cuando la política cultural y educativa del gobierno de Fidel Castro aún estaba regida por una ideología de Estado —el marxismo-leninismo—, los escritores cubanos, salvo raras excepciones (José Lezama Lima o Virgilio Piñera), eran muy proclives a llenar sus obras de mensajes ideológicos y políticos en favor de la Revolución. En los últimos diez años, sin embargo, al ser reemplazada esa ideología de Estado por una doctrina de régimen, construida sobre los mitos del nacionalismo revolucionario, la literatura correcta se ha vuelto aquella que elude los grandes problemas políticos de la isla o que los roza por medio de alegorías, símbolos y, a lo sumo, “denuncias” de ciertos “males de la sociedad”, como la prostitución, el contrabando o las drogas.
     El gobierno de Fidel Castro ha comprendido que los escritores cubanos ya no pueden escribir alabanzas a la Revolución. A cambio de esta licencia, ese mismo gobierno exige que la literatura nunca critique frontalmente el régimen político de la isla, ni cuestione la figura de su líder máximo. Pero no basta con que los escritores se abstengan de introducir críticas políticas en sus obras: tampoco podrán ventilarlas en la opinión pública. De manera que el nuevo pacto entre los intelectuales y el poder en Cuba se basa en que los escritores gozarán de todos los beneficios del Estado —publicaciones, difusión, agencias editoriales, premios, reconocimiento, viajes…— mientras no disientan del liderazgo de Fidel Castro ni del sistema político de la isla.
     La mayoría de los escritores cubanos ha aceptado ese acuerdo. Algunos, como Cintio Vitier, Roberto Fernández Retamar, Miguel Barnet o Pablo Armando Fernández, se acogen a dicha transacción porque admiran a Fidel Castro y creen en las virtudes de su régimen. Otros, como Antón Arrufat, César López, Leonardo Padura o Abilio Estévez, reservan sus críticas para el espacio privado, a cambio de la seguridad que necesitan para producir sus obras. Sólo unos pocos, como Raúl Rivero y Antonio José Ponte, se han atrevido a incorporar la crítica del régimen a un perfil de intelectual público, capaz de crear un arte literario y, a la vez, asumir las demandas de una responsabilidad histórica.
     Ningún escritor, como acordaron Umberto Eco y Antonio Tabucchi en una célebre polémica, está obligado a ser un intelectual público. De hecho, en Cuba, tres de los grandes escritores del siglo XX (Alejo Carpentier, José Lezama Lima y Nicolás Guillén) fueron bastante erráticos en sus posiciones políticas. En cualquier literatura del mundo la existencia de un Albert Camus o un Octavio Paz es casi un milagro intelectual, una excepción y no una regla. El problema de la cultura cubana, sin embargo, es que, por desarrollarse bajo un sistema político no democrático, anula la figura del intelectual público o la arrincona en la disidencia y la marginalidad. La despolitización de la literatura cubana es obra del excesivo control que el poder ejerce sobre la esfera pública.
     Pretender una literatura nacional sin opositores políticos es como imaginar las letras francesas de la época de Napoleón iii sin Victor Hugo o la gran literatura rusa del siglo XX sin Nabokov o Brodsky. Esa idea despolitizada de la literatura, subterfugio para la imposición de una sola política en el campo intelectual, fue la que inspiró el comportamiento del gobierno cubano en la pasada Feria Internacional del Libro de Guadalajara. La ausencia de escritores como Guillermo Cabrera Infante, Antonio Benítez Rojo y Zoé Valdés, la imposibilidad de rendir homenaje a grandes escritores del exilio como Gastón Baquero, Severo Sarduy o Reinaldo Arenas, y la furia con que la delegación oficial reaccionó contra las presentaciones de las revistas Letras Libres y Encuentro de la Cultura Cubana, fueron evidencias de esa perversa disociación entre literatura y política.
     El gobierno cubano asumió como “provocaciones” y “ofensas” los lanzamientos del número de noviembre de Letras Libres, “Futuros de Cuba”, y de la entrega 25 de Encuentro de la Cultura Cubana, en homenaje a Jesús Díaz. ¿Por qué un Estado que controla la vida económica, social y política de todo un país se siente “provocado” y “ofendido” por dos revistas que se editan fuera de la isla? La única explicación posible es que el gobierno cubano decidió trasladar a Guadalajara su insaciable voluntad de dominio y en ese escenario se atribuyó la potestad de reprimir cualquier disidencia. Los artículos de Antonio Elorza, Carlos Alberto Montaner o Vladimiro Roca en Letras Libres, y algunos textos de homenaje al desaparecido novelista y cineasta Jesús Díaz, en Encuentro, eran precisamente eso: literatura política de oposición.
     Es muy probable que el gobierno cubano haya decidido, semanas antes de la fil, realizar lo que en el lenguaje político de la isla se conoce como un acto de repudio contra ambas presentaciones. Esa especie de pogromo verbal o juicio revolucionario con que una masa de castristas exaltados somete a una minoría de “traidores”, “contrarrevolucionarios” y “agentes del imperialismo” es una práctica recurrente dentro y fuera de Cuba. En 1980 tuvieron lugar miles de esos actos de repudio, a lo largo y ancho de la isla, contra los “gusanos” y “escorias” que solicitaban la salida del país. En México, hace apenas unos meses, se escenificó un linchamiento retórico muy similar durante la presentación del libro Cómo llegó la noche, del Comandante de la Revolución Huber Matos, en Casa Lamm.
     El mecanismo político de esos actos de repudio es el mismo que el de los famosos pogromos del antisemitismo europeo, estudiados por el gran historiador ruso-francés León Poliakov. Una élite ideologizada induce a un grupo de fanáticos a insultar al enemigo público, a cubrirlo de ofensas y calumnias, hasta propiciar un ambiente de odio colectivo que muy fácilmente puede desembocar en la agresión física. Los ponentes de la mesa de Letras Libres (Roger Bartra, Christopher Domínguez Michael, Julio Trujillo, Rafael Rojas y José Manuel Prieto), el domingo 1 de diciembre de 2002, en Guadalajara, entre consigna y consigna, fuimos injuriados por una docena de oradores que arrebató los micrófonos, nos dio la espalda, y nos acusó de ser “cómplices del genocidio” ante la multitud enardecida.
     Un pogromo es inconcebible sin el elemento de espontaneidad que aporta la masa enfurecida. En el caso de este “acto de repudio”, dicho elemento fue asegurado por los jóvenes miembros de la oclae (Organización Continental Latinoamericana y Caribeña de Estudiantes), entre los que había no pocos cubanos entrenados en el arte de la oratoria castrista. El liderazgo intelectual y político de la operación, sin embargo, siempre estuvo en manos de un grupo de “periodistas” y funcionarios de la isla, quienes ofrecieron a su público los principales mensajes para el escarnio. Incluso los momentos más cercanos al debate de ideas, en las intervenciones del director de la Biblioteca Nacional de Cuba, Eliades Acosta Matos, y del director de la Cinemateca de la isla, Enrique Ubieta Gómez, estuvieron salpicados de múltiples ofensas personales. Como en todo pogromo, lo importante no era la divergencia ideológica, sino el odio al otro.
     Seguramente, el gobierno cubano había planeado confrontar la presentación del número 25 de Encuentro de la Cultura Cubana, prevista para el 5 de diciembre. La reacción adversa de la opinión pública mexicana, la carta de 28 reconocidos intelectuales —entre los que se encontraban Mario Vargas Llosa, Fernando Savater, Adam Michnik, Elena Poniatowska y Carlos Monsiváis— solicitando garantías de seguridad para la presentación de Encuentro, y las rápidas medidas que en ese sentido tomaron la presidencia y la dirección de la fil, impidieron que se produjera otro acto de repudio. En todo caso, el ataque a Letras Libres, por su violencia verbal, no fue un episodio “insignificante”, como luego declararon las autoridades de la isla.
     La Feria de Guadalajara demostró que en Cuba coexisten dos políticas culturales. La de los escritores, artistas y críticos que buscan la apertura y el diálogo con sus compatriotas de la diáspora y la de los policías, funcionarios e ideólogos que aspiran a perpetuarse en el poder. ¿Es ese forcejeo entre ambas políticas un recurso del Estado para liberar las tensiones internas de la élite habanera? No lo sabemos. Por lo pronto Guadalajara confirmó que el deseo de representación de la totalidad de la cultura cubana, por parte del gobierno de la isla, está condenado al fracaso, y que cualquier balance de la producción intelectual de la nación será siempre impugnable sin el reconocimiento pleno del legado literario y las instituciones políticas del exilio cubano. ~

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(Santa Clara, Cuba, 1965) es historiador y crítico literario.


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