Niebla ardiente, la primera novela de Laura Baeza (Campeche, 1988), cuenta la historia de Esther, una joven mexicana que huye a Barcelona para escapar de su pasado. Cuando Irene, su hermana menor, fue diagnosticada con esquizofrenia infantil, las rutinas de la familia cambiaron drásticamente. El posterior divorcio de sus padres y la mudanza de un pueblo veracruzano famoso por su neblina a la siempre caótica Ciudad de México tampoco contribuyeron a que las niñas obtuvieran la tranquilidad que deseaban. Con periodos de relativa calma y crisis que cada vez eran más agresivas, antes de cumplir veintiún años la familia decidió internar a Irene en una clínica para personas con enfermedades mentales y problemas de adicciones. Tras unos meses, Irene escapó y al poco tiempo su cuerpo fue hallado en una fosa clandestina junto con los restos de otras siete mujeres que habían sido víctimas de trata. La fiscalía solo entregó las cenizas y no permitió que la familia reconociera el cuerpo bajo el pretexto de que no había quedado nada. Este episodio provocó que Esther quisiera poner un océano de distancia con su familia. Sin embargo, durante la primera noche del año 2013 un video sobre disturbios ejidatarios en Hidalgo hizo que volviera a sentir interés. El rostro de su hermana, quien llevaba una década muerta, destacaba entre las mujeres que cargaban niños y hombres con pasamontañas que sostenían machetes.
La posible aparición de Irene abre una herida que Esther había intentado ignorar por diez años. ¿Seguía viva su hermana? ¿Qué fue lo que realmente le pasó? ¿Dónde estaba? Con un ritmo equiparable al de los libros de Raymond Chandler, Baeza urde el misterio en torno a Irene sin descuidar los infiernos internos que padecen los personajes.
A diferencia de la novela negra convencional, el encargado de resolver el misterio de la desaparición y muerte de Irene es un periodista veracruzano que comparte con Esther el exilio voluntario. Octavio Ayala era un reportero de nota roja que por indagar de más fue amenazado por una organización criminal. Para mantener a sus hijas y exmujer seguras, dejó de investigar crímenes y abandonó Veracruz. Su nuevo trabajo como corrector de estilo en un diario deportivo mexiquense le aseguraba un ingreso y protección, sin tener que abandonar del todo la profesión. Gracias a Bernardo Figari, el novio argentino de Esther, Octavio conoce el caso de Irene. La manera en que las autoridades dieron carpetazo al asunto lo impulsó a retomar sus viejos hábitos de sabueso.
Mientras Esther trata de encontrar pistas entre los viejos diarios de su hermana en su piso catalán, Octavio revisa el expediente que obtuvo gracias a sus contactos en la fiscalía y visita la clínica de Santa Fátima, el último lugar donde fue vista con vida Irene. Entre sus pesquisas se revela la identidad de la octava mujer que fue hallada en la fosa. Sin embargo, su búsqueda no concluye ahí. La esperanza de que Irene siga viva lleva a Octavio a un ejido en Hidalgo.
Contrario a lo que su madre y hermana pensaban, Irene era una mujer con deseos. Disfrutaba bailar y soñaba con ser maestra y madre. Esta revelación provocó escalofríos en su hermana, quien hizo todo lo posible por separarla de Ignacio, aquel compañero de la preparatoria abierta del que se enamoró. Como más tarde descubrirá Esther, el anhelo de libertad y de vivir una vida sin tener que depender de nadie fue lo que motivó a Irene a huir de la clínica y reencontrarse con Ignacio. Al final, su hermana y ella no eran tan diferentes como Esther pensaba.
La habilidad narrativa de la autora, que ya había quedado manifiesta en sus libros de cuentos Ensayo de orquesta (2017) y Época de cerezos (2019), alcanza un mayor nivel de complejidad en esta novela, gracias a su juego polifónico de narradores y saltos temporales. Por un lado hay un narrador omnisciente en tercera persona que –de manera objetiva, pero sin frialdad– le revela al lector lo que Esther y el resto de los personajes hacen y descubren: “Octavio Ayala creía haberse acostumbrado a la tragedia, tener el cuero curtido por todo lo que vio durante sus años en Veracruz metiendo las narices en lo más perturbador de la nota roja, pero todavía le causaba malestar el sadismo.” Y, por el otro, la propia Esther cuenta en primera persona los episodios más íntimos de su relación con su hermana, en los que admite la culpa por no saber cómo tratarla: “siempre que recuerdo mis años con Irene y el odio que empecé a sentir hacia ella desde niñas, me doy cuenta de que quien la ahogaba era yo, que yo me convertí en la ola que la arrastraba y no le permitía tomar aire. Yo era esa ola que después me tumbaba a mí misma”. Aunque la novela avanza del misterio a su solución, los hechos no se narran de manera cronológica, sino que brincan entre la década de los noventa y los años 2003 y 2013.
Niebla ardiente ofrece una respuesta a cómo escribir sobre la violenta realidad mexicana contra las mujeres y hablar de asesinatos y desapariciones sin caer en la trampa del relato amarillista. No presenta a sus protagonistas como víctimas de un monstruo sin rostro y evita el sensacionalismo de la epidemia feminicida. Si bien la delincuencia organizada está en el centro de la novela y une a los diferentes personajes, Baeza no se limita a urdir una trama criminal sino que construye una historia nostálgica sobre las diversas maneras en que las personas se enfrentan a las pérdidas. La violencia –nos dice la autora– no se encuentra solo en el exterior, sino en lo más íntimo de los personajes. Además, sin caer en el tono moralista, expone las fallas de un sistema de justicia que prefiere cerrar carpetas de investigación que buscar la identidad de las víctimas y destaca el papel que tienen los periodistas, las familias y los miembros de la sociedad civil en la búsqueda de la verdad.
Los años de investigación y correcciones que le tomaron a Baeza darle forma a Niebla ardiente son perceptibles. No deja cabos sueltos, desarrolla personajes verosímiles y, sobre todo, evita un final predecible con un giro de tuerca que, por respeto al lector, no revelaré en estas líneas. Tras una década de preguntas sin respuesta y culpa, Esther no encuentra la redención como esperaba. Al final la frase “hay lazos que no se rompen” esconde más complejidades de lo que parece a primera vista. ~
estudió literatura latinoamericana en la Universidad Iberoamericana, es editora y swiftie.