Migración: lo peor podría estar por venir

¿Qué significaría un segundo mandato de Trump para los inmigrantes en Estados Unidos? Como mínimo, que él y sus aliados llevarían a cabo sus políticas de inmigración con un nuevo tipo de desenfreno.
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En 2016, Donald Trump intentó algo sin precedentes en la historia moderna de las campañas presidenciales en Estados Unidos. Como candidato mainstream convirtió la inmigración –durante mucho tiempo considerada un asunto demasiado divisivo como para ser la bandera de una coalición ganadora– en el tema que definía su personalidad política. Demonizó a los migrantes y arremetió contra la inmigración en todas sus formas. Y, sin embargo, al principio, muchos conservadores restriccionistas –los “verdaderos creyentes” que durante años operaron en las franjas populistas del Partido Republicano– seguían dudando de su sinceridad. ¿Creía realmente lo que decía? Uno de esos primeros escépticos me dijo una vez que lo que lo había convencido de ingresar a la administración de Trump fue un discurso que el entonces candidato había pronunciado en Phoenix, Arizona, en agosto de 2016. En su mayor parte se trataba de una perorata. Pero entre los desvaríos y las tangentes barrocas podía hallarse un detallado proyecto escrito por el principal asesor de inmigración de Trump, Stephen Miller. Las políticas incluían planes específicos para restringir el asilo, procesar a los migrantes como criminales y deshacer las protecciones que la era Obama había ofrecido a los indocumentados que viven en Estados Unidos. Cuando Trump dejó el cargo, en enero de 2021, él y Miller podían afirmar de manera verosímil que habían cumplido con estas promesas.

El Trump de la campaña de 2024 ya no es un misterio. Ahí están las abundantes pruebas de su primer mandato, desde la prohibición de viajar desde países de mayoría musulmana hasta la separación deliberada de padres e hijos en la frontera sur. Saboteó el sistema de asilo, al tiempo que redujo el número de personas que podían llegar a Estados Unidos por los cauces legales establecidos. La letanía de sus comentarios racistas es demasiado larga como para citarla. Por si su historial dejara alguna duda, durante la actual campaña ha sido explícito al afirmar que, si lo reeligen, pondrá en marcha detenciones y deportaciones masivas. Los migrantes recién llegados, dijo, estaban “envenenando la sangre de nuestro país” y “sacarlos será una historia sangrienta”.

En la Convención Nacional Republicana, el pasado julio, los asistentes portaban carteles con el lema “Deportaciones masivas”. Resultó que no era únicamente el plan de Trump para hacer frente a la inmigración. Según su campaña, era también su política para hacer frente a la escasez de viviendas disponibles en Estados Unidos.

Lo que Trump no ha dicho lo han dicho sus asesores y voceros. Miller, que tendrá un alto cargo en la nueva administración, ha prometido un millón de deportaciones al año. Debido a que la escala de una operación de este tipo sería demasiado vasta para el Departamento de Seguridad Nacional (DHS), el gobierno tendría que reclutar a la Guardia Nacional y al Departamento de Defensa para llevarla a cabo. Más detalles proceden de un documento conocido como Project 2025, una iniciativa política de novecientas páginas publicada por la Heritage Foundation y elaborada por funcionarios que sirvieron en la primera administración de Trump. Los autores proponen, entre otras cosas, reinstaurar una política antiasilo conocida como Protocolos de Protección a Migrantes, mediante la cual Trump había obligado a más de 60 mil migrantes a esperar –por tiempo indefinido y en condiciones peligrosas y miserables– en el norte de México mientras sus casos se resolvían en tribunales de inmigración estadounidenses a los que deliberadamente habían recortado fondos.

Todo esto deja una cuestión inimaginablemente oscura a considerar en un momento en el que Trump empata en las encuestas con su rival demócrata por la presidencia: ¿qué significaría un segundo mandato para los inmigrantes en Estados Unidos? Como mínimo, Trump y sus aliados llevarían a cabo sus políticas de inmigración con un nuevo tipo de desenfreno. Como me dijo, en días pasados, un antiguo funcionario de la administración de Trump, “cuatro años son realmente pocos cuando sabes que no vas a volver”.

La preocupación más inmediata es la agenda de Trump para imponer la inmigración dentro de Estados Unidos, en donde viven más de once millones de migrantes indocumentados. El 80% de estos lleva más de una década en el país; la mayoría tiene familia, trabajo e hijos nacidos en la Unión Americana y, por tanto, son ciudadanos. En términos logísticos, los planes de Trump para lograr un millón de deportaciones son complicados. De inicio, hay toda una serie de limitaciones de recursos (falta de celdas de detención, escasez de agentes gubernamentales), barreras legales (una orden de expulsión definitiva debe ser emitida por un tribunal) e incertidumbres diplomáticas (Estados Unidos no puede deportar a personas si otro país se niega a recibirlas). En 2019, por ejemplo, la administración de Trump pidió dinero al Congreso para financiar 52 mil camas donde el gobierno pudiera retener a los migrantes antes de deportarlos. Project 2025 imagina un escenario en el que el Congreso aprobaría cien mil.

Sin embargo, expulsar al año a un millón de personas del país no carece de precedentes. En 1954, en una vergonzosa iniciativa llamada Operación Espalda Mojada, el gobierno estadounidense deportó a más de un millón de mexicanos y mexicanoamericanos. Esta cifra incluía a ciudadanos estadounidenses que no podían aportar fácilmente sus certificados de nacimiento o que fueron detenidos solo porque no eran blancos. Lo que sería más probable bajo Trump es una especie de caos extendido. La aplicación de la ley sería indiscriminada e impredecible. Se podría detener a cualquier persona indocumentada. En los últimos años de la presidencia de Obama –y de nueva cuenta durante los años de Biden–, las autoridades de inmigración perfeccionaron una estrategia policial diseñada para dejar en paz a millones de migrantes indocumentados que no habían cometido ningún delito. Trump puso fin de inmediato a ese enfoque cuando asumió el cargo en 2017. “Si estás en este país ilegalmente, y has cometido un delito por estar en este país”, dijo su máximo responsable en aquel momento, “deberías mirar por encima del hombro”.

Dado que la población indocumentada es tan numerosa, los agentes del gobierno tienen un enorme margen de maniobra para decidir a quién persiguen y cómo. La actual política disuade al Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) de detener a cualquier persona en hospitales, escuelas, lugares de culto religioso o juzgados. Hace siete años, el ICE empezó a perseguir a migrantes que se habían presentado a sus citas en los tribunales. Los defensores de los derechos de los migrantes indocumentados o los llamados “colaterales” (personas atrapadas al azar mientras los agentes perseguían a alguien más) eran a veces arrestados y despojados de las protecciones legales temporales que habían tenido en el pasado. Cuando era uno de los principales asesores de la Casa Blanca, Miller quería que el ICE, en palabras de alguien que había tenido múltiples reuniones con él, “sacara a los estudiantes de las escuelas”. En ese momento, los funcionarios de carrera del Departamento de Seguridad Nacional se resistieron a tales planes, pero, en un posible segundo mandato, no habrá ningún control sobre los peores impulsos de Miller y Trump. Varias fuentes gubernamentales de alto nivel me dijeron que esperara redadas de migración en ciudades gobernadas por demócratas. El objetivo, me explicaron, era doble: Trump podría tomar represalias contra sus oponentes políticos y, al mismo tiempo, enviar el mensaje de que los migrantes no estaban más seguros en ciudades o estados santuario.

La otra gran víctima de un segundo mandato de Trump puede sonar más abstracta, pero no por ello dejaría de ser profunda. Se opone a la inmigración en todas sus formas, no solo en la frontera sur. Eso significaría restringir o poner fin a programas que han existido durante décadas, ya sea para reunificar familias o permitir que la gente entre en el país para trabajar o estudiar. En este sentido, la burocracia gubernamental puede ser una ventaja, más que un obstáculo, para Trump. De acuerdo a un funcionario de carrera del DHS, es alarmantemente fácil “echar arena en los engranajes” del sistema de inmigración legal. La agencia federal responsable de tramitar las solicitudes de visados y tarjetas de residencia se financia mediante tasas: depende de que un número regular de personas presenten y paguen las solicitudes. En 2020, cuando la administración de Trump aprovechó la pandemia para frenar la inmigración a Estados Unidos, esta agencia estaba al borde de la quiebra.

Los economistas han documentado cómo la mano de obra nacida en el extranjero disminuyó durante los años de Trump y que, como resultado directo, la economía se vio afectada. Según la Reserva Federal, la mano de obra migrante rescató a la economía estadounidense de la recesión de la era covid y –en medio de la actual escasez de mano de obra a lo largo del país, en toda clase de industrias, de la agricultura a la sanidad– un nuevo recorte de la inmigración legal sería calamitoso.

Eso sin mencionar lo que las bravuconadas de Trump en contra de los migrantes harían con el racismo y la hostilidad que se están expandiendo con rapidez por todo Estados Unidos. Es casi imposible imaginar la matanza de veintitrés clientes mexicanos y chicanos de Walmart en El Paso, en 2019, sin tomar en cuenta a un presidente que, desde la Casa Blanca, utilizaba el mismo tipo de insultos que el trastornado tirador. En ese sentido, lo que quizá más asuste de otro mandato de Trump es lo poco arrepentidos que se muestran muchos de sus soldados de a pie respecto a los horrores del primero. Hablé con uno de ellos el otro día y le pregunté qué lamentaba, si es que lamentaba algo, de que la administración de Trump separara a cerca de cinco mil niños de sus padres en la frontera sur. (Cientos de familias siguen separadas.) El error, me contestó, fue que “desde el primer día […] deberíamos haberle dicho a más gente que estábamos dispuestos a hacer esto”. ~

Traducción de Eduardo Huchín Sosa.

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es periodista de The New Yorker y experto en temas migratorios. Este año, Penguin Press publicó su primer libro, Everyone who is gone is here. The United States, Central America, and the making of a crisis.


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