La vida de Jorge Semprún tiene algo de compendio de lo que fue el siglo XX, o mejor, de lo que quiso ser la izquierda en el siglo XX, de sus idas y venidas, de sus proyectos y fracasos. Pero nunca como idea, o no solo como idea, sino como vida. Semprún encarna la historia de la izquierda, la hace viva, real. Cuando se trata de su trayectoria no importan tanto el laboratorio de ideas o el peso de las organizaciones, que importan también: lo que salta a primer plano es la peripecia. La acción. Jorge Semprún tiene alrededor de veinte años cuando forma parte en Francia de la Resistencia frente a los nazis, termina en Buchenwald y logra sobrevivir a la pesadilla del campo de concentración. Luego es Federico Sánchez, el revolucionario profesional que se juega la vida en la España de Franco para combatir la dictadura, el que organiza las células comunistas, el que trajina en la clandestinidad al borde siempre de que la policía lo pille y lo atrape y lo meta en la cárcel, y que con poco más de treinta años está ya en el Comité Central del Partido Comunista. Es el dirigente que acaba expulsado de esa formación cuando tiene poco más de cuarenta años por cuestionar la línea que imponen sus líderes. A partir de ese momento es también el escritor, el que toma la palabra para continuar por otro camino la exploración de los márgenes de libertad que todavía pueden conquistarse cuando las cosas se han torcido. Es el intelectual que agarra la bandera de Europa para continuar la batalla. Y es el que se convierte en ministro de un gobierno socialista al rondar los 65 años, para terminar de armar una biografía que palpitó primero en la calles pero que solo podía acabar en los despachos, de la andanada y la revuelta a la gestión: al final, lo necesario es hacer las cosas, y para hacerlas es necesario ocupar el poder.
Hay muchas historias en la historia de Semprún, y todas están atravesadas por la “ilusión lírica”, por usar una expresión que le sirvió en un ensayo de 1992 –incluido en Pensar en Europa (Tusquets, 2006)– para definir el gran movimiento que desató Lenin después de conquistar el poder con los bolcheviques en 1917. Su victoria, dice, “había provocado y propagado, no solo a través de la vieja Rusia zarista, sino en el mundo entero, el más formidable movimiento social, la más vertiginosa ‘ilusión lírica’ de la historia moderna”. Curiosa observación, además de enormemente certera: aquel proyecto que se había hartado de decirse a sí mismo que era viable porque obedecía a los datos de la ciencia –sus referentes teóricos procedían del materialismo científico de Marx y Engels– tenía mucho de voluntarioso y en él se implicó un ejército de idealistas que quería cambiar el mundo. Al terminar el siglo XX, Semprún se atrevía a decir que cuanto habían hecho los comunistas había sido un lamentable error. Era necesario tener el valor de asumir, explicaba, que aquella victoria de 1917 de los bolcheviques fue “un desastre para la clase obrera mundial”, y resultaba también urgente acabar con una idea consustancial al marxismo, la de que existía “una clase universal cuya misión es cambiar el mundo”.
Semprún estuvo metido hasta las cejas en el comunismo durante sus primeros veinte años de vida adulta, y los que vinieron después fueron en buena medida un ejercicio de desandar el camino que había recorrido durante aquella época de entusiasmo revolucionario. Desandar el camino, destejer el meollo de los afectos, desarmar los andamiajes teóricos. Lo que sobre todo recogen las conferencias que reunió en ese libro, Pensar en Europa, el último de los que publicó, son los retazos de un largo proceso de reconstrucción, de volver a mirar el mundo y de revisar el pasado, de pensarlo de nuevo desde su irrenunciable vocación por la libertad y la justicia. En uno de sus discursos afirmó que si tuviera que definirse, diría que “lo que soy antes de todo, o por encima de todo, es exdeportado de Buchenwald”.
El telón de fondo, lo que está un poco antes de que empiece todo en la vida de Semprún, son los años treinta, en los que desde la izquierda y la derecha se produce un cuestionamiento radical de lo que significa la democracia liberal. Lo que Semprún abrazaría un poco después, siendo un crío de poco más de dieciocho años, fue la lucha antifascista, y con ella la épica de pararle los pies a la maquinaria que había puesto en marcha Hitler y que condujo al asesinato de seis millones de judíos. Él estuvo en Buchenwald, él fue testigo de lo que allí ocurría, él escuchó por los altavoces “la voz grave y armoniosa de Zarah Leander” cantando esas canciones de amor que tanto les gustaban a los oficiales de las SS–“hermoso tiempo en el que tanto nos quisimos”, decía una de las letras–, fueron sus ojos los que vieron cuánta verdad contenían aquellos versos de Paul Celan: “…y subiréis como humo en el aire / y tendréis una tumba en las nubes…”. Semprún conoció de primera mano “lo que late en las entrañas de la bestia totalitaria”, de la bestia totalitaria nazi. En algún momento ya no pudo seguir ignorando que en el siglo XX había existido también otro monstruo, el gulag.
Los dos sistemas fueron igual de totalitarios y se basaron en idénticas premisas: desprecio a la pluralidad, partido único, rigorismo moral, culto al jefe, odio a la disidencia, etc. “El nazismo”, escribió Semprún en 1999, al borde del nuevo siglo, “se forja en torno a un concepto –mítico, por lo demás– de limitación, de exclusión, de parcialidad arrogante: un concepto reductor, el de ‘raza’. Por su parte, el comunismo no se concibe sino como un movimiento de emancipación humana universal”. Semprún había creído también en eso, en esa “vertiginosa ilusión lírica”.
“No hay nada tan a la izquierda como la libertad”, seguía defendiendo Semprún cuando el siglo XX iba ya desvaneciéndose, tras la caída del Muro de Berlín y cuando la Unión Soviética se había ido a pique. El hombre que había organizado con mano férrea a los comunistas españoles que lucharon contra la dictadura, y el que tejió con ellos una red de afectos y de solidaridad mutua aunque fuera bajo las directrices y el peso agobiante del partido, concebía entonces la democratización de Europa como “la única revolución permanente” por la que merecía la pena luchar. Ese había sido el destino de la parte final de su largo viaje. Desde mediados de los sesenta emprendió esa tarea, complicada y dolorosa: la de “irse quitando”, la de destruir aquella vertiginosa ilusión que ocultó a los comunistas que de nada servía su superioridad moral si se manchaban las manos de sangre y de puro y duro autoritarismo, y de uniformidad y obediencia ciega y falta de espíritu crítico. Luego ya entró el siglo XXI, y quién sabe qué queda ahora de todo aquello. Pero no hay nada nuevo bajo el sol, así que las lecciones de Semprún seguro que siguen sirviendo. ~