El más reciente libro de Gabriel Zaid, El poder corrompe, reúne veintiséis ensayos y artículos sobre la corrupción en México escritos entre 1978 y 2019. De entre ellos destaco –por su extensión, alcance y vigencia– “La propiedad privada de las funciones públicas”. Apareció por primera vez en Vuelta 120 en noviembre de 1986, en el décimo aniversario de la revista animada por Octavio Paz. Un año más tarde, Zaid lo recogió en la primera edición de La economía presidencial (Vuelta, 1987) y en 1995 lo publicó en Adiós al PRI (Océano). Ahora encuentra su acomodo definitivo en El poder corrompe.
Es un ensayo magnífico: expone un problema, va al posible origen del mismo y ofrece una solución práctica. Está escrito con claridad y sentido del humor. Mientras lo escribía, en 1986, se celebraron elecciones en varios estados, entre ellos Chihuahua. El gobierno del PRI, con el secretario de Gobernación Manuel Bartlett a la cabeza, operó un fraude y la ciudadanía se alebrestó. A cuatro años del inicio del gobierno de Miguel de la Madrid, cerca del final de su sexenio, Zaid hace una revisión crítica de la fallida “renovación moral”, bandera central de su campaña, y realiza una propuesta con vistas a la próxima elección de 1988. Entre la crítica del comienzo y la propuesta del final, Zaid ensaya.
Investiga, divaga, interpreta, describe una tragicomedia por escribir, detalla una situación de pesadilla, es decir, ensaya con absoluta libertad sobre un tema complejo hasta hoy irresuelto: la corrupción. Antes de escribir leyó Zaid la compleja realidad política de esos días agitados, luego ensayó una lectura del poder. Sería inexacto decir que se trata de una radiografía del poder en México. Lee la realidad como si se tratara de un texto. Están el escenario (la plaza pública), las bambalinas (donde opera el poder desde las sombras) y la galería (desde donde observa la sociedad activa). El drama que se desarrolla es el de una clase política vetusta, que durante años simuló ser quien no era y ahora no sabe cómo salir del ruinoso laberinto. El drama también es el de una sociedad que toleró esa mentira a cambio de paz y crecimiento, para la que ya es intolerable vivir en ese engaño. Zaid lee, ensaya y propone.
“La propiedad privada de las funciones públicas” es un ensayo dividido en cuatro partes: ‘Promesas de renovación moral’, ‘Derrotismo’, ‘De qué se trata’ y ‘Una idea’. Situación, defensa, planteamiento y propuesta.
En ‘Promesas de renovación moral’, Zaid recuerda la promesa electoral de Miguel de la Madrid en 1982: se le ocurrió comprometerse a “una renovación moral” de la sociedad, desterrar la corrupción de la vida pública. La idea despertó una gran expectación: a pesar del descrédito del PRI, De la Madrid logró que su votación personal fuera mayor a la de su partido. Al llegar al poder, con un mandato muy claro, flaqueó, falló, no supo cómo luchar contra la corrupción en el sistema porque en México la corrupción es el sistema. Frase muy citada en estos días y que apareció por primera vez en este ensayo.
Gabriel Zaid pelea (argumenta, trata de disuadir) contra un enemigo invisible: el derrotismo. ¿Qué pasó en 1982?, se pregunta para no repetir el error. Se esperaba un cambio de Todo y no se logró Nada. El deseo de renovación respondía a un anhelo profundo de cambio. Era el momento de llamar a cuentas a López Portillo, su antecesor, por su evidente corrupción. No se hizo. Se esperaba mucho (enjuiciar a un expresidente) y no se obtuvo nada. Se frustró la sociedad. Era imposible acabar con la corrupción pero también estuvo mal plantearse una meta tan alta. Se debe aspirar a cambiar lo posible, cuando no se puede lo ideal. En esta primera parte de su ensayo, Zaid plantea la situación que le permitirá desarrollar su propuesta.
En un momento de su texto Zaid plantea irónicamente –a través de una posible tragicomedia– la situación en la que vivía inmersa la sociedad mexicana. Cuenta Zaid la vida de un personaje incorruptible que “por su honestidad, provoca una tragedia tras otra”. Su actitud recta “da origen a muertes, odio, hambre, ruina”. Finalmente tiene que dejar su pueblo, “escupido por sus hijos”. Ese era el estado de ánimo sobre la corrupción en 1986. Un momento en que la honestidad había que “disimularla, para no causar problemas”. En 1986, a la luz del fraude del PRI en Chihuahua, contexto de este ensayo, “existía el sentimiento nacional de que la vida limpia era imposible”. Contra ese derrotismo, Zaid ensaya.
La corrupción tiene remedio, dice Zaid: es histórica, pasajera y se ha combatido con éxito en otros países. No debemos confundir la corrupción política con la corrupción personal, esta es inherente a la libertad. La corrupción política en cambio tiene su origen en un mito: el de la soberanía popular, el pueblo manda. Cuando en realidad los que mandan son los políticos profesionales. En los hechos, ¿quién le rinde cuentas a quién? ¿Nosotros al poder o el poder a nosotros? El equívoco nace al momento de suponer que el funcionario actúa representando al pueblo cuando en realidad siempre representa sus propios intereses, de dinero o de poder. Simulamos. Ellos –los funcionarios– ostentan la investidura. Ellos representan. Ellos son. Encarnan un ideal imposible: el de la persona que renunció a ver para sí misma (se negó a ser) para ver por el pueblo (dedicado al debe ser). Esa simulación está en el origen de la corrupción. Nosotros hacemos de cuenta que ellos (por su investidura, policía o presidente) sirven al pueblo y en el acto borramos mágicamente lo real: ellos sirven a sus propios intereses. Cuando aceptan una mordida o el regalo de una casa blanca (por su investidura) están sirviendo a esos intereses reales, no a los formales. Entonces, afirma Zaid, el problema está en la burocracia y la ley. Si nadie representara a otro y todos fueran representantes de sí mismos, no habría corrupción, no habría doblez, ni representación. Es el mundo anarquista. Zaid propone otra forma de ver el problema:
¿Por qué está tan extendida la corrupción? La sociedad moderna se secularizó. Pasamos del Logos divino al Logos racional. De ese Logos nació el Estado y sus manifestaciones: la burocracia y la ley. Y una ficción: el funcionario puro que, porque la ley es rígida, se transforma en el yo frente a la máquina, en el héroe que enfrenta al sistema que convierte a las personas en engranajes. Un sistema cuyo modelo ideal es imposible, que tiene como eje al funcionario inmaculado: el que no tiene intereses ni orgullo, ni ideas, ni necesita conocer el ramo en que se desempeña. Ese funcionario sin intereses es irreal. La corrupción es tolerada socialmente porque se plantea como el triunfo del yo (el interés personal) contra el sistema. Sistema impersonal que nadie entiende. Laberíntico y lleno de regulaciones formales. No existe tal pureza. La soberanía popular y el funcionario sin intereses son ficciones que alimentan un mito, el de la democracia. Todo sería bello si cumpliéramos nuestro papel de puros, dice Zaid.
Esa pureza es utópica, señala en ‘De qué se trata’, la tercera parte del ensayo. Se trata de fomentar la transparencia posible, llamando a cuentas, castigando o premiando con nuestro voto. Sacando de las sombras los asuntos públicos. Ejerciendo la fuerza de la opinión pública. No cabe la resignación. Es necesario ganar todos los espacios posibles. Si todo es representación en política y de la representación nace la corrupción, ¿qué podemos hacer? Se puede ser moderno siendo consciente de que se trata de una simulación, un teatro político, se puede siempre y cuando se asuma esa contradicción básica, aceptar “con sentido crítico las ambigüedades del poder”. Advirtiendo ese doblez se puede decir entonces: es intolerable que se maneje el país como cosa propia. No son soberanos, son mandatarios. “No es posible que el voto de uno decida las cosas.” Si somos los propietarios del poder hagamos que este sea “conferido y revocable”. Si De la Madrid hubiera enjuiciado a López Portillo habría desmantelado el sistema. Pudo hacerlo, tenía el apoyo, falló. El sistema pudo cambiar rompiendo la regla de oro del sistema: llamando a cuentas a un expresidente.
En la cuarta parte del ensayo, “Una idea”, Zaid propone: según el mito de la democracia los funcionarios nos representan. La clave es: ¿quién rinde cuentas a quién? La Secretaría de la Función Pública aumenta el poder del presidente en vez de controlar al presidente, debería estar a cargo de los diputados de oposición, sugiere Zaid. Los diputados deberían controlar el gasto del ejecutivo, eso dice la Constitución. Pero todos sabemos que por encima de la Constitución nos rige un contrato superior, el del presidencialismo, el que dice que el presidente puede ejercer una soberanía absoluta por seis años. Debemos revocar ese contrato no escrito, proponer otro. Propuso Zaid en 1986: que publiquen los candidatos a la presidencia su patrimonio y que se comprometan, al ganar uno de ellos, a publicar cada año la lista de su patrimonio. No es imposible que acepten, decía Zaid, es un paso posible hacia la transparencia. No se pudo concretar esta propuesta de Zaid en 1988, pero sí más adelante y, con la Ley 3de3, hoy es una realidad.
¿Cómo ocurrió esto? Porque Zaid nunca se sintió derrotado. Porque se propuso entender el origen y el mecanismo de la corrupción, lo hizo y lo publicó en 1986, el año en el que todavía el PRI podía robarse unas elecciones. Lo hizo para transformar el poder. No lo hizo en la Cámara de Diputados, ni por supuesto desde el ejecutivo, lo hizo desde la fuerza de la opinión pública. Desde la trinchera del ciudadano que propone. Al poner en evidencia la mentira, Zaid coló una propuesta que nos permite hoy tener un control incipiente sobre el patrimonio de los funcionarios. Zaid creyó, contra el derrotismo, que era posible un cambio, el del uno contra el Todo. Zaid ensayó. ~