Tenía la parsimonia de sabio y llevaba el horario ranchero de la ordeña. Por escribir desmañanado cultivaba en prosa pura la crema de los días y, por lo mismo, perfeccionó una forma terapéutica y condensada de la siesta –antes o después de la comida, pues a partir del desayuno cronometraba paseos de pensamiento andante, ya en conversación con algún alumno o en soliloquio que se hilaba en silencio con hojitas de laurel o bugambilias extraviadas que iba recolectando al paso–. Escribió entre muchos libros dos obras fundamentales, fundó una institución académica ejemplar y vivió una vida que al cumplir su primer siglo de eternidad queda como el mejor espejo para la memoria de México.
Nació en San José de Gracia, Michoacán, de padres emparentados entre sí y dado que murió una hermanita en la infancia fue agraciado y agradecido hijo único entre una comarca de numerosas proles familiares. El pueblo fundado por bíblicos barbones lotificó un pequeño paraíso al pie del cerro de Larios que años después sería rebautizado en literatura por Juan Rulfo con el nombre de “Luvina”. San José bajo las lluvias y sucesiones largas de secas habría de renacer cíclicamente de sus cenizas, sobre todo con la quemazón de la Cristiada que forzó al niño Luis a un primer exilio en Guadalajara, hasta que sus padres deciden volver a contribuir al renacimiento colectivo y habitan una casona de anchos corredores, patio de entrada y corral al fondo donde florecería una entrañable huerta. El niño Luis aprendió primeras letras y pilares cristianos en casa: el silabario como semilla para lector ávido y precoz, al tiempo que una suerte de catecismo rural de amor al prójimo y clara epidermis de solidaridad y justicias.
Volvió a Guadalajara cuando dejó de ser niño y creció adolescente para estudiar con los jesuitas y pasó entonces –como muchos– a las primeras nociones de jurisprudencia o eso que llaman derecho hasta enterarse de que en la Ciudad de México había manera de licenciarse en historia, sabiéndose ya dueño de esa vocación. De la Casa de España convertida en El Colegio de México, el joven Luis González y González recordaría ya para toda su vida las enseñanzas de don Daniel Cosío Villegas, no pocos ejemplos verbales y en prosa de don Alfonso Reyes y, entre muchos profesores, su maestro Ramón Iglesia que le contagió el convencimiento de que los amantes de Clío se forman tanto en el aula como en las sobremesas de cafeterías.
Tuvo la sagacidad de elaborar una tesis novedosa sobre el ánimo optimista que transpiró la lucha por la independencia de México y entre el papeleo del temprano Colmex obtuvo su título en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, lanzándose pronto como becario a París donde vivió y estudió dos años, con el acento josefino y el ritmo aumentado de lecturas. De aquellas luces evocaba con gratitud el trato con su maestro Pierre Chaunu (y no tan felices recuerdos de Fernand Braudel) y del periplo francés salió maestro y doctorando a España, pues aceptó el noble encargo que asumió como empeño de investigar en archivos de Madrid, Salamanca, Sevilla y Valladolid lo que sus viejos maestros de México le encargaron por quincena al no poder ellos desplazarse en las tareas de gambusino (ya por exilio republicano en México o por ataduras de tiempo y espacio). Se conservan en un rincón de la biblioteca del actual Colegio de México media centena o más de cajas retacadas con fichas, folios y fólders de su puño y letra que constan como palmarés de aquella quijotada que lo llevó a cabalgar Madrid y allende los campos de Montiel durante dos años.
Al volver a México se incorpora al selecto grupo de tlacuilos estudiosos que reunió don Daniel Cosío Villegas para una obra monumental y minuciosa del siglo XIX mexicano. Diez voluminosos tomos que podrían considerarse como un posgrado específico de macrohistoria y que por lo mismo anteceden lo que venía apuntalando González y González desde que salió de su pueblo: volver algún día a la querencia, a los horarios vacunos, las nubes y el paisaje paterno, irónicamente para sembrar en su afán la necesaria dicotomía de “matria” y lo materno como pareja indisoluble de la “patria”, la de bronce y ejercicios de civismo. Toda una aventura coherente con una guirnalda fundamental: haberse enamorado en Guanajuato durante un congreso por lo mismo histórico de Armida de la Vara con quien tuvo seis hijos y, ya todos en bola, volver al terruño con los abuelos en la misma casona de su infancia.
El retrato al vuelo de la vida de González y González (así como la conmemoración de su primer centenario de eternidad) no se completa sin subrayar el feliz matrimonio con doña Armida, cuentista y lectora microscópica, editora genial que brindaría peluquería a todas sus páginas, madre amorosa y ejemplar. Nomás por no dejarlo sin decir, ella fue la principal responsable de los mejores libros de texto gratuito emanados de la Secretaría de Educación Pública por contenidos, sentido y sensatez para vergüenza de la triste bazofia que han impuesto por ahora fanáticos del adoctrinamiento.
El año sabático de la vuelta a San José elevó la memoria colectiva del lugar y la comarca en el amoroso registro de sus pretéritos, alzó la memoria de muchos vecinos vivos y fantasmas como nubes en tinta y la levitación entrañable de sobrevolar la vida misma del lugar dio sustancia al título de Pueblo en vilo. Microhistoria de San José de Gracia. Un mecanuscrito abultado de memoria conjugada (que no mamotreto ilegible y acartonado que acostumbra azotar al mundillo académico) que cupo en una caja de cartón inicialmente destinada a bolsas de detergente, no sin antes pasar por el feliz filtro de que el autor lo leía y corregía ante el tribunal de los banqueros del pueblo (no por fiduciarios, sino por ser los viejos ocupantes del solaz en las bancas de la plaza principal).
Al volver en autobús del periplo sabático con prole y mil páginas en la conciencia, descubrió la pareja que la caja de cartón venía retacada con cinco kilos de limón verde. Con absoluta calma, González y González volvió a la central camionera donde –efectivamente– se encontró con un ranchero furioso que había encontrado un tambache de papeles en lugar de sus limones. Esto abre una ventana inesperada que en esta misma revista ha publicado Rafael Rojas: Pueblo en vilo es una novela verídica (como bautizó Luis González a los trabajos de historia y microhistoria que se cocinan a su manera) y tiene un evidente parentesco coetáneo y anímico con Cien años de soledad, ficción que también recrea la memoria del pueblo natal e intemporal de Gabriel García Márquez, como si Macondo fuese espejo de San José de Gracia tanto como Aracataca y las tres entre nubes, reflejo tanto para lectores en una aldea de la China, un fiordo noruego, los campos de Castilla, así como Minatitlán en Veracruz u Opodepe, al filo del desierto de Sonora. Algo que comparten todos esos puntos y seguidos con La Mancha de Alonso Quijano el Bueno, en palabras como pueblo de un tal Miguel de Cervantes.
El caso es que la entrega del opus sabático desató burlas y severas críticas entre voces que el tiempo calló, no solo por entusiasta defensa de don Daniel Cosío Villegas, sino por la rápida recepción agraciada de quienes leían en Pueblo en vilo un respiro a la tediosa centralización del quehacer histórico y a la necia mnemotécnica que creía que la memorización de fechas, batallas y estatuas de bronce cortejaba de veras a Clío. Además, con la pronta traducción de la obra al inglés no solo ganó un premio de prestigio y cundió un ánimo internacional (celebrado por gigantes como Carlo Ginzburg y sus gusanos o el Montaillou de Le Roy Ladurie), pues al traducirse al francés no es metáfora confirmar que rompió con las barreras de la soledad un libro que izaba en vilo a un pueblo que hasta antes de su sabático no aparecía ni en los mapas oficiales de la república mexicana y que muchos sin voz, mucha minucia presa de amnesias, muchos hechos obviados por lo monumental, de pronto se multiplicaron en tesis desde licenciatura a doctorales y que, así como Macondo provocó un boom que ha de resonar por más de un siglo, San José de Gracia se volvió acicate para estudios regionales, reflexión agraria, memoria lanar y vacuna, orografía ignota y demás tesoros del terruño.
Luis González y González inició entonces el apostolado a través de varias invitaciones a la microhistoria, no solo en párrafos y publicaciones donde refrendaba en cada página la afortunada prosa (con la mano invisible de Armida) y el milagro de escribir como quien habla, sino en conferencias, coloquios y entrevistas donde hablaba tal cual sabía escribir los gajes y pilares de una forma de historiar que concentraba la lente en lo íntimo, sin ofender a lo grandote o grandioso (aunque no quedaba estatua inmortal que la microhistoria no intentase bajar del pedestal y poner así a los próceres ya de carne y huesos a la altura de los mortales). Aquí se abre otra ventana como la que lo hermana con García Márquez, pues no es baladí ni chiripada que una de las mejores lecturas de Pueblo en vilo quedó celebrada y contagiada en la lente, ánimo y plumas de Jorge Ibargüengoitia, que por sus crónicas cotidianas parecen de microhistoria y también por sus novelas históricas que le cambian el semblante, nombre, apellido y leyenda a los otrora intocables próceres del sagrado altar de la patria. Todo lo ibargüengoitiano florece también en vilo, incluso la picaresca de una novela doble que narra la sinrazón surrealista y muy del mismo rumbo que Michoacán, pero allí donde Guanajuato se llama Cuévano; la novela donde Ibargüengoitia abre el hilarante e imantado mural de la vida académica, el festival universitario que va de bibliotecas a borracheras, que de no tan remota manera se liga con otro de los pilares fundamentales de la obra de González y González en su paso por este mundo.
Hablo del magnífico y valiente atrevimiento de emprender la fundación de El Colegio de Michoacán, no en Morelia –capital del estado– sino en Zamora (aún más alejada de la capital del país): una levítica villa de callados encantos entre los que señalo una catedral con cúpulas de nubes, para no decirle inconclusa o derruida y un postre que enreda a la leche para llamarse chongos. El Colmich es una institución que hasta el sol de hoy es sólido bastión de diversos saberes que emanan de la microhistoria como círculos concéntricos del saber. Por sus profesores sucesivos, sus cátedras al paso de las décadas, su catálogo de publicaciones, sus bibliotecas como enramadas pero sobre todo por su ánimo también en vilo, volante.
Pasó entonces que mi maestro se fue acercando a cerrar el círculo de un viaje redondo y al tiempo que se fue despidiendo de Zamora fue abonando un milagro en lo que fuera la huerta de la vieja casona materna-paterna de San José de Gracia y allí donde antes hubo un limonero, guayabo, nopal, maguey y otras plantas entre las que escribió su Pueblo en vilo, allí donde hubo corral y paja para vacas, uno o dos caballos, a mi maestro se le ocurrió alzar una biblioteca personal que se remató con una torre morada. Miles de libros en medio de un relicario de tejas ocres y no más de cinco mil habitantes rancheros; una ala de letras de pura literatura para su Armida y una nao rectangular de dos niveles con remansos, poblada con una invaluable colección bibliográfica de todo o casi todo lo que se ha escrito en materia de teoría y método de la historia, historiografías de cultura diversa y variadas culturas, libros, libritos, librotes y libelos de colegas y alumnos vueltos maestros con el tiempo. Desde el timón de su escritorio como evasión de jubilación, González y González se dedica entonces a fortificar su obra entera y ratificar en cada página el privilegio de su prosa con libros hilados con savia sabia, un álbum donde afirma las raíces de la construcción de México a través de los siglos, no pocos artículos diversos, ensayos para murmurarse en voz alta, visitas y revisitas a los diferentes pretéritos de muchos Méxicos… y la confección en tinta de otra obra maestra indispensable que tituló El oficio de historiar.
Si algún día vuelve el despertar de todo lo mejor que transpira México es muy deseable que contra toda confusión o corazonada se logre poner en manos de todos y cada uno de nosotros, nuestros nietos y los que sigan un ejemplar de El oficio de historiar. No es exageración ni hipérbole abonar el propósito de que senadores y diputados, empresarios y marchantes, además del lentamente creciente número de vocaciones por la historia en general se beneficien palpablemente de una pequeña biblia que irradia las mejores formas para viajar al pasado, las herramientas para bogar entre archivos de papel o electrónicos, navegar los mares de todos los pretéritos y paisajes posibles para cortejar amorosamente a Clío con donaire y flores que hemos ofrendado a Mnemosina (su madre) engañados en desdén por las demás musas también sus hijas y todo orientado luminosamente por la conversación con la que Luis González platica el paseo, perfila senderos y extiende alas para quien lo lea.
Desde quiénsabecuándo le dio por trabajar con estilográfica sobre sábanas de papel milimétrico (el de diminutos cuadritos más bien papiro de arquitectos o dibujantes) y sobre esos valles de papel iba hilando sus ideas con el uso de llaves como pirámides horizontales donde su pensamiento antes de volverse prosa iba de un concepto hacia todas sus derivaciones. Deducción que se volvía Inducción en el Historiador con mayúscula que se concentraba en el Universo entero a partir de lo minúsculo y esa sabrosa manía la heredaba generosamente en sus libros, artículos, ensayos, conferencias y entrevistas e, incluso, en fotocopias para un discípulo en ciernes.
Lo conocí por ser el padre de un querido compañero de la secundaria y le pedí que fuera sensei, guía y magister cuando ya sin ser adolescente intentaba clonar los pasos de su hijo y licenciar, amaestrar y doctorar una vocación como historiador que no pasa de ser escritor a secas. Lo conocí entonces antes de que perdiera el ojo izquierdo y se volviera el abuelo pirata para mis hijos y, antes, padrino de mi boda. Me acompañó en persona y constante aliento cuando intenté doctorarme en Madrid a donde decidió viajar con su hijo en íntimo intento por eso que llaman elaborar el duelo –sin digestión posible– al enviudar sin dejar de estar siempre al lado de su Armida. Además, en Madrid su hija mayor –la otra Armida– velaba mis andanzas e ilusiones como amorosa hermana mayor.
Debo a su otra hija, Josefina, la portada de mi primera novela que, creyendo que solo la leería doña Armida por sus literaturas y mentiras, aparecería luego subrayada y anotada por mi maestro cuando la fui a pergeñar en su biblioteca el día que lo enterramos en San José de Gracia. A esas dos hijas adoradas que se han ido ya también donde están sus padres intento abrazar con estas líneas, igual que a otros miembros de su tribu. En especial a Martín que sin saberlo coronó mi secundaria con más de medio siglo de magia, aquí donde no pasa un solo día sin que piense en sus padres o en lo mucho que le aprendo a su hermano Fernán.
Intento el abrazo para legiones enteras de alumnos de varias generaciones, así como para los contados profesionales del oficio que merecen el título de discípulos, pero también para miles de lectores que lo confunden con novelista o que lo leen como cuentista verídico de cosas de encantamiento y creo de veras muy importante que se sepa que cumple su primer siglo de trascendencia un hombre que saludaba con sonrisa, que charlaba como suave agua de llovizna, que te hacía sentir inteligente con cada libro, aforismo o comentario que regalaba sin pedantería pero con envidiable erudición. Es muy importante que no se olvide y que hoy mismo surja su próximo nuevo lector porque estamos ante un árbol inmenso de ramas extendidas como abrazo, robusto tallo y grueso follaje despeinado aunque con gomina. En medio de un llano, al filo del agua y murmullos de madrugada, Luis González y González vive ya para siempre en sus libros, en cada lúcida página que escribió no sin amasarla amorosamente con su Armida y cotejar, contrastar y decantar con incontables autores, escritoras, historiadores, ensayistas, filósofos y poetas muertos con los que ordeñaba tertulias al filo del amanecer para solaz y saber, paciencia y sapiencia de quienes lo conocimos y extrañamos, tanto como para los que lo lean por primera vez y quienes le sigan el ejemplo para andar directamente al alba nueva que irremediablemente nos ha de anochecer, aunque ya henchida mente, anchada memoria, acelerados corazón e imaginación con una energía de solaz y sosiego en medio de tanto ruido. Muy pocos árboles brindan tan generosa sombra. ~