“Naco es chido”, decía Botellita de Jerez, banda ochentera de algo que gustaba definir como “guacarrock”, su propia versión del rock urbano, orgullosa de ser naca y esforzada en serlo. Algo parecido pasa con cierto multiculturalismo llevado al campo del arte y sus habitáculos: un clasismo en buena onda que halla maravilloso lo que hace gente ordinaria, especialmente la más desfavorecida en un mundo desigual, y queda encantada por las maneras en que resuelve su vida, se entretiene, se relaciona y define sus identidades. En pocas palabras, una exotización de los pobres.
Cholombianos es el título de un libro publicado en 2013 por Trilce y también el de una exposición “multidisciplinaria” de arte-moda-cultura popular que el año pasado se presentó en la Galería Rich Mix de Londres y en Guadalajara, y este año en el Museo de la Ciudad de México. La autora y curadora de Cholombianos es la misma: la diseñadora de moda Amanda Watkins, inglesa fascinada por la vestimenta y prácticas culturales de algunos jóvenes de barrios pobres de Monterrey –como el gusto por bailar cumbia colombiana–, quien decidió nombrarlos así (cholos + colombianos = cholombianos) y concebirlos como “tribu urbana”.
¿En qué consiste el carácter “multidisciplinario” de la exposición? En presentar lo que Watkins coleccionó a lo largo de cuatro años: un muro con portadas de discos de cumbia colombiana, un equipo de sonidero, camisas y bermudas típicas, gorras y escapularios confeccionados por los propios exóticos, fotografías de la “tribu” en forma de collage y el video de un noticiero de balaceras en Monterrey que aparece como el epílogo de esta “subcultura” fenecida al calor de la guerra entre carteles y contra el narco. En realidad el gusto por la cumbia y los bailes no acabaron, como tampoco los cholos, sino que se quitaron el disfraz. La “tribu” nunca fue tal, sino que fue un estilo que pasó, como los emos.
Exposiciones como esta nos permiten plantearnos qué tipo de cosas, temas, asuntos, conceptos o ideas son los que tienen cabida actualmente en los museos y a partir de qué supuestos, qué tratamiento se les da y con qué discurso se acompaña o justifica. Al parecer, se trata de lo que determinados individuos influyentes dentro del mercado del arte, la alta cultura y las burocracias gustan y juzgan como culturalmente relevante.
Si bien los museos siempre han sido muestrarios de colecciones, lo que cambia es que ya no necesariamente se trata de que tengan valor histórico, sean creaciones artísticas, cumplan una función educativa o de divulgación de la ciencia. Ahora basta con que sean solo eso: colecciones. ¿De qué? De lo que sea. El trabajo curatorial, museográfico y de difusión se encarga de justificar su valor cultural, si no es que lo dota de él.
Eugenia León realizó un magnífico trabajo documental para su serie Tocando tierra, transmitido por Canal 22 en 2010, que se titula Este vato sí es Colombia: su tema eran los colombias, los sonideros y grupos locales que configuraron una escena singular para el baile de cumbia que ha tenido mucha popularidad. Lo hizo de un modo respetuoso y profesional, a profundidad y desde su genealogía, que prácticamente no deja nada por añadir. Tras este trabajo pronto aparecieron otros no menos meritorios. El libro de Watkins llegó tarde y sin una auténtica aportación.
Pero la exotización de los pobres tiene su propia lógica y dinámica: es hacer del turismo cultural parte de un proyecto. Descubrir el peltre, lavarse las manos con jabón Roma o comer tacos de pastor con vino tinto son experiencias que deben trascender el Instagram para llegar al mundo de la alta cultura con un discurso propio: el hallazgo de una fuente de riqueza creativa en la miseria, el ingenio de los marginados para divertirse y crear su propio estilo, la conmovedora candidez de su ignorancia o la frescura que hay en su rebeldía, como si la cumbia no fuese tremendamente conservadora y machista, o los estampados de la Virgen de Guadalupe y San Judas Tadeo no mantuvieran a sus portadores adscritos a la fe de la institución católica y a todos sus conceptos sobre familia, política y sociedad.
Pero lo exótico es cool y la mirada de Watkins ayuda a las élites culturales locales a reconocer que también eso anda por aquí, como los voladores de Papantla o los Mazahuacholoskatopunk (Federico Gama, 2009). El sujeto de la creatividad reivindicable ya no es el tzotzil que borda un tejido en la cañada de Chiapas o el huichol en la Sierra Madre Occidental, sino que puede ser un vecino de la colonia en proceso de gentrificación. Todo cabe en un museo componiéndole un discurso y haciéndole curaduría.
El ciclo de los cholombianos como motivo museográfico parece que llegará a su fin este año cuando la exposición haga su última parada precisamente en Monterrey. Sin embargo, la exotización de los pobres tiene amplias rutas por delante. ¿De qué más podrían hacerse exposiciones? Entre otras, están por descubrirse la tribu urbana de los monosos, jóvenes urbanos en situación de calle que consumen solventes, lavan parabrisas y se visten ingeniosamente con cachirules, se adornan con escapularios de San Judas Tadeo y gustan del reguetón (para una exposición de los chundomonorreguetadeos podrían usarse colecciones de latas de solvente, estopas en forma de mona, envases de agua con jabón) o la de los americonezocaguamotos (jóvenes suburbanos que pertenecen a la barra monumental del América, viven en Neza y les gustan las caguamas y la mota). No faltarán encantos por hallarles: su creatividad para componer porras y canciones, sus cortes de cabello auténticos, trapos intervenidos por ellos mismos, etcétera. Exótico es cool. ¿Los veremos en el MOMA, Maco o el MUAC? ~
Politólogo y comunicólogo. Se dedica a la consultoría, la docencia en educación superior y el periodismo.