Me gusta pensar en los sistemas políticos como arcos, porque me sirve la definición que de estos hizo el genio florentino Leonardo da Vinci: un arco no es otra cosa que “una fortaleza hecha de debilidades”. Se refiere a que las piezas que forman un arco, al tender a caerse, se empujan las unas a las otras y cada pieza contrarresta la caída de otra. Terminan por apretarse tanto que sostienen esas construcciones góticas que admiramos o esos alargados puentes que diseñó el italiano.
Los sistemas democráticos son así: están hechos de piezas débiles que se empujan. Todas tienen la mala costumbre de tender/caer hacia la concentración de poder. Todas siguen intereses propios y todas son falibles cuando no perversas. Sin embargo, el sistema de vigilancia, pesos y contrapesos hace que las piezas se presionen entre sí y formen un arco en lugar de una tiránica y aburrida plancha. Eso sí; si uno de los elementos es más grande de lo que debe y estorba o tiene la inclinación incorrecta, la construcción se desliza y eventualmente se derrumba.
Pienso en ello cuando reflexiono sobre los escenarios de 2024 y constato los malos cálculos que hacemos al acomodar las piezas de nuestro arco actual. La historia democrática del país, como la de los primeros constructores de arcos, ha usado la técnica de la prueba y el error, pero la madurez del sistema nos obliga a sacar pluma y papel, hacer sumas y restas, considerar la tensión horizontal, la resistencia del material y el estrés vertical. ¿De qué están hechos nuestros partidos? ¿Aguanta nuestra división de poderes? ¿Es adecuada la inclinación de los medios de comunicación? El nombre del ganador en la elección presidencial y la bandera bajo la cual compita será menos importante que el cálculo que hagamos de su peso y del lugar que le pongamos en el puente.
Si en los próximos meses se ajustan las medidas, se refuerzan los puntos de apoyo y se hacen bien las cuentas, México puede abrir una ventana para continuar el camino interrumpido hacia su democratización. Con un segundo periodo de Morena o con un partido o alianza distintos. Por el contrario, si las piezas más deterioradas no se restauran, la alternancia no solo no será suficiente, sino que puede acentuar la deriva autoritaria.
Las piezas
Libertad de expresión, Estado de derecho, elecciones justas y libres, medios de comunicación plurales, partidos políticos competitivos, sociedad civil y respeto a los derechos humanos son los elementos que debe tener un régimen para llamarse democrático según el consenso internacional de académicos y políticos. Yo he optado por reflexionar sobre algunos de los actores concretos que dan vida a ese marco en México: la Corte, el poder legislativo, los gobernadores, el INE, los medios, el ejército y los partidos políticos. No analizo su papel sustantivo (la justicia, la legislación, las políticas públicas, sus acciones), sino su rol como elementos metafóricos del arco democrático.
Lo que costó tallar esa cantera
Comienzo por la pieza que con mayor claridad se está saliendo (la están moviendo) de su lugar: el Instituto Nacional Electoral. La desconfianza por la actuación del gobierno en los procesos de renovación de las autoridades condujo a los mexicanos a esforzarse por construir un sistema a prueba de canallas, tramposos, abusivos y poderosos, quienes, según la visión de la época, formaban parte del sistema priista. La armadura electoral tuvo nombre y apellido, o lo que es lo mismo, cerraduras diseñadas específicamente contra el partido hegemónico.
El objetivo era claro: que los votos se contaran de verdad y que todos los jugadores participaran en igualdad de condiciones. El camino fue intrincado y lento. Hay quien fecha su comienzo en 1977, con la ley que dio entrada a la oposición partidista, pero hay quienes lo fechan más atrás. Lo importante es saber que hoy podemos contemplar al menos cuarenta años de liberalización política y democratización. Había que equiparar la cancha con recursos públicos para los partidos registrados. Se hizo. Había que dar autonomía a los organismos que contaban los votos. Se consiguió. Había que limitar la propaganda oficial. Se hizo. Había que construir una complicada relojería institucional para tener boletas infalsificables, vigilancia ciudadana, credenciales confiables, conteo imparcial, urnas monitoreadas y un organismo electoral con recursos suficientes y dirección colegiada, elegida por todos los jugadores y no solo por el poder en turno. Todo eso se logró. Luego se enmarañó más, siempre con el fin de acotar a los abusivos: se restringió el acceso a medios de comunicación, se acotaron los tiempos y las formas de las campañas, se ampliaron las multas a los partidos, se potenció el carácter fiscalizador de la autoridad electoral, se multiplicaron las facultades de los tribunales electorales.
En ese marco llegamos a la primera década del siglo XXI, engreídos poseedores de un sistema de renovación de autoridades blindado contra las tentaciones del poder en turno y probado ya con la alternancia partidista. No fue poca cosa: el régimen del partido hegemónico se resquebrajó sin sangre gracias a la cara, efectiva y orgullosa ingeniería electoral mexicana. ¿Se acabaron las trampas? Lógicamente no. Pero terminó el fraude como mecanismo de transferencia sexenal.
Mientras escribo esto, el INE sufre un claro desmantelamiento. El presidente Andrés Manuel López Obrador considera que es una institución onerosa e inservible, manejada por una burocracia intocable que no hace honores al principio de la imparcialidad. Tras acusar al organismo de promover los fraudes electorales, se atrevió a impulsar, sin éxito, una reforma constitucional para que el Estado volviera a tomar control del órgano directivo. Fracasó en ese primer intento, aunque consiguió la modificación de leyes secundarias para rediseñar la tubería básica interna del instituto. De acuerdo con todos los especialistas de la academia, dentro y fuera del país, estos cambios ponen en riesgo la viabilidad de la jornada electoral, aunque la Suprema Corte aún no determina la constitucionalidad de esta reforma. Si la Corte detiene al perverso plan de destrucción, la pieza funcionará, y lo hará incluso si en la rotación de consejeros entran personas afines al partido oficial.
Es importante advertir que esta es una sola de las piedras. Es verdad que tiende a absorber recursos y claramente no es infalible, por lo que hay que estarla limando. Sin embargo, es una buena pieza de cantera que costó mucho trabajo moldear.
La sobrecarga vertical
El titular del ejecutivo tiene un partido poderoso, un liderazgo potente, un altavoz sin competencia, cortesanos leales en lugares estratégicos, la llave de las arcas y el mando único del ejército. Esa es una sobrecarga vertical que se resuelve con empujes horizontales en los palacios judicial y legislativo. Teóricamente, también en los palacios estatales.
La Suprema Corte de Justicia de la Nación mostró una fuerza menor a la necesitada en los primeros cuatro años de gobierno de López Obrador. Aunque, en algunos casos, favoreció las decisiones del ejecutivo (como en lo referente al papel de las fuerzas armadas en labores de seguridad), en otros sostuvo criterios independientes (como con la reforma eléctrica). Por otro lado, el recurso del amparo ha mantenido su rol en los tribunales y, en no pocos casos particulares, fue utilizado como contrapeso para detener la voluntad general del ejecutivo. El poder judicial no quedó nunca aplastado, a pesar del ánimo presidencial y de la inclinación o debilidades de algunos ministros, pero permitió que el arco se pandeara peligrosamente. Los recientes cambios en la Corte anuncian una mejor etapa y una mayor estabilidad. La nueva ministra presidenta Norma Piña muestra un carácter independiente del que penosamente había adolecido su antecesor, Arturo Zaldívar. Desde luego, la Corte no estará exenta de ataques ni será por arte de magia impoluta, pero su peso, en términos generales, cuenta ya para el amarre de la arquitectura democrática.
Por su parte, en el poder legislativo la mayoría simple de Morena arropa sin criterio la voluntad lopezobradorista. A las iniciativas de ley enviadas por el presidente no se les mueve ni una coma, según han dicho con orgullo los legisladores de ese partido. Pese a ello, es un error creer que la pieza está doblada. No lo está. Tampoco está rota ni es inservible o débil: hay bancadas plurales, hay un protocolo bicameral intacto, los votos cuentan y las personalidades jurídica y política son operativas. Su composición partidista favorece actualmente las decisiones del partido que gobierna, al menos en el terreno de la legislación secundaria y presupuestal, pero esa no es una falla ni un error de diseño; es una consecuencia lógica del voto y una característica mutable de las cámaras que a veces entorpece y a veces protege un rumbo de gobierno. Con todo y la mayoría afín al ejecutivo, las cámaras siguen teniendo su propia tensión interna y no están institucionalmente impedidas ante otros poderes. Esa pieza, hoy inclinada, es institucionalmente capaz de evitar deslizamientos hacia la derecha, la izquierda o la tiranía siempre y cuando se hagan buenos cálculos. Es decir, siempre y cuando se le otorgue pluralidad con el voto.
Hay una tercera piedra que ha estado mal colocada desde hace mucho a pesar de su belleza y potencial. Me refiero a la articulación federal, específicamente la relación entre gobernadores estatales y poder nacional. En los estados de la república, con su clase política y su identidad regional, se producen autos y energía eléctrica, se exportan jitomates y se forman médicos, se hace cultura y se hace trampa. Ahí impactan los impuestos y las reglas educativas, los programas sociales y la infraestructura carretera. Son el país. Sin embargo, las instituciones locales están sujetas no solo a un presupuesto centralizado sino a leyes generales que debilitan su actuación en materia de salud, seguridad, educación e infraestructura. Adicionalmente, la configuración política local y el escenario criminal incentivan la búsqueda de cobijo nacional, desaniman los esfuerzos territoriales y amparan la irresponsabilidad y el abuso de los políticos en los estados. Se ve difícil que ese factor intervenga como contrapeso ante el potente presidencialismo, pero tiene potencial.
La pieza mal colocada
El ejército está en un lugar estratégicamente peligroso para el equilibrio democrático. No abundaré esta vez en ello. Basta decir que, con el incremento de personal, de tareas, de recursos y de personalidad política, las fuerzas armadas son ya un actor con capacidad de veto en decisiones públicas. Ese papel es nocivo, y puede serlo más. En el peor de los casos puede subordinar al poder civil, sin importar si este lo detenta Morena o una alianza opositora. En todas las democracias, los ejércitos juegan un papel de excepción que se ha ido reconfigurando. La tendencia en las democracias liberales es la reducción del tamaño de los ejércitos, la clarificación de sus nuevos objetivos, el mando civil, la fiscalización ordinaria y la vigilancia parlamentaria. En México el secretario de la Defensa aún es militar, el poder legislativo no tiene voz, las fuerzas armadas desempeñan más de doscientas sesenta tareas civiles enmarcadas en contratos bilaterales, se encargan de la infraestructura estratégica y no responden a las normas de transparencia. Revertir el poder que se le ha entregado al ejército será complicado, aprovechar la fuerza que se le ha otorgado es una suculenta tentación y quedar aplastado por su peso es una posibilidad real para cualquier actor civil del futuro inmediato.
Puntos de apoyo
Entre los puentes de Da Vinci hay uno muy famoso por su simplicidad. De hecho, puede ser replicado con lápices en un escritorio, siempre y cuando se siga con absoluto rigor el orden en el que se levanta cada palito y se respete el lugar donde están los puntos de apoyo para que no se tambalee. Yo encuentro (me invento) esos puntos de apoyo en los medios de comunicación y los partidos políticos. Se mueven, hay que ajustarlos, son transmisores, puede haber muchos, aunque eso no los libra de, en algún momento, ocasionar un derrumbe.
Los medios de comunicación han jugado un rol esquizofrénico en la construcción del arco democrático en México. Le han servido al poder ejecutivo y se han deslindado de este. Lo han modelado y se han subordinado. En no pocas ocasiones, la élite política ha sido indistinguible de la élite de los medios de comunicación. En el actual régimen, la distorsionada relación entre prensa y gobierno se mantiene, aunque hayan cambiado los nombres y las marcas de los favorecidos y los críticos. Existe periodismo militante oficialista y periodismo militante opositor, como antes, pero con varios elementos que agravan la debilidad de los medios: la impunidad con la que se mata a periodistas y la frecuencia con la que esto sucede, el monopolio de la agenda pública bajo la propaganda del gobierno y, por último, los ataques verbales que un presidente popular y poderoso lanza contra medios y periodistas, acentuando su vulnerabilidad.
El ecosistema de medios mexicano tiene algunas fortalezas. No es víctima de persecución policiaca, hay pluralidad y disenso. Se hacen investigaciones que desnudan la corrupción y trabajos que registran con profesionalismo el estado de cosas en materia de salud, educación y seguridad, aunque encuentran poco eco en el sistema judicial y en un debate público informado que trascienda a los analistas. Para que los medios funcionen como soportes del arco democrático es preciso que recorran un camino de profesionalización que los proteja de la dinámica polarizadora alimentada por el presidente, que sean debidamente protegidos de la violencia y el acoso, que el rigor de su trabajo sostenga su credibilidad y su prestigio para contrarrestar la información falsa y la manipulación que abundan en las redes sociales.
No es imposible; hay buen periodismo y buenos periodistas en el país, pero el ecosistema de medios, en general, no es robusto, entre otras cosas, porque su autonomía y profesionalización no son todavía suficientes para contrarrestar la actual erosión de la verdad. El presidente López Obrador desestima y niega la veracidad de la información publicada por los medios, poniendo sobre la mesa “otros datos”, mientras mina la credibilidad y el prestigio de los periodistas acusándolos de ataques y conspiración contra la buena marcha de su gobierno.
La consecuencia más clara de esta situación es la polarización, ante la cual es necesario fortalecer la relación entre los medios y las audiencias. Los medios deben ser rigurosos y éticos, autónomos y confiables, mientras que las audiencias deben estar en condiciones de aceptar el costo económico de la información de calidad. Esto cierra la puerta a la manipulación, refuerza la rendición de cuentas y potencia el impacto positivo de la libertad de expresión. No estamos ahí aún.
Los partidos políticos, por su parte, parecen vehículos vacíos. Advierto que con la alternancia los partidos adoptaron formas y prácticas que profesionalizaron su competitividad electoral mientras debilitaban su naturaleza representativa e identidad. Ni el PAN ni el PRI, los partidos más institucionalizados en México, han tenido una historia exenta de tensiones internas para escoger su vocación. La alternancia trajo consigo una efectiva rotación de élites, pero a nadie pareció importarle que la identidad de los partidos –un elemento aglutinador de militancia– se debilitara. Es más, la militancia pasó a ser un capital que las burocracias partidistas usaban con singular eficacia para repartir cargos y candidaturas. Morena, registrado apenas en 2014, reproduce la misma dinámica. El partido gobernante capitaliza sus bases, atraídas gracias al carisma presidencial y los programas sociales, como respaldo callejero del ejercicio del poder.
En el espectro tenemos entonces un partido oficial cuya fuerza es gubernamental, cuatro partidos institucionalizados con identidad débil (PAN, PRI, PRD y MC) y varios partidos pequeños altamente adaptables a distintas coaliciones.
No son muy buenos partidos, pero se trata de piezas que, al buscar su beneficio, se empujan unas a otras y generan tal presión que se sostienen. Sin embargo, ¿qué pasa si, en lugar de empujarse, se destruyen unas a otras en un proceso nada democrático de anulación? Ese escenario es el que se nos presenta. Morena quiere eliminar a todos los adversarios y los coloca en un solo cajón sin distinción. Su fórmula es aniquiladora: no tolera la convivencia legislativa, la negociación partidista, la contención institucional o la crítica, por lo que opera avasallando. El PRI, el PAN y el PRD reaccionan avivando el fuego: ya no son adversarios vigilantes entre ellos, sino aliados contra Morena, también en un ánimo aniquilador. Hay otros partidos que sirven como rémoras y se cuelgan de uno u otro lado. El único que hasta ahora ha mantenido un carácter ajeno a la polarización es Movimiento Ciudadano, pero su reducido tamaño y su borrosa identidad impiden que altere la situación de los dos bloques.
Los partidos políticos en México son una pieza imperfecta. Hay pluralidad e institucionalización, pero el dibujo ideológico es borroso y la identidad actualmente descansa en la dicotomía amigo-enemigo.
El arco de 2024
No observo el 2024 como una bifurcación de caminos en donde un partido llama al autoritarismo y otros a la democratización. Que gane Morena no es sinónimo de dictadura y que gane una alianza contra Morena no implica que se recupere un estado democrático que por cierto no era idílico.
Los partidos que hoy están en la oposición no representan la salida a las pulsiones autoritarias que atacan la democracia mexicana. Un triunfo de la alianza PRI, PAN y PRD en las elecciones presidenciales de 2024, en el contexto de destrucción institucional al que nos condujo el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, puede ser un paso adelante en la deriva autoritaria si no se tienen las condiciones necesarias.
Todos los partidos, con el ensamble actual, pueden conducirnos tanto a la uniforme tiranía como a la inestable y fatigante normalidad democrática. El 2024 es un momento de ajuste entre las piezas. El electorado mexicano no solo decide quién será presidente, sino cómo y con qué fuerzas en el legislativo y los estados. Ese mismo electorado es audiencia para los medios de comunicación y, por lo tanto, consumidor, cliente y actor dentro de ese ecosistema. Los medios deben asumir su responsabilidad con rigor y claridad para no ser usados por un grupo o por otro en el momento de reacomodar las piezas del legislativo y la presidencia.
Morena encarna hoy la destrucción de los contrapesos, pero que gane Morena no es lo peor que puede suceder. Lo peor que puede pasar para la democracia en México es que quien gane la presidencia se lleve todo: diputados, senadores, gobiernos estatales, Ciudad de México y simpatías en la Corte. En ese desastroso coctel, la actuación del INE, de los medios y de los partidos es crucial. Si el INE termina por ser parcial y si los medios se vuelven actores, el problema se agravará. Si los partidos abandonan prácticas democráticas como la del respeto al ganador y a las instituciones electorales, uso de canales formales para las demandas y la no complicidad frente a otros partidos, entonces no habrá elección que valga: habremos caído al pozo del autoritarismo y del caos político.
Esto no depende solo de que el triunfo presidencial se lo lleve el partido gobernante o los de oposición, sino de cómo se transita a ese resultado: con qué legitimidad operativa, con qué respaldo jurídico, con qué ecosistema legislativo, con qué arreglo fáctico federal y con qué tipo de incentivos para que los perdedores actúen con responsabilidad. Si las piezas del arco tienen el peso justo y, además, el ganador no se lleva todo, tendremos arco. No sé si un buen gobierno, pero sí la posibilidad de cambiarlo en paz. ~
es politóloga y analista.