La noticia de la inesperada muerte de Julio Trujillo (1969-2025) en el litoral de Cornwall, suroeste de Inglaterra, antes de cumplirse la primera quincena del año, cundió por los medios informativos y las redes sociales de México y el ciberespacio hispanoamericano. Además de espléndido poeta, Julio fue un editor generoso y experimentado que se relacionó con autores castellanoparlantes de ambas orillas del Atlántico y que, de algún modo, a través de una ininterrumpida labor de observación, orientación y difusión, contribuyó a hacer de su respectiva obra una obra mejor. Lo constata su tránsito por la mesa de redacción de la Revista de la Universidad de México, El Huevo, Newsweek en Español, Revista Mexicana de Cultura y Letras Libres –en su versión mexicana e ibérica–, así como por la Dirección General de Publicaciones del extinto Conaculta, hoy Secretaría de Cultura, y la firma Alfaguara de la multinacional Penguin Random House.
Sin embargo, casi la totalidad de las reacciones en redes y de los testimonios recogidos en los medios en declaraciones o columnas de opinión en memoria de Julio procedían de autores y lectores de una generación ya madura, y no precisamente de las promociones más recientes, lo que permite ubicarlo en el tiempo, divisando las condiciones de su irrupción en el campo de acción de la poesía mexicana, alrededor del convulso 1994, y de su ascenso y privilegiada visibilidad en la escena literaria de una época de inusitada expectación apurada por el fin de siglo y la transición hacia el tercer milenio. Periodo fecundo aquel, espoleado por la aparición y renovación de suplementos y publicaciones periódicas impresas que daban cuenta de una efervescencia del reseñismo y el articulismo, el periodismo cultural en su conjunto. Había fallecido Octavio Paz en 1998 y el vacío provisional de su ausencia incitó una recomposición de inclinaciones y retóricas, aunque más en lo estético que en lo ideológico. En ese crisol de perspectivas y oportunidades, de apuestas y reafirmaciones en lo individual y colectivo, emergió y prosperó el talento de Julio Trujillo.
Si mal no recuerdo, conocí a Julio por ahí de 2000 o 2001, en una franquicia de comida japonesa de la Ciudad de México a la que concurrí junto con otros poetas de mi edad que andábamos en los veintipico o entrando a la treintena. Nos vimos después en 2002 y 2003, en los encuentros de becarios del programa de Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes en la especialidad de poesía, bajo la tutoría cómplice de Antonio Deltoro y Eduardo Hurtado. Cuernavaca, Puebla, San Miguel de Allende. Trabamos una buena amistad en torno a ciertas afinidades disímiles: la lírica aurisecular, el new wave –por mera nostalgia ochentera–, la natación, los Dodgers de 1981 a los que el brazo izquierdo de Fernando Valenzuela y la táctica de Tommy Lasorda condujeron a conquistar con superioridad épica la Serie Mundial. Me sorprendió la flexibilidad de su gusto y la versatilidad de su acervo de intereses: literatura, música pop rock, deportes, algo de lo que yo suponía que, por indiferencia o prejuicio, se rehusaban a conversar los poetas.
Su trato fue siempre afable y entusiasta a la vez que sereno, como quien se emociona con una risotada igual que un niño grande con las pequeñas complacencias de la vida y luego se limita a sonreír, guarecido en la distancia de su elevada estatura, desde el palco de una indecisa calma, presunto sabedor del resorte que las mueve. Por altura y edad, Julio Trujillo era para nosotros, mi generación, la de los nacidos en la década de 1970, algo parecido a un hermano mayor. Su amplio y variado compás de vínculos, forjado gracias a su labor de editor curtido prematuramente en el arte y el oficio de las galeradas, lo convirtieron muy pronto en una figura puente entre los entonces novicios poetas y los poetas nacidos en los decenios de 1920 a 1960, muchos de los cuales habían sido editados por el mismo Julio en revistas y colecciones de poesía: Álvaro Mutis, Tomás Segovia, Eduardo Lizalde, José Emilio Pacheco, Elsa Cross, David Huerta, Coral Bracho, Tedi López Mills.
Lo primero a destacar de la poesía de Julio Trujillo es el sentido lúdico que subyace a lo largo de su trayecto evolutivo y justo donde recae el contrapunto de una formalidad regida por la hegemonía de los metros cultos del idioma, en concreto endecasílabo y heptasílabo, agentes de la denominada silva –estrofa de las majestuosas Soledades gongorinas– en la que suele fluctuar la cadencia versal de Julio, desde su libro inicial Una sangre (1998), merecedor del Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino, hasta Bipolar (2008), pasando por Proa (2000), El perro de Koudelka (2003) y Sobrenoche (2005), que exhiben la diestra aplicación de esa sinuosa combinación rítmica. La jocosidad de no pocos poemas suyos revela, pues, la conciencia de un manejo práctico de la versificación tradicional. Enterado de tamaña alianza en la historia de la poesía de nuestra lengua, para él una cualidad no excluía la otra, sino al contrario, su interacción apuntaba hacia el ideal de contraste al que debe aspirar toda poética.
Más tarde, a partir de las piezas en prosa de Pitecántropo (2009) y de las partituras breves de La burbuja (2013), la predisposición juguetona a la que aludí arriba tendrá su origen tanto en la convergencia de una refinada ironía y el humor festivo como en la sugestiva afluencia de aliteraciones y asonancias que vendrán a enriquecer con creces la doble lectura de la palabra o de la frase poética, dejando entrever la decantación de un estilo marcado por la asimilación de la torsión verbal del Vallejo de Trilce y el ingenio de la jitanjáfora vanguardista, pero también por la antipoesía de un Nicanor Parra o un Oliverio Girondo, dioses tutelares de Julio, a un lado de Lezama Lima entero y el Paz de “Trabajos del poeta”, apartado de ¿Águila o sol? Habrá que añadir a estos revulsivos la distribución gráfica del texto, que en ocasiones se desarticula o adelgaza para intentar captar fielmente el carácter efímero de la materia vital de la que abreva el poema. Viaje, aventura citadina, noche de diversión, serendipia.
Hay en Julio Trujillo una suerte de minimalismo doméstico en el que descansa la resolución anticlimática de su poesía. El ocio, la cotidianidad y los afectos filiales, reducidos a su más simple nominación, adquieren una perturbadora transparencia encaminada a desmitificar el supuesto misterio del género. Julio sabotea lo predecible del poema y halla la vuelta de tuerca en la fijeza de la sencillez, la sorpresa risible. Esta actitud lo emparenta con la tradición lírica anglosajona, en particular la poesía norteamericana moderna, por el apego a la naturalidad de los temas consuetudinarios abordados con una diafanidad tendiente a recuperar la inocencia en la verdad objetiva de las cosas: su existencia y funcionalidad. A manera de unas odas nerudianas, he ahí los poemas a una lámpara, el teléfono, la podadora, el vaso de jaibol, la fuente, una cuchara, el calcetín, una mesa de Ikea, la microlita, los discos. William Carlos Williams, Elizabeth Bishop, Robert Lowell y Mark Strand –de quien tradujo Almost invisible para el sello Visor– lo acompañan en su luminosa exploración de la costumbre. Mas no por ello renunció Julio a cavar en el lenguaje, abocado a la pesquisa y al desenfadado uso del esdrújulo imprescindible y de un adjetivo tan detallado como estrambótico.
Volví a frecuentar a Julio en España como editor en jefe de Letras Libres en Madrid y yo como estudiante de doctorado en Barcelona. Compartimos micrófono en recitales de ambos lugares, el Carmen de la Victoria, al pie de la Alhambra granadina, Cartagena y Sant Joan de les Abadesses, en la Cataluña profunda, rodando en un delirante autobús colmado de escritores. Reseñé Bipolar para Quimera y Crítica. Coincidíamos después en la fil de Guadalajara y hacía rato que interactuábamos en redes sociales. El acelerador de partículas (2017) y Jueves (2020) marcan un cambio de rumbo. Julio reorienta su voz hacia un decir más esencial, depurado por su renuncia a la babel de la metrópoli, el mundanal ruido. Menosprecio de corte y alabanza de aldea. Nunca había parado. La purga sensorial y la gracia de la catarsis lo llevan a mudar de latitud en el atlas de la poesía y de la vida. Complementa la metamorfosis con fotos del paisaje costero, faros y piedras en equilibrio que cuelga de Instagram, indicios de un hombre nuevo que comulga con plenitud y extrañeza, sosiego y asombro, de la naturaleza, el hábitat marino, en Nayarit y su destino final, Mousehole. Se encamina a la luz, va tras el incandescente reflejo del día en la plancha del agua salada, espejo del mar céltico que prometía concederle una paz duradera y definitiva.
¿Hacia dónde iba la poesía de Julio Trujillo? Ha dejado dos títulos inéditos, Todavía y Detrás de la ciudad y antes del cielo, flamante Premio Internacional de Poesía Margarita Hierro. Más allá de la sublimación física, Julio seguirá hablando y dando de qué hablar. ~