A juicio de numerosos analistas, la “derechización” de la oferta política es uno de los rasgos distintivos de la temporada electoral en curso: salvo casos excepcionales a nivel local, prácticamente todos los competidores han buscado el apoyo de organizaciones que se distinguen por su discurso confesional y por su conservadurismo en temas de género y sexualidad. Las dos más importantes son el Partido Encuentro Social (PES) –que firmó una alianza con Morena– y el Frente Nacional por la Familia (FNF), el cual, pese a sus evidentes vínculos con el PAN, tiene una presencia cada vez mayor en las filas del PRI (en la Ciudad de México, por ejemplo, el FNF ya es una de las bases de Mikel Arriola). Aunque este fenómeno no tiene nada de excepcional si lo comparamos con lo que está sucediendo en otras democracias contemporáneas, no deja de llamar la atención en un país en el que, desde 1867, el conservadurismo había tenido que disfrazar su identidad para tener una incidencia real en el sistema político. Sin ánimo de agotar un tema por demás complejo, este ensayo pretende ofrecer una respuesta preliminar a tres preguntas básicas: 1) ¿de qué derecha estamos hablando exactamente?, 2) ¿qué factores explican su fortalecimiento reciente?, y 3) ¿qué consecuencias puede tener este giro conservador en el corto y mediano plazo?
Como ya sugería Carl Schmitt, “izquierda” y “derecha” son conceptos que solo adquieren un significado concreto en el marco de una disputa entre intereses opuestos y que por ello suelen ser utilizados con una in- tencionalidad más política que descriptiva (para un partido que se autodefine como de izquierda, todos sus adversarios serán necesariamente parte de la derecha, con independencia de sus propuestas; de igual manera, para un movimiento identificado abiertamente con la derecha, todos sus enemigos serán siempre hijos de la izquierda, pese a las posibles coincidencias en sus programas). Hecha esta advertencia sobre los riesgos que conlleva utilizar estas categorías, me parece posible afirmar con cierta seguridad que la “derecha” que ha resurgido en México es la que en otros países se ha denominado como “religiosa”. Esta precisión es importante porque no estamos frente a un resurgimiento de todos los grupos que han sido asociados con la derecha en nuestra historia reciente, ni tampoco estamos frente a una movilización de todos los actores religiosos del país. Existe una derecha secularizada, de inclinaciones libertarias, a la que no le preocupa demasiado lo que suceda en la vida íntima de los individuos, y también un amplio espectro de la población creyente que no le concede un lugar prioritario a las causas de la derecha religiosa. Si algo define a esta última es la obsesión con las guerras culturales del día: el aborto, el matrimonio igualitario y la pertinencia y contenidos de la educación sexual.
Valga una precisión adicional: la defensa de la vida y de la familia, así como del derecho de los padres a educar a sus hijos, son principios compartidos por las confesiones religiosas mayoritarias. Lo que caracteriza a la derecha religiosa es el énfasis que pone en dichos principios y los medios con que pretende imponerlos en la práctica. Para esta corriente política, la postura concreta de los candidatos respecto a dichos temas es el criterio decisivo que debe orientar el voto de los electores, por encima de cualquier otra consideración. A un partido se le pueden perdonar escándalos de corrupción, propuestas demagógicas o incluso vínculos con la delincuencia organizada, pero jamás un sesgo liberal en sus políticas sociales. La única plataforma aceptable es aquella que aboga explícitamente por la penalización del aborto, el endurecimiento del derecho familiar (excluyendo a los homosexuales del matrimonio y dificultando al máximo la separación de los cónyuges) y el reconocimiento de la más amplia libertad a los padres para decidir lo que debe enseñarse en las aulas. Cuando todo esto falla, la válvula de seguridad es la ampliación del derecho a la libertad religiosa (cuyo desarrollo en México ha sido, efectivamente, bastante precario). El razonamiento que subyace a esta agenda es muy simple: si la familia es la base de la sociedad, y si además se trata de una realidad “natural” reconocida por todas las legislaciones, su alteración “artificial” pone en riesgo todo el edificio social y con ello las jerarquías y valores necesarios para la existencia colectiva. Bajo esta óptica, la principal causa de los mayores problemas del país –desde la violencia hasta la corrupción y el desempleo– se ubica justamente en el deterioro de la moralidad y el orden doméstico tradicionales.
Aunque los grupos que impulsan esta agenda suelen presentarse como defensores de la “biología” y de una antropología de validez universal, el verdadero fundamento de su discurso es la religión, ya sea el propio texto de la Biblia (el recurso más socorrido de los evangélicos) o, en el caso de los católicos, la teología moral y el derecho natural de inspiración aristotélico-tomista. En el mejor de los casos este sustrato religioso se justifica como parte de un diálogo necesario entre la razón y la fe, pero muy a menudo esta última monopoliza el discurso con tonos francamente fundamentalistas. El pasado 10 de diciembre, por ejemplo, un conglomerado de asociaciones católicas organizó en el Estadio Azul un “Gran acto de reparación, desagravio y consagración” de la nación mexicana, cuyo celebrante principal –el cardenal y arzobispo emérito de Guadalajara, Juan Sandoval Íñiguez– atribuyó los múltiples males del presente al asesinato de miles de inocentes “en el vientre de sus madres” y, sobre todo, a la “perversa ideología de género”, que solo busca “arruinar” y “subyugar” a los pueblos. El cardenal llegó al extremo de interpretar los sismos de 2017 como una ominosa advertencia divina a la urbe más liberal de la república: “Dios nuestro, antes de que venga un castigo mayor, nos mandas castigos temporales o correcciones paternas por medio de la naturaleza que es obra tuya y está gobernada por tu providencia. ¿Serán pura casualidad dos diecinueves de septiembre en esta misma ciudad?”
La derecha religiosa no es una presencia nueva en la política nacional. Sus raíces se remontan al activismo católico contra la educación socialista, los libros de texto gratuito, las presuntas infiltraciones de comunistas y la planificación familiar, cruzadas que involucraron a organizaciones como los Caballeros de Colón, la Acción Católica, la Unión Nacional de Padres de Familia, el muro y el Yunque. Aunque su plataforma natural de acción política fue siempre el PAN, en el siglo que corre adquirió la fortaleza necesaria para convertirse en un movimiento más autónomo y pluripartidista, dispuesto a vender su apoyo al mejor postor. La mayor demostración de su capacidad movilizadora tuvo lugar en septiembre de 2016, cuando, tras organizar un centenar de marchas en todo el país con más de un millón de participantes, el FNF logró el rechazo a la iniciativa de reformas constitucionales sobre matrimonio igualitario propuesta unos meses antes por el presidente Enrique Peña Nieto. Si algo llamó la atención de los expertos en aquel momento fue la conjunción de fuerzas entre católicos y evangélicos pentecostales, un pacto entre enemigos históricos que hubiera sido impensable veinte o treinta años antes. Esta novedad no es menor y sin duda es un signo del crecimiento dramático de las comunidades protestantes carismáticas en América Latina durante las últimas décadas. Sin embargo, más que insistir en lo novedoso de esta alianza, es necesario analizar más a fondo el contexto que la hizo posible. ¿Por qué la derecha religiosa decidió modificar sus estrategias tradicionales de acción?
Aunque de modo intuitivo pudiera pensarse que el fortalecimiento de esta corriente es el reflejo de una sociedad cada vez más conservadora, la evidencia disponible indica justo lo contrario. Al igual que ha sucedido en el resto del mundo, la sociedad mexicana ha sufrido transformaciones muy profundas desde mediados del siglo XX, como consecuencia de la urbanización acelerada, los intercambios migratorios, los avances tecnológicos, la expansión de la educación pública, la presencia cada vez mayor de las mujeres en el mundo profesional y la integración de nuestra economía a los mercados globales. Estos procesos modernizadores han favorecido la secularización de la vida cotidiana y esto, a su vez, ha llevado a la adopción de reformas propias de una sociedad más plural y menos practicante, como el divorcio exprés, el reconocimiento de derechos a las minorías o la despenalización del aborto. Es cierto que el ritmo de estos cambios no ha sido idéntico en todo el país, y que su acogida ha sido mayor entre los jóvenes que entre los viejos, pero la tendencia general es muy clara. Este es el contexto en el que ha tenido lugar el resurgimiento de la derecha religiosa: es la respuesta de un sector de la población que se siente cada vez más marginado e impotente, resentido por lo que considera una imposición arbitraria de costumbres destructivas a una sociedad esencialmente religiosa. Y es por ello que, en tiempos recientes, estos grupos han abandonado la moderación del discurso propiamente conservador –pues ya les queda muy poco que conservar– y han optado por reivindicaciones y estrategias de corte reaccionario: para contrarrestar el avance de la impiedad y restaurar el orden perdido, es necesario conquistar el poder público a cualquier costo.
Es innegable que la derecha religiosa está estructurada alrededor de una ideología compartida. No obstante, es indispensable advertir que las motivaciones de su militancia van más allá de lo ideológico y se nutren de experiencias individuales y colectivas. Si bien muchos de los cambios legales de las últimas décadas son dignos de celebrar –pues han creado oportunidades de autorrealización inimaginables en otro momento histórico–, la vida moderna no ha sido precisamente un cortometraje feliz de Facebook para millones de personas. El aumento de las libertades individuales ha venido acompañado del debilitamiento de estructuras familiares que en otro tiempo proveían de seguridad económica y de un sentido básico de pertenencia. Hoy existe una mayor conciencia pública de que la violencia intrafamiliar y la desigualdad entre hombres y mujeres son realidades injustificables, pero, al mismo tiempo, los lazos afectivos son más inestables y conflictivos (basta pensar que cerca del 35% del total de litigios en el país corresponde a la materia familiar). Si bien las causas de los problemas domésticos son diversas y muy complejas, la promesa de una solución fácil –deshacer todos los cambios a la brevedad posible– es demasiado tentadora para muchos. A esto hay que sumar el efecto psicológico de la guerra contra el narcotráfico, de los millares de muertes y las historias de jóvenes desarraigados que venden su vida a las mafias. Lo que resulta es una auténtica nostalgia de la mano dura, de un mundo idílico que se perdió en el paso de las películas de Pedro Infante a El infierno y Amores perros.
El contexto global reciente ha sido también un gran estímulo para nuestra derecha religiosa. Así como la transición mexicana de los años noventa encontró un referente positivo en la caída del Muro de Berlín, la transición española y el fin de las dictaduras sudamericanas, los protagonistas del viraje contemporáneo a la derecha se han inspirado en las victorias políticas de sus pares alrededor del mundo: el partido Ley y Justicia en Polonia, el Frente Nacional en Francia, la bancada evangélica en el Congreso de Brasil, el movimiento “Con mis hijos no te metas” en Perú, el Partido Restauración Nacional en Costa Rica y, sobre todo, el Partido Republicano en Estados Unidos. No hay que olvidar que las marchas del FNF coincidieron con el ascenso electoral de Donald Trump, quien, ya como presidente, fue aclamado como el “nuevo Constantino” por los medios asociados a la derecha religiosa estadounidense (no es casual que los únicos apologistas de Trump en México hayan sido los opinadores del movimiento provida). A la par de esto, la derecha religiosa nacional se ha visto contagiada por la rebelión del conservadurismo católico en contra del papa Francisco, un jesuita que, sin abandonar la tradicional promoción de la vida y la familia, fijó como prioridades de su pontificado la justicia social, la pastoral centrada en la misericordia (en especial, con los divorciados vueltos a casar, el tema más polémico de su exhortación apostólica de 2016, Amoris laetitia), el apoyo a los migrantes, el combate al cambio climático y la reforma del gobierno eclesiástico. En respuesta a lo que se percibe como un papado demasiado izquierdista, los grupos más integristas han cultivado la distinción sectaria entre católicos “auténticos” y “vergonzantes”, así como la nostalgia de una Iglesia al estilo de los papas Pío IX y X: ultramontana, intransigente y doctrinalmente rígida.
Aunque la derecha religiosa fomenta la nostalgia del pasado y no esconde su fascinación por líderes autoritarios como Donald Trump o Vladímir Putin, sus prácticas políticas son tan o más modernas que las de sus rivales. En efecto, los diversos grupos que componen esta corriente saben que la democracia es de quien la trabaja y por ello no se han contentado con el activismo y la crítica desde la sociedad civil. Sus principales dirigentes son laicos y clérigos que han sabido formar cuadros, penetrar partidos, litigar en tribunales y ejercer los derechos de petición, manifestación y libre expresión. Asimismo, su discurso ha logrado adaptarse con éxito al lenguaje de los populismos contemporáneos, de modo que, en lugar de seguir insistiendo en la conspiración masónica contra la fe católica, hoy se habla de un lobby dictatorial que pretende imponer la “ideología de género” a una mayoría silenciosa con la complicidad de las élites.
((Como advierte Jan-Werner Müller, el populismo contemporáneo combina la crítica de las élites con la pretensión de encarnar al Pueblo verdadero, siempre justo y moralmente puro (¿Qué es el populismo?, Grano de Sal, 2017).
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Y por si esto fuera poco, la derecha religiosa ha logrado explotar al máximo el internet: hoy ya no se insiste tanto en la vieja demanda de un canal confesional porque cualquier persona con acceso a la red tiene a su alcance las páginas de CitizenGo, Yoinfluyo, Aciprensa, Aleteia, InfoVaticana, ewtn, First Things, National Catholic Register, LifeSiteNews y Church Militant (por citar las más influyentes). Las redes sociales están plenamente habitadas por esta corriente y desde las cuentas de sus simpatizantes es posible acceder a los rincones más oscuros de la blogósfera conservadora, donde se pueden encontrar, junto a las banderas de Iturbide y Maximiliano, citas de El libro negro de la Nueva Izquierda, noticias amarillistas sobre Planned Parenthood y toda una gama de teorías conspiratorias acerca de la renuncia de Benedicto XVI.
Al momento de redactar estas líneas (los días finales de las precampañas), resulta difícil predecir el impacto que tendrá la derecha religiosa en las próximas elecciones del 1 de julio. Sabemos que el PES obtuvo 1,325,344 votos en las elecciones federales de 2015 y que el FNF convocó a más de un millón de personas en las marchas de 2016, lo cual permite suponer que ambas fuerzas podrán movilizar, como mínimo, entre 2.5 y tres millones de votantes, una cifra que puede resultar decisiva si la competencia se vuelve más reñida a fines de junio.
((Claramente, el número de manifestantes de 2016 no es el techo electoral del FNF, pues participar en una marcha es más oneroso que salir a votar: por cada manifestante en la calle hay posiblemente uno o más votantes que se quedaron en casa. Al mismo tiempo, las encuestas sobre la postura de la población frente a las guerras culturales no reflejan necesariamente una intención de voto: hay muchos votantes que pueden tener una opinión negativa sobre el aborto o el matrimonio igualitario, pero que no definirán su voto con base en dicha opinión o en función de su pertenencia a una organización confesional militante.
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Consciente del odio que le profesan los católicos más conservadores, López Obrador ya firmó un acuerdo con el único sector de la derecha religiosa que estaba dispuesto a escucharlo: los evangélicos del PES. Aunque el PAN tiene lazos profundos con la derecha católica, es probable que a Ricardo Anaya le salga muy cara su alianza con el PRD –el partido que propuso las reformas sobre aborto y matrimonio igualitario– y que el FNF termine volcándose en favor del PRI, como lo está haciendo en la Ciudad de México. Margarita Zavala y su lema de “Valores” están pidiendo a gritos el apoyo del FNF, pero sospecho que este preferirá el camino del “voto útil”. Con este panorama, es casi un hecho que las derechas católica y evangélica obtendrán espacios de poder en la próxima administración. Dudo que logren impulsar una contrarreforma constitucional de gran calado, pero seguramente exigirán una mayor incidencia en las políticas de salud y educación, frenarán la despenalización del aborto en el nuevo Código Penal nacional y ejercerán algún tipo de veto en los próximos nombramientos de la Suprema Corte de Justicia.
La derecha religiosa insiste en que, bajo una lógica democrática, los credos predominantes deben reflejarse en las leyes del Estado. Sus metas pueden ser cuestionables, pero nadie puede negar su realismo político. En un curioso encuentro de frentes invertidos, los liberales de hoy insisten en que los derechos no pueden ser sometidos a consulta y los conservadores son ahora los más fieles seguidores del viejo Kelsen, quien enseñaba que los derechos no son entidades “naturales”, sino construcciones cuya vigencia efectiva depende, ante todo, del respaldo coactivo del poder público. El presidente que elegiremos este año habrá concluido su mandato en 2024, pero la derecha religiosa llegó para quedarse y su influencia no podrá contenerse con la mera invocación del Estado laico. Sus simpatizantes saben que el reloj demográfico corre en su contra –las generaciones jóvenes son cada vez más secularizadas– y por lo mismo harán lo posible para revertir esta tendencia con el apoyo gubernamental. Quienes más tienen que perder con el ascenso de la derecha religiosa deben seguir su ejemplo y organizarse políticamente, pues las libertades conquistadas durante las últimas décadas podrían ser revocadas por un régimen adverso. Y quienes están dispuestos a transigir con las posturas de esta corriente –que forma parte de la pluralidad democrática– deben hacerse responsables por los costos sociales de implementar su agenda en el mundo real. El cálculo de corto plazo no puede ser una excusa para entregar el poder a quienes rechazan la convivencia en un plano de igualdad. ~
Es profesor investigador de la División de Historia del CIDE y autor de la Historia mínima de la Suprema Corte de Justicia de México (2019).