“Los ojos ahora dos cautas hendijas en la sombra del Stetson.” Qué frase fascinante; la pronuncio varias veces. Creo que el secreto está en cómo la aliteración en J que aparece en ojos y hendijas se va transformando en la aliteración en S, que además introduce las narcóticas sinalefas. Porque al levantar la vista del libro y al susurrarla una y otra vez he acabado hablando este extraño idioma: losojo saora doscauta sendija senlasombra delestetson.
¿Qué estoy diciendo? No tengo ni idea. Pero la imagen llega clara: en las jotas resuena la violencia del machete que esperaba cortar limpio y al toparse con una resistencia no tiene más remedio que rebajarse a aserrar, jjjjj-jjjjj-jjjjj, adelante y atrás con su dañino filo ineficaz; las eses son serpientes que se esconden en la maleza al percibir el movimiento inusual.
Y atención, por cierto, a los ojos “en la sombra” y no “a la sombra”. Esa sombra, franja oscura, es un lugar, y no un estado.
Y la verdad es que eso es lo que está pasando. Ese es el ambiente. El cuento gongorino se llama “Sisé” y lo escribió Josefina Pla. El hombre del Stetson, el sombrero de los cowboys, ha salido a dar un voltio al alba y en un maizal, al pegar un tiro, se ha cargado a una persona. ¿Hombre o mujer? No lo sabemos, qué más le dará a él. La detonación ha debido de resonar en la mañana y asustar a los animales, pero por otro lado cuántos sonidos truculentos estallan en la naturaleza antes de que todo recupere la calma y como si nada.
Resulta que el muerto iba con algo. Se lo presenta como “un burujón”. Yo no sabía qué es un burujón, pero no me gusta ponerme a buscar las palabras en mitad de la lectura. Además, el cuento es tan bueno que te va enseñando el idioma sobre la marcha. Entiendo que es como un hatillo. Añade que el burujón “se contorcía flojamente y piaba como un pájaro”. ¡Está vivo!
Así avanza la historia. No sabemos lo que puede ser el bulto ese hasta que la madre del hombre, que lo ha cargado al hombro y llevado hasta la casa, lo recibe despectiva –con la presa y con el cazador a la vez, ¡tiene mérito!–: “Una cuñá. Podrías haber tenido mejor ojo.” Una cuñá es una mujer en guaraní. Estamos en una hacienda paraguaya. Quizá la señora esperaba una perdiz.
La niña se queda a vivir en la casa. Primero es un bebé que queda al cuidado de la cocinera. Le da a beber leche del biberón que usaron para alimentar a un cochinillo, lo cual provoca, al leerlo, ternura hacia la pequeña niña hambrienta, pero también hacia el cochinillo ya engullido y por extensión hacia todas las crías de mamífero. Hay calidez y humanidad en la cocinera –los demás son unos asquerosos–, porque también le da algo para que juegue: una lata de metal llena de porotos para que la agite. Al ir a buscarle un nombre a la niña tardan mucho, porque “ese nombre no podía ser de todos los días, como Clara, o Teresa, o Juana”. En un calendario amarillento con santoral encuentran a un tal San Sisenando, así que la niña Sisenanda se queda: Sisé.
La niña crece sin que le hagan caso más que para darle órdenes y collejas. “La vieja cocinera era la única que le hablaba, pero hablaba muy poco […] Los peones a veces le decían algo, que Sisé no acababa de entender si era para ella o era entre ellos de ella, y terminaban riendo: sus risas la asustaban.” Sisé va creciendo en la hacienda, aislada, sin comprender nada y sin recibir nada. Todo es cortante y desolador como un sol abollado. Cuando le cambia el cuerpo todo cambia, pero no mejora.
Primero es el patrón: “Costumbre espaciada, porque sus sesenta y pico de años no le permitían ser muy frecuente en sus entusiasmos.” Luego llegan a pasar el verano los nietos que estudian en la capital, y también la violan. Sisé desaparece de vez en cuando, pero los perros asquerosizados la acaban por encontrar siempre. Hay un día que desaparece más, desaparece del todo. La hinchazón de la tripa se le notaba desde hacía cuatro meses. El desenlace del cuento es tristísimo y melodramático como lo es el cuento entero, que a pesar de eso tiene una densidad de verdad rebosante de vida. Su circularidad, en realidad, lo convierte en una tragedia, ese cuento que tiene a veces tintes de fábula oscura. La cajita de metal acaba arrojada entre los campos de maíz, y aunque no sea el mismo es sin duda el mismo campo en que la niña fue arrancada de los brazos de su madre muerta.
Oí hablar por primera vez de Josefina Pla (1903-1999) al escritor paraguayo Damián Cabrera. Me extrañó no haber oído nunca su nombre (por supuesto pensé en Josep Pla) y a la vuelta comprobé lo desconocida que era en España. Esta escritora y ceramista nació en la Isla de Lobos, un islote cerca de Fuerteventura donde por otro lado pocos españoles han nacido. Su padre era el farero. Desde su matrimonio en 1926 con el artista Julián de la Herrería pasó su vida en Paraguay, donde es reconocida como una figura prominente del arte y la literatura.
Leí algunos de sus poemas, muy buenos, algo fantasmagóricos, que me recordaron un poco a Amado Nervo y a Verlaine, pero más carnosos y con cierta carga de sorna. Algunos de ellos los publicó el Cabildo de Fuerteventura hace años. Pero quizá lo que más me gusta de Josefina Pla (a veces Plá) son sus cuentos, que leí en la edición de Servilibro. Como en “Sisé”, en muchos de ellos se puede encontrar un lenguaje despampanante, que solidario con el contenido va desplegando la historia, no asfixiándola; un humor sutilísimo, una psicología muy fina y unos personajes que a veces, por el modo en que aguantan las horribles injusticias que padecen, me han inspirado el deseo de llegar a conocerlos para tratarlos bien o decirles una frase amable. Así era más o menos cuando leíamos en la infancia. A punto de empezar a hablar con ellos. ~
Es escritora. Su libro más reciente es 'Lloro porque no tengo sentimientos' (La Navaja Suiza, 2024).