Mirko Kovač
La ciudad en el espejo
Traducción de Luisa Fernanda Garrido Ramos y Tihomir Pištelek
Barcelona, Minúscula, 2020, 448 pp.
Contradiciendo el nombre, mas no el espíritu, de la editorial que acoge esta traducción de una de sus obras, Mirko Kovač llega por primera vez a los lectores españoles con un libro mayúsculo. Por eso mismo resulta alarmante que esta novela inmensa, que trasciende lo autobiográfico para plasmar un cuadro de la vida en la desaparecida Yugoslavia, haya pasado desapercibida para el grueso de los reseñistas profesionales de los suplementos literarios. Quizás se trate del libro del año, en un 2020 que ha sido generoso en lo literario, siempre gracias a la mayoría de las editoriales independientes. Y aquí no se trata de negar el valor de los grupos editoriales más robustos, sino de destacar el rigor de quienes dependen de cada novedad para que su proyecto sea viable.
La declaración de intenciones de Kovač es una cita de Poe: “y por eso en este manuscrito se encontrarán personajes de mi familia cercana y lejana; la mayoría de ellos me parecen fantasmas, y alguien dijo hace mucho tiempo, creo que era Poe, que solo son escritores aquellos que ‘pelean a brazo partido con los fantasmas’, mientras que los demás son ‘oficinistas de la literatura’ que viven de este trabajo”. Son varios los fantasmas que deambulan por las páginas de La ciudad en el espejo, pero hay uno que merece una atención especial, el padre, un comerciante que viajaba para aprovisionar su tienda en Trebinje, pretexto del que se valía para perderse sin importar que la tienda y su propia casa sufrieran la escasez de provisiones. A partir de su figura se puede entender que estamos ante un ajuste de cuentas y a su vez frente a una novela de aprendizaje, aunque ya he escrito que el libro va más allá de lo evidente, cuenta un país y sus formas de resistencia. El padre es un sujeto impredecible en su amor y dedicación. En lo que nunca falla es en su vocación por la desgracia. Es el tronco torcido que sacuden las tempestades a las que convoca. Cierto es que no resulta nada difícil meterse en problemas, pero sí que es complicado salir de ellos con apenas unos rasguños.
“En efecto, mi padre era divertido; ahora es fácil escribir sobre ello, pero imagínense cómo fue mi infancia, cuánto sufrimos mi madre y yo, cuántas lágrimas vertimos a causa de este cabeza de familia irresponsable y cuántas veces tuvimos que acostarnos hambrientos por sus despilfarros.” Quizás el autor se aferraba a un ideal para sobrevivir cuando adjetiva como divertido a ese hombre al que había que salvar de sí mismo. Un hombre que “grababa en los árboles o en las planchas de piedras sus iniciales, a veces incluso el nombre entero, y unos símbolos que conocía solo él, y cada vez que volvía a pasar por allí y contemplaba sus señales, se giraba feliz y saludaba a esa parte pasada de su vida”, es un hombre que no quiere que su paso sea fugaz. El amor y la destrucción pueden ocurrir en segundos pero su huella es profunda. La que va dejando el padre a través de estas páginas es más un socavón que una huella. Y una de las varias que ya había dejado el abuelo Mato explica esta costumbre familiar por cavar la desdicha ajena. ¿Hay crueldad mayor que esta?: “Los que son como tú resultan una verdadera carga, son los más longevos de las familias, porque Dios premia con una vida larga a aquellos de cuya existencia nadie saca provecho, felicidad ni alegría –le decía el abuelo Mato regañando a la pobre hija, que no tenía la culpa de haber salido así de su propio semen.”
Es una historia dura y bella, que bajo la mirada de otro escritor solo habría resultado dolorosa. Para fortuna de sus lectores, el estilo de Kovač, una especie de poética de la melancolía y de las regiones del interior, consigue extraer los detalles humanos y transmite con trazo firme la estética de los lugares que su memoria visita. Un lago seco no son metros de tierra muerta. Con la fuerza de las palabras y el servicio bien aprovechado de la mitología, se convierte en un cementerio infantil donde aún se puede escuchar un sonido que llega desde el fondo del suelo. Son entrañables los momentos de descubrimiento y transformación, cuando el joven Kovač debe repatriar al hogar a un padre que salió a comprar mercancía para su tienda y tarda más de lo que tardó la última vez. La desventura fortalece a nuestro héroe, lo despoja de su inocencia.
Las reflexiones y los pasajes más potentes se refieren, cómo no, a la memoria y el extravío de momentos felices o cruciales. Y perdonen el vicio de citar. Es solo que esta novela se lee empuñando un lápiz. “No, ninguna de nuestra historias está perdida para siempre, nosotros recordamos no solo para contar nuestras vidas, sino sobre todo para convencernos a nosotros mismos de hasta dónde podemos retroceder en el pasado.” Kovač obedece a su padre, aquel que grababa su nombre en los árboles. Se hace escritor. Se niega a callarse. Afirma contradecir la sensatez de su madre, “la pena es que, habiendo heredado de ella tantas cosas, justo no he heredado esta capacidad para tapar todo lo que es doloroso”.
Resulta admirable que a pesar de la tragedia que planea sobre cada personaje esta historia acabe con una sonrisa en muchos capítulos. Quizás sea porque su escritura es la mayor demostración de que una palabra y su eco son la victoria contra los traumas y heridas, no a manera de venganza, que el autor considera una cuestión superficial, sino como un acto de fe en su propio valor. Corrector incansable, como le gustaba que lo llamaran, más que escritor, Kovač encontró una forma de reconciliación con el hombre que marcó su vida. Acompáñenlo en su regreso a la tierra que lo vio crecer. Su prosa los guiará por paisajes tan admirables como este libro, quizás la novela del año. ~