Título tomado de lord Acton y llevado a un libro breve y necesario: El poder corrompe. Lo sabemos bien nosotros, en México y en estos días en que el presidente cree que puede montar escenas de Ubu Roi: saca un papel cualquiera, finge que era un pañuelo y lo ondea pregonando la extinción de las corrupciones. Sería peor que lo creyera. Mejor imaginar la escena como un ejercicio de Alfred Jarry.
Por fortuna, el libro de Gabriel Zaid no está fechado en los días que corren, ni es un libro de teoría política, ni de denuncia. Los libros de circunstancia periodística, o los de teoría política, suelen resultar abrumadores, cansados; las denuncias moralistas, aburridas y bobas. Este es un libro de lectura gozosa; divertido, inteligente, juguetón y temible: no hay coartada para quedar del lado de los buenos y no hay nada peor que suponerse incorruptible, una característica de nada vivo, solo de los minerales. Son ensayos en sus dos sentidos estrictos: paseos por el interior de las ideas y ejercicios, exploraciones literarias. Además, es un libro de buena fe, igual que Montaigne quiso el suyo.
Para que un juego tenga sentido, ha de llevar una seriedad mortal, pero el análisis no tiene por qué copiar el objeto analizado; si la corrupción es torva, malsana, y se lleva a cabo en lo oscuro, el mejor remedio no es la mimesis sino al contrario: luz, transparencia. La jovial claridad de Zaid no es un ejercicio ocasional; queda claro, en su obra en general, pero específicamente en este libro, que se viene escribiendo, sin el propósito de volverse un volumen, desde 1978.
Borges decía que un mapa exacto tendría que alcanzar la misma dimensión de la realidad que representa: un mapa de la cdmx tendría la misma superficie que la ciudad. Para entender por vía teórica un problema (como la corrupción) es necesario despejar los accidentes, el azar, lo contingente y hallar una matriz mínima de premisas, necesaria y suficiente. Zaid propone una que parece eso: “La condición necesaria para que la corrupción sea posible es que una persona represente los intereses de otra”, y “la corrupción consiste en apoderarse de un poder encargado, en usarlo como propio”. De hecho, mejora la que propone Transparencia Internacional: “el abuso del poder encomendado para el beneficio propio” (the abuse of entrusted power for private gain).
El asunto de la privatización del poder es un fenómeno peculiar de las formas políticas y modernas. En las monarquías, la corrupción es menor y casi ni cuenta: el monarca es dueño de todo y actúa según su gana y punto. En cambio, “la corrupción política aparece con el mito de la soberanía popular… Si toda representación implica un desdoblamiento (entre actuar por cuenta propia y por cuenta del representado), si toda corrupción necesita ocultar los actos que no corresponden a lo que se supone, la corrupción política eleva la doblez a la constitución misma del Estado”.
Zaid no incurre en la crítica emotiva, o iracunda o moralista; ni en este libro ni en ninguno de los suyos. Simplemente, tiene muchas herramientas literarias e intelectuales como para repetir indignaciones chabacanas. La corrupción enoja, indigna, provoca rabia, con toda razón, pero también fabrica histriones que fingen enojo, indignación y rabia, pero gobiernan de modo corrupto. En algunos momentos de la historia, por desgracia, el vaivén de emociones excitables conforma porras y mutas de linchamiento que se indignan y arden contra la corrupción y son capaces de derrocar gobiernos y creer que llevan a cabo una transformación en el camino del bien. Por desgracia, pronto se dan cuenta (aunque algunos finjan santidad) de que han llegado al poder y… el poder corrompe.
Zaid ha escrito siempre en las antípodas del impresionismo moral; su sello es la propuesta, que puede venir de muchos modos. Puede ser ingeniería: conoce sus materiales, calcula, proyecta; pueden ser los recursos del poeta, quizá los más frecuentes, cuando la imaginación genera respuestas, ángulos, posibilidades insólitas; o bien puede participar de la estirpe de Jonathan Swift: ironías que se enuncian como la sensatez misma, pero son en realidad de una mordacidad dolorosa. “Por una ciencia de la mordida”, se llama uno de los ensayos: en México, dice, “tenemos la materia prima fundamental, que son los hechos investigables; tenemos talento para la práctica; tenemos interés en la teorización, como lo demuestra la abundante dexiología popular. Hay que dar el paso siguiente”. Como Swift: si no vamos a terminar con la corrupción, entonces hagámosla política oficial, institución respetable y motriz del progreso, saquémosle provecho… La idea comienza dando risa, pero el lector se va enterando de que la corrupción “no fue una característica desagradable del llamado ‘sistema político mexicano’. Fue el sistema político mexicano”. De hecho, todo Estado y todo gobierno políticos no son sino institucionalizaciones de anteriores corrupciones: vender protección, cobrarse una parte de todas las producciones y todos los comercios, cobrar por permitir actividades, oficios, negocios libres. ¿Y entonces, no hay modo de erradicar la corrupción?
No es nada sencillo. No le falta lógica al corrupto cuando dice, por ejemplo: “alguien va a ganar esta licitación, mejor que sea mi compadre”. No es problema de razonamiento sino de prudencia y de imaginación: el sujeto de la norma es una imagen, un papel que uno aprende y representa, como en una obra teatral, no le pertenece a un individuo sino a cualquiera que asuma el papel. Miles han sido Hamlet y siempre han percibido algo podrido en el reino.
El poder corrompe es la constatación de que no hay buenos o malos en sentido ontológico: que las acciones humanas siempre están en una balanza de valor, muchas veces imposible de tasar ni prever, y no solo debiéramos dejar atrás a los tartufos, los puritanos y demás necios que creen que una especie viva puede dejar de corromperse, como si existiera una esencia humana que de pronto se volviera pura, impecable, mineral. “Todo es corruptible, pero la solución no está en hacerlo incorruptible, sino en prevenir y castigar los abusos del poder. Soñar en un sistema político incorruptible sirve para no llegar a nada.” Pero eso no significa ni resignarse, ni bajar la vara de medir… El robo, por ejemplo, es considerado crimen en prácticamente todas las sociedades, y en todas se roba y se sigue robando, pero eso no significa que fuera mejor dejar de condenar el delito. (También hay excepciones hasta en esta regla casi universal: en Esparta, la culpa era de quien se dejaba robar: no merecía ser dueño de algo que no podía cuidar; es decir, cambia el culpable, pero el robo sigue siendo condenable.)
A lo largo de este libro breve, es notable el modo en que Zaid acomoda el problema de la corrupción entre señalamientos precisos y específicos e ideas universales que, muchas veces sin advertirlas, ordenan la estructura de nuestros juicios. Dos tradiciones, dos mitologías de nuestra civilización se muestran todavía vivas. Una, la antigua, imagina el paso del tiempo como proceso de corrupción. La mitología de las tribus y sus poetas se solaza en la nostalgia: “todo tiempo pasado fue mejor” (dijo Manrique), o el discurso del Quijote a los cabreros: “Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío.” Mitología que adquiere pátina de ciencia con las leyes de la termodinámica. El tiempo, según pasa, corrompe el bien original y va dejando esto que somos: bagazo de aquellos frutos rojos y dorados.
La otra mitología es moderna: el tiempo no es un mero decaer; se convirtió en Historia y el animal racional es tan responsable como capaz de superar sus restricciones naturales hasta transformarse en ser ilustrado, racional, dueño de sí y de sus circunstancias. Somos corruptos, pero el futuro tiene que ser mejor que el pasado, merced a una segunda naturaleza (Nurture over Nature). Es el destino del progreso.
Entre el pasado y el futuro, ambos manifiestamente mejores, queda un presente en que convergen las corrupciones de ambas mitologías. En ambos casos, el presente es el peor momento: es la última degradación del sagrado origen y es el estado larvario del progreso futuro. Nunca somos lo que fuimos y nunca dejaremos de ser esto que no logra alzarse hasta sus promesas.
La certeza de la corrupción: corrompe. Precaverse contra la corrupción, desde el Estado mismo, encarece y retrasa todo; puede resultar útil, durante un tiempo, pero todo trámite es nueva puerta a la corrupción. “Todo es corruptible”, dice Zaid, y en otro lado explica: “en el puritanismo, se reprime la felicidad como un deseo siniestro. En la corrupción, se reprime la honestidad como un deseo ridículo. Si hay un deseo prohibido en nuestra vida pública, si hay un deseo temido como destructor y caótico, es el de transparencia. La gente decente se burla de este deseo como de una inocentada infantil, un romanticismo que se cura con la madurez. Y así sucede muchas veces, en la superficie social.”
La transparencia no es un recurso de control sino, como había dicho Cosío Villegas, “hacer pública de verdad la vida pública”; no se trata de conformar más poder sino de que todo sea visible, todo el tiempo. No tiene que ver con la fe en el gobernante; no importa que sea digno hasta de cultos religiosos. Y es hora de tener miedo cuando, en vez de dejarse ver, revisar, hacer las cuentas, el poderoso elige poner bajo asedio a quien indaga: como no piensa reducir la corrupción, sino cambiarla en su favor, quiere anular los recursos con que se halla y se hace pública. El libro no se ocupa del gobierno actual, y quizá esto sea incluso peor para ellos: no hay escape de la perspectiva, precisamente porque no depende de circunstancias.
Zaid reconoce tres formas de la corrupción: “La degradación de las cosas que dejan de ser lo que eran –que no desaparecerá. Es una tendencia universal, con aspectos positivos: gracias a los frutos podridos, pueden germinar las semillas de renovación”–. La desviación de lo mejor, en los actos de las personas –y asumimos que “siempre habrá un porcentaje equis de actos corruptos”–. Y la tercera: “La corrupción como sistema político”, que es abundantísima pero puede y debe reducirse, aunque requiere mucho trabajo y dos cosas indispensables: transparencia y cultura, que muchos llaman educación (recurso que se corrompe cuando se le confunde con escolaridad).
Son dos cosas convergentes: una, la transparencia como sistema de acompañamiento. Hay que dejar de ver a la transparencia como una intromisión: debe ser consustancial al poder público. Dos: una cultura. Ser capaces de imaginar. Es decir: concebir la fantasía a la que uno pertenece: una sociedad que colabora, que participa de la vida pública como ente responsable… esas simplezas que dependen de inteligir símbolos complejos. También se llama educación.
Pero al fin, si se trata de sociedades políticas, que supuestamente tienden a la racionalidad de desmenuzar la soberanía y reconocerla en cada uno de los ciudadanos, no queda sino atender directamente el problema. Y reconocer, con Sartori, que las democracias carecen de viabilidad si sus ciudadanos no las comprenden. La exigencia de transparencia no es ingenua sino consustancial a las sociedades políticas, las repúblicas y las democracias. De hecho, tras el alegato de Zaid, juzgarla de candidez equivale a exhibirse como corrupto por propia voluntad. ~
(ciudad de México, 1962) es poeta y ensayista.