La relación de México con Cortés ha sido compleja y contradictoria. Este viaje a través de la historiografía, la literatura y el arte describe la construcción y las mutaciones del mito, y es también un acercamiento a la figura histórica y su legado.
Buscando una inspiración para esta conferencia, antes de viajar a España visité el Hospital de Jesús en la Ciudad de México. Encontré en él una metáfora de la huella de Hernán Cortés en la historia: un símbolo de permanencia, de continuidad, pero que es también una imagen de abandono y de ocultamiento.
De permanencia porque, al entrar en ese edificio invisible desde el exterior –está rodeado de construcciones funcionalistas sin mayor interés–, el visitante se encuentra con el antiguo Hospital de la Purísima Concepción y de Jesús Nazareno fundado por Hernán Cortés en 1524, a un lado del sitio en que se reunió por primera vez con Moctezuma.
((Hay alguna controversia sobre el año de fundación del hospital. Josefina Muriel sostiene que se hablaba ya de él en 1524 –que es la fecha que la propia institución asume– y supone que fue fundado poco después de la caída de Tenochtitlan, en 1521. Josefina Muriel, Hospitales de la Nueva España, México, UNAM y Cruz Roja Mexicana, 1990, p. 38.
))
Están ahí los dos patios intactos del siglo XVI con sus sólidas arcadas. Al pie de la escalinata, en una atmósfera del Renacimiento, se hallan el escudo de Cortés y su busto, copia del que se esculpió en 1794 para su cenotafio. Esa permanencia se advierte también en el rico artesonado que cubre el techo de sus oficinas y en los retratos del fundador que celosamente resguardan. El espíritu todo del lugar produce la impresión de que los siglos han pasado y, a la vez, permanecen.
Al mismo tiempo, hay una continuidad conmovedora y sorprendente en su función. Unos médicos del hospital me recibieron con toda cortesía. Me explicaron que este primer hospital de México ha operado continuamente a lo largo de casi ya cinco siglos. Modesta, humildemente, pero con gran dignidad, me hablaron de su labor: “Somos pocos los doctores, hay en este momento 43 pacientes, hacemos dos cirugías al día y dependemos únicamente de una junta privada.” Permanencia, continuidad.
Al salir del recinto está la Iglesia de Jesús Nazareno, que fue parte del hospital y es hoy una parroquia independiente. Su fachada se adorna con la portada herreriana original de la catedral de México, trasladada aquí en 1691.
((Guillermo Tovar de Teresa, “La portada principal de la primitiva Catedral de México”, Boletín de Monumentos Históricos, Tercera Época, 12 (enero-abril de 2008), p. 87.
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En la bóveda del coro y del primer tramo de la nave hay un mural del gran pintor mexicano José Clemente Orozco con el tema del Apocalipsis. Pese a ello, aquí se apodera del visitante un sentimiento de abandono. El ambiente es desordenado, el pequeño atrio sirve de estacionamiento y nadie parece visitar el lugar. El mural de Orozco está completamente olvidado y descuidado, en la penumbra apenas se distinguen sus trazos. Sobra decir que a esa hora –diez, once de la mañana– no había nadie más que nosotros en el templo.
Avanzamos por la nave y en el presbiterio encontramos finalmente –junto a la permanencia, la continuidad y el abandono– el elemento escondido, casi clandestino. Una pequeña placa metálica del lado del Evangelio que dice simplemente: “Hernán Cortés, 1485-1547.” Ahí reposan los restos del conquistador.
Ya de regreso, en la calle, reflexioné sobre lo que todo esto nos dice de la posteridad de Hernán Cortés. Permanece, continúa, pero también está abandonado. Los mexicanos vivimos ese recuerdo como algo oscuro, callado, clandestino. Octavio Paz escribió: “Cortés divide a los mexicanos, envenena a las almas y alimenta rencores anacrónicos y absurdos. El odio a Cortés no es odio a España: es odio a nosotros mismos. El mito nos impide vernos en nuestro pasado y, sobre todo, impide la reconciliación de México con su otra mitad.”
((Octavio Paz, “Hernán Cortés. Exorcismo y liberación”, en Octavio Paz y L. M. Schneider (editores), México en la obra de Octavio Paz: El peregrino en su patria, México, Fondo de Cultura Económica, 1988, pp. 101-106.
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Se refería a la mitad española.
¿Cómo se construyó el mito de Cortés en México? ¿Cuál fue la historia que condujo a ese desencuentro entre Hernán Cortés y el país que él mismo llamó “la pieza que hilé y tejí”?
((José Luis Martínez (editor), Documentos cortesianos III: 1528-1532, secciones V a VI (primera parte), México, Fondo de Cultura Económica, 1990, p. 22.
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Los invito a un viaje necesariamente rápido, esquemático, vertiginoso, por quinientos años de historia mexicana para entenderlo: el viaje por la posteridad de Cortés en México. Esa travesía será principalmente historiográfica, aunque también voy a referirme a la obra de algunos escritores y pintores.
…
¿Por qué la imagen de Cortés no fue “plutarquiana” como las de Alejandro Magno o Julio César? Méritos le sobraban. Francisco Cervantes de Salazar fue quizá el primer cronista que mencionó a Cortés relacionándolo –a mediados del siglo XVI– con Julio César y pienso que no se trata de un paralelo al que le falte razón.
(( José Luis Martínez (editor), Documentos cortesianos IV: 1533-1548, secciones VI (segunda parte) a VIII, México, Fondo de Cultura Económica, 1990, p. 347.
))
Su hazaña fue incluso superior, puesto que no solamente conquistó, sino que leyó e interpretó una realidad, una civilización absolutamente ajena de la que no tenía indicios. “Nunca griego ni romano ni de otra nación, después que hay reyes, hizo cosa igual”, escribió López de Gómara.
(( Francisco López de Gómara, Historia general de las indias, Volumen ii, Barcelona, Orbis, 1985, p. 127.
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Además de su proeza militar y su sagacidad política (no leyó a Maquiavelo, pero este lo hubiera admirado), sus hazañas, acompañadas después con el elemento de construcción, de exploración, de configuración de una geografía política, jurídica y económica del nuevo país –el haberlo vislumbrado–, lo colocan en una dimensión notable en la historia. Y sin embargo no tuvo a un Plutarco que como biógrafo lo elevara a esa altura.
La causa de ello, por lo menos en parte, es la actitud de la monarquía española, que impidió la reedición de las Cartas de relación de Cortés. Otro factor fue la censura de Felipe II al primer libro de Francisco López de Gómara y, desde luego, el juicio de residencia, un proceso interminable que comenzó en 1526 y no concluyó con la muerte de Cortés, pues los temas en litigio continuaron a lo largo de los siglos.
(( En 1527 se prohibió la publicación de las Cartas de relación de Cortés y solo en 1749 volvieron a publicarse en español. Por otra parte, el príncipe Felipe (Felipe II) expidió una cédula en 1553 que prohibió la impresión, venta y posesión de la obra de López de Gómara. Marcel Bataillon, “Hernán Cortés, autor prohibido”, en Libro jubilar de Alfonso Reyes, México, UNAM, 1956, pp. 77-82.
))
De hecho, los documentos del juicio de residencia –riquísimos en información– son la fuente que muchos historiadores aprovecharon para contar la vida de Cortés y la conquista de México. Con esos antecedentes se comprende la responsabilidad de la propia España en el relegamiento histórico de Cortés.
Pero también hay razones muy importantes en México. Allí, a diferencia del resto de Norteamérica, Cortés encontró un territorio densamente poblado y una civilización profunda, variada, rica, compleja. Esa civilización fue destruida en su aspecto militar en 1521 y, consecuentemente, también en lo político y lo religioso. Trágicamente, también en el demográfico, debido a las enfermedades para las cuales los naturales carecían de toda inmunidad. Pero en cambio sobrevivió en buena medida su organización social, económica y sobre todo cultural. México es el país en donde el pasado no ha pasado, en donde el pasado es presencia viva. Los indígenas, aunque mermados, continuaron allí, y sigue allí la fuerte presencia del mestizaje que –siempre lo he pensado– es uno de los grandes regalos de España a México y de México al mundo. De aquella civilización que Hernán Cortés enfrentó, venció y conquistó, subsistió no únicamente una memoria historiográfica, sino una memoria viva, humana, a través del mestizaje.
Otra razón de peso que ensombrece legítimamente a Cortés es la figura de su adversario y víctima, Cuauhtémoc. En el gran drama de la historia cortesiana hay, como diría Octavio Paz, un “mito negro”, el de Cortés, pero también hay un “mito blanco”, el de Cuauhtémoc, el último emperador de los aztecas.
(( “Hernán Cortés. Exorcismo y liberación…”, op. cit., p. 103.
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El tlatoani –que se comportó de manera absolutamente digna y gallarda, diría yo, estoica, frente al conquistador– fue ejecutado en 1525, en el viaje a las Hibueras. Si Cortés no lo hubiera sacrificado quizá el libreto de la historia y la posteridad de Cortés habrían sido distintos. México, a lo largo de los siglos, pero especialmente después de su independencia, exaltó al héroe inverso a Cortés, Cuauhtémoc. Su nombre está en las calles, en los pueblos, en las ciudades, en las personas; posee estatuas, obras de teatro, poemas. En cambio, el conquistador da nombre a unos cuantos sitios: el Paso de Cortés, entre los volcanes del Valle de México; el mar de Cortés en Baja California; el Palacio de Cortés en Cuernavaca, donde vivió diez años, la Casa de Cortés en Coyoacán, donde ni siquiera residió… y eso es casi todo.
En México prevaleció lo que Miguel León Portilla llamó “la visión de los vencidos”, es decir, la visión de los mexicas que sufrieron el asedio de la ciudad de Tenochtitlan. León Portilla recopiló obras y fragmentos que vienen de las fuentes en lengua náhuatl sobre la conquista: poemas, crónicas del libro 12 de la Historia general de las cosas de Nueva España de fray Bernardino de Sahagún o de los Anales de Tlatelolco. Sus últimas páginas las dedica a los icnocuícatl, cantares tristes de carácter elegíaco, como un poema que muchos mexicanos conocemos: “Llorad, amigos míos, / tened entendido que con estos hechos / hemos perdido la nación mexicana.” Esta es la versión indígena de la conquista, arraigada desde hace por lo menos dos siglos en la memoria mexicana.
(( Miguel León Portilla, Visión de los vencidos, México, UNAM, 1959.
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Pero hay otras versiones indígenas que no prevalecieron y que son igualmente importantes. Porque la gran alianza que logró Cortés y explica en muchos sentidos el triunfo militar se dio con los pueblos vasallos de los mexicas (cuyos agravios son suficiente razón para dudar también de la versión arcádica del México prehispánico). Existen libros de los propios sucesores de los señores de Texcoco y lienzos pictográficos prodigiosos que narran cómo los tlaxcaltecas contribuyeron a la conquista.
((En la tradición texcocana está el mestizo Fernando de Alva Ixtlilxóchitl, bisnieto del último tlatoani de Texcoco, que escribió la Historia general de la Nueva España. Por la parte tlaxcalteca, el llamado precisamente Lienzo de Tlaxcala es toda una crónica visual de la alianza con los españoles y de diversos episodios de su participación en la conquista.
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Pero el hecho fundamental persiste: la preeminencia de la visión de los vencidos sobre la visión de los aliados contribuyó a impedir la imagen plutarquiana, “de bronce”, de Hernán Cortés.
Pero la historia es aún más compleja y fascinante si tomamos en cuenta a otros protagonistas estelares de la historia: los religiosos. ¿Quiénes fueron los grandes aliados de los indígenas (tanto mexicas como sus tributarios y enemigos) que al mismo tiempo lo fueron de Cortés? ¿A quiénes debemos el rescate de la historia del México prehispánico, de la historia de la conquista? A los frailes, especialmente a los franciscanos. Hablo cuando menos de cuatro: Toribio de Benavente, Motolinía (que quiere decir “el pobrecito”), a quien los indígenas adoraban justamente por su humildad; Bernardino de Sahagún, el gran compilador de la Historia general de las cosas de Nueva España; Jerónimo de Mendieta, autor de la Historia eclesiástica indiana, y finalmente, ya a principios del siglo XVII, Juan de Torquemada, que escribió la Monarquía indiana.
La nueva historiografía pone en duda el relato franciscano de la evangelización y plantea que la conversión de los indios al cristianismo fue bastante más forzada que natural. Hay muchos casos, en efecto, de coerción por parte de los frailes a los indios, así como delaciones por seguir practicando su antigua religión.
((Fue el caso del indígena noble Carlos Ometochtzin, que terminó en la hoguera en 1539 por su idolatría, o el de Cristóbal, uno de los llamados “niños mártires de Tlaxcala”, asesinado por su propio padre Acxotécatl por intentar alejarlo de sus creencias.
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Pero quiero confesarles a ustedes –la palabra “confesión” es muy buena en este contexto– que a mí me sigue emocionando mucho la historia escrita por aquellos franciscanos. Yo creo que el mexicano del altiplano tiene un alma franciscana, que el espíritu mexicano es franciscano. Esos frailes fueron los fundadores espirituales de México. A mí me emociona, y no importa si fueron 100.000 o si fueron 10.000 los indígenas que lograron bautizar en un solo día, como dicen sus crónicas.
((Pedro de Gante habla en una carta de 1529 de 14.000 bautizados en un solo día. Richard E. Greenleaf, Zumárraga y la Inquisición mexicana, 1536-1543, México, Fondo de Cultura Económica, 1988, p. 61.
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Lo que importa es que esa impronta franciscana perduró y que confiarles la evangelización fue una de las ideas geniales de Cortés. Tras él vinieron ya tres eminentes franciscanos flamencos (Pedro de Gante, Juan de Tecto y Juan de Aora), pero en 1524 llegaron más y es famosísimo el mural en que ante los doce primeros frailes –doce naturalmente, como los apóstoles– se arrodilla.
(( Este mural se encuentra en la portería del antiguo convento franciscano de Ozumba.
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Esa es una imagen repetida a lo largo de los siglos. Son muchas las anécdotas de Cortés humillándose frente a los religiosos de diversas maneras, y los indios de México tomaron buena nota del respeto que les tenía. Sahagún describió la gran religiosidad de los indios mexicanos y Cortés supo aprovechar esta cualidad.
((“En lo que toca a la religión y la cultura de sus dioses no creo que ha habido en el mundo idólatras tan reverenciadores de sus dioses ni tan a su costa, como éstos de esta Nueva España”. Miguel León Portilla, Bernardino de Sahagún, pionero de la antropología, México, UNAM y El Colegio Nacional, 1999, p. 115.
))
Uno no puede más que conmoverse con los relatos de cuando Pedro de Gante introdujo el teatro, la música y la pintura para enseñar a los indios los evangelios.
¿Qué decían los franciscanos de Cortés? “Cristianísimo varón y fidelísimo caballero… en cuya presencia y por cuyos medios hizo nuestro Señor muchos milagros en la conquista de esta tierra… El primero fue la victoria de nuestro Señor en la primera batalla que tuvieron contra los otomíes, tlaxcaltecas, que fue semejante al milagro que nuestro Señor Dios hizo con Josué, capitán general de los hijos de Israel en la conquista de la Tierra de Promisión.”
(( Bernardino de Sahagún, Historia general de las cosas de Nueva España, México, Porrúa, 1969, pp. 18-20.
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Tanto Sahagún, de quien proviene esta cita, como Motolinía, Mendieta y Torquemada insistieron en esa lectura bíblica. México en clave bíblica. Cortés es el nuevo Moisés, es el nuevo Josué, que vino a apartar a los indígenas de las tinieblas de su religión sangrienta, que vino a salvarlos como aquellos al pueblo de Israel de Egipto. Esa interpretación es la que predomina en los libros de los franciscanos.
Notemos claramente que los franciscanos son el punto de unión entre Cortés y los indios de México, y no solo los tlaxcaltecas y los texcocanos aliados en la conquista sino todos los indios de México y en particular de los vencidos mexicas. En esa vinculación tenemos un acto fundacional tan importante como el de la formación de puertos, ciudades o caminos: es la fundación espiritual de México. Pero esto no fue suficiente tampoco para fijar la imagen plutarquiana de Cortés. Porque hubo alguien más que tuvo también una lectura bíblica de Cortés y la conquista, pero muy distinta a la franciscana. Es el gran adversario de esa orden, que suscita contra ellos una polémica feroz. Naturalmente, este grandísimo personaje de la historia española y universal es fray Bartolomé de las Casas.
Motolinía, el franciscano, escribió a Carlos V en 1555 acerca de Las Casas: “hombre tan pesado, inquieto e inoportuno, y bullicioso y pleitista… tan desasosegado, tan mal criado y tan injuriador y perjudicial, y tan sin reposo [que] se atreve a mucho, y muy grande parece su desorden y poca su humildad; y piensa que todos yerran y que él solo acierta… Siempre escribiendo procesos y vidas ajenas, buscando los males y delitos que por toda esta tierra habían cometido los españoles… y en esto parece que tomaba el oficio de nuestro adversario”.
(( Joaquín García Icazbalceta, Colección de documentos para la historia de México, Tomo I, México, Porrúa, 1971, pp. 257-258.
))
Mientras que Las Casas decía que amaba a los indios y en realidad no se ocupaba más que de “cargarlos y fatigarlos” –continuaba, agraviado, Motolinía–, los franciscanos habían emprendido una magna obra de conversión que, en efecto, todavía es visible materialmente en las prodigiosas capillas abiertas que cualquier visitante puede admirar.
La oposición de Las Casas a los franciscanos era irreductible y tuvo gran peso. No solo por su amistad con Carlos V, ni por su gran influencia en la década de 1540 con las Leyes Nuevas de Indias, ni por todo lo que logró en beneficio de los indígenas. Las Casas pesó también en el propio Cortés.
Las Casas y Cortés se encontraron en España, en la villa de Monzón, en 1542. El dominico le reprochó haber aprehendido a Moctezuma y usurpado sus reinos. Cortés le respondió con una sentencia bíblica: “El que no entra por la puerta, ese es un ladrón y un salteador” (Juan, x, 1). Según José Luis Martínez, eminente biógrafo de Cortés, la opinión de Bartolomé de las Casas pesaba en el alma del conquistador, a pesar de la simpatía de sus amigos franciscanos.
(( “Mientras que unos le celebraban como hazañas sus hechos como conquistador, la voz de un juez severo volvía a recordarle sus culpas. Y estas doctrinas de justicia iban conturbándolo y llegarían a vencerlo en sus últimos días”. José Luis Martínez, Hernán Cortés, México, Fondo de Cultura Económica, 1990, p. 745.
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En la lectura bíblica de nuestra historia, Bartolomé de las Casas es un nuevo Jeremías que lamenta el estado en que los españoles han dejado el Nuevo Mundo. Para él Cortés es un “puro tirano y usurpador de reinos ajenos y matador y destruidor”, un criminal que merecía ser decapitado y su empresa de conquista, una abominación: “Desde la entrada de la Nueva España… hasta el año treinta… duraron las matanzas y estragos que las sangrientas y crueles manos de los españoles hicieron continuamente… [matando] a cuchillo y a lanzadas y quemándolos vivos, mujeres y niños, y mozos y viejos.”
((18 Bartolomé de las Casas, Historia de las Indias, Vol. III, México, Fondo de Cultura Económica, 1951, p. 251, y Bartolomé de las Casas, Breve relación de la destrucción de las Indias occidentales, México, Oficina de Mariano Ontiveros, 1822, p. 70.
))
Tras la catástrofe demográfica debida a las epidemias, el siglo XVI terminó con los fundamentos puestos de la problemática posteridad de Hernán Cortés tanto en España como en América.
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Entramos ahora en el siglo XVII, el siglo barroco. Esta es la gran centuria de Cortés en Nueva España. Se publica en 1632 la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo, aparecen las Décadas de Herrera entre 1601 y 1615, y desde luego la obra de Antonio de Solís, su Historia de la conquista de México, ya muy avanzado el siglo, en 1684. Pero sobre todo Hernán Cortés se convierte en el héroe prototípico de los criollos mexicanos. Para empezar, lo fue del primer criollo, su hijo Martín, quien hizo arreglos para trasladar los restos del conquistador desde Sevilla a México y en 1565 había encabezado una extraña conjura para “alzarse con el reino” que tras ser descubierta fue severamente reprimida. En ella había participado también su medio hermano, el otro Martín, el mestizo hijo de la Malinche. Los hermanos fueron desterrados a perpetuidad de las Indias; sus cómplices –varios de ellos hijos también de conquistadores–, cruelmente decapitados.
(( Manuel Orozco y Berra, Noticia histórica de la conjuración del Marqués del Valle, años de 1565-1568, México, Tipografía de R. Rafael, 1853.
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Esta conspiración prefigura la identificación de generaciones de criollos, de escritores criollos, de historiadores criollos, con la imagen del conquistador en el siglo XVII. Para empezar, el agravio de los criollos con respecto a la Corona se proyectaba retrospectivamente en la figura de Cortés, pues también ellos se sentían relegados por los españoles peninsulares. Buscaban reconocimiento y reivindicaban, por razones muy concretas, las hazañas de sus antepasados para reclamar sus derechos a tierras, títulos, cargos y privilegios. Su actitud, reflejada por cierto en toda una literatura del resentimiento, nos lleva al conflicto central del virreinato en términos políticos y culturales: el conflicto entre los criollos y los peninsulares.
Daré algunos ejemplos de estimables escritores criollos que sin embargo no alcanzan a crear una verdadera épica literaria de la conquista. Puedo mencionar, por ejemplo, a Juan Suárez de Peralta, que escribe un gran elogio de Cortés –era su sobrino político– a pesar de tener motivos de recelo, puesto que se rumoraba que había tenido que ver en la muerte de la hermana de su padre, Catalina Suárez.
(( Juan Suárez de Peralta, Tratado del descubrimiento de Indias y su conquista, 1589, impreso hasta 1878 en Madrid por Justo Zaragoza con el título Noticias históricas de la Nueva España.
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Menciono también a Baltasar Dorantes de Carranza, que escribe en 1604: “Cosas hechas con grandes fundamentos y con grande ánimo. Quién pudiera o gozara fiarlas todas a la fortuna, arrojándose en tantas aventuras que parece imposible el efecto de ellas en tan buenos fines y gloria de su nación, y acrecentamiento de su casa, servicio y grandeza de su rey, con tanta grandeza y hechos tan milagrosos.”
(( Baltasar Dorantes de Carranza, Sumaria relación de las cosas de la Nueva España, México, Porrúa, 1987, p. 92.
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Francisco de Terrazas, poeta descendiente del mayordomo de Cortés, es otro de los autores criollos que le dedicaron sus obras.
(( “Valeroso Cortés por quien la fama / sube la clara trompa hasta el cielo, / cuyos hechos rarísimos derrama / con tus proezas adornando el suelo, / si tu valor que el ánimo me inflama / se perdiese de vista al bajo vuelo, / si no pueden los ojos alcanzalle / ¿quién cantará alabanzas a tu talle?”, en Francisco de Terrazas, “Nuevo Mundo y conquista”, en Antonio Castro Leal (editor), Francisco de Terrazas. Poesías, México, unam, 1942.
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Pero quiero detenerme en un importante polígrafo, investigador, editor, que reunió documentos imprescindibles de la historia indígena: Carlos de Sigüenza y Góngora.
Este personaje escribió un Teatro de virtudes políticas que constituyen a un príncipe, advertidas en los monarcas antiguos del Mexicano Imperio en que retrató a los reyes indígenas a la manera de Plutarco, como grandes héroes.
(( Carlos de Sigüenza y Góngora, Teatro de virtudes políticas que constituyen a un príncipe, advertidas en los monarcas antiguos del Mexicano Imperio, México, por la viuda de Bernardo Calderón, 1680.
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Sufrió, sin embargo, una decepción en 1692 con el primer gran motín indígena en la Ciudad de México, y cambió su idealización del pasado indígena. Pero con respecto a Cortés escribió un libro memorable: Piedad heroica. Es la historia del Hospital de Jesús del que les hablaba al principio de esta plática. Con su mentalidad barroca, cuenta Sigüenza que Cortés (a quien consideraba un héroe mayor que Eneas) decidió erigirlo en el lugar en donde en tiempos del emperador Ahuízotl había iniciado la terrorífica inundación de la ciudad: “Si fue disposición del acaso o noticia que tendría don Hernando Cortés de tan extraño suceso lo que le motivó a erigir esta fábrica en semejante lugar para santificarlo, no es cosa que se sujeta por incógnita a que se discurra, pero ¿quién nos puede quitar el que ponderemos ser contingencia digna de gran reparo el que donde experimentó México en su gentilidad tan dolorosa ruina halle ahora para los católicos que la habitan providencia caritativa?”
(( Carlos de Sigüenza y Góngora, Piedad heroica de don Fernando Cortés, Marqués del Valle, México, Antigua Imprenta de Murguía, 1928, p. 22.
))
En el siglo XVII tuvieron su gran momento de esplendor las fiestas relacionadas con la conquista, como el Paseo del Pendón con el que se conmemoraba cada 13 de agosto la caída de Tenochtitlan. El pendón del Ayuntamiento salía de las Casas de Cabildo y se le llevaba hasta la ermita de san Hipólito o “de los mártires”, un punto de desdicha y muerte para los españoles durante la Noche Triste. Más tarde se jugaban toros y continuaba la fiesta pública con todo el esplendor barroco. Fue la gran celebración de la Ciudad de México en la época virreinal, especialmente notable en su centenario en 1621.
((25 Reiko Tateiwa, El cabildo de la ciudad de México y la fiesta de san Hipólito, siglos XVI y XVII, México, Cámara de Diputados, LXIII Legislatura, 2017, p. 100.
))
Además, en este mismo siglo se pintaron importantes cuadros cortesianos, como uno atribuido a Alonso Vázquez que estaba justamente en la iglesia de Jesús. Esta obra muestra la escena del martirio de san Hipólito (patrono de la ciudad) en Roma, con Cortés orante al pie de la imagen.
(( Jaime Cuadriello, “El origen del reino y la configuración de su empresa”, en Los pinceles de la historia. El origen del reino de la Nueva España 1680-1750, México, Museo Nacional de Arte e INBA, 1999, p. 97. El cuadro hoy se encuentra en el Museo Nacional de Historia de México.
))
La identificación de san Hipólito con Cortés data de entonces. Y a partir de allí hasta bien entrado el siglo XVIII hay una riquísima iconografía: biombos, óleos prodigiosos, enconchados, grabados.
Pero así como esa larga centuria barroca fue la gran época de Cortés en Nueva España, en la península los grandes escritores del Siglo de Oro prácticamente no escribieron sobre sus hazañas. En esos tiempos, se extrañaba Marcel Bataillon, hay dos veces más libros sobre los turcos que sobre América. Y Ramón Menéndez Pidal señalaba algo parecido: “los mismos hombres de entonces, que se beneficiaban tanto con aquella conquista, se interesaban mucho menos en los grandes sucesos de América que en las menores cosas de Europa”.
((José Luis Martínez, Hernán Cortés, op. cit., p. 73.
))
…
La Ilustración, que en México arribó muy entrado el siglo XVIII, asistió a la consagración del conquistador. Junto a la catedral de México hay una plaza que en su origen se conocía como Placeta del Marqués, pues frente a ella estaban precisamente las casas de Hernán Cortés. A principios del siglo XVIII se construyó allí una pequeña capilla que ya no existe, llamada de la Santa Cruz de los Talabarteros. En su interior pendían cuatro maravillosos lienzos de José Vivar y Valderrama pintados hacia 1752 referentes a temas cortesianos y de la conquista: la primera misa sobre los templos aztecas, el bautismo de los señores de Tlaxcala, la humillación de Cortés ante los franciscanos y, finalmente, el advenimiento de la virgen de Guadalupe. Tras la destrucción del templo en 1824 se dispersaron, pero un destacado historiador del Instituto de Investigaciones Estéticas de la unam, Jaime Cuadriello, identificó las pinturas hace unos cuantos años y logró su restauración y exhibición.
((Jaime Cuadriello, Las glorias de la República de Tlaxcala o la conciencia como imagen sublime, México, unam e inba, 2004, p. 78.
))
El momento cumbre para Cortés llegó en 1794, cuando en la iglesia del Hospital de Jesús –siempre una metáfora de esta historia–, al lado del viejo cuadro de san Hipólito y Cortés de Alonso Cano, se levantó un cenotafio en forma de obelisco para resguardar los restos del conquistador. Manuel Tolsá, el legendario escultor valenciano, autor de la escultura ecuestre de Carlos IV que en México llamamos “El Caballito”, realizó un busto en bronce dorado de Cortés que era la mayor gala de ese monumento.
(( Francisco de la Maza, “Una obra desconocida: el busto de Cortés por Manuel Tolsá”, en Revista de la Universidad de México, 22, 10 (junio de 1968), pp. 32-33.
))
A fines del siglo XVIII el historiador novohispano Francisco Javier Clavijero, jesuita, expulsado en 1767 con todos los miembros de su orden, escribió su Historia antigua de México en Bolonia.
(( Francesco Saverio Clavigero, Storia antica del Messico, Cesena, Gregorio Biasini, 1780.
))
Si bien se trata todavía con respeto a Cortés, se advierte que los criollos mexicanos empezaban a gravitar hacia el pasado prehispánico. Los criollos no necesitaban más apelar a Cortés y comenzaban a acogerse a la herencia indígena. Y entramos al siglo de las luchas, donde todo se vuelve difícil, enconado, sangriento. Es el siglo de la construcción mitológica de Cortés a la que se refiere Octavio Paz.
Nuestro siglo xix empieza en 1810 con la Guerra de Independencia, que termina en 1821. En el insurgente Miguel Hidalgo hay más un clamor por la situación de los indígenas que una reivindicación de su pasado anterior a la conquista, pero en las tropas de Morelos comienza a haber referencias a Cuauhtémoc, a Moctezuma, y se lee ávidamente a Bartolomé de las Casas.
(( El diputado Carlos María de Bustamante envió a Morelos un discurso para que lo leyese en la apertura del Congreso de Chilpancingo, el cual invocaba a los “manes de Moctezuma, Quautemotzin, Xicotencatl, y Calzontzi” y llamaba a “restablecer el Imperio Mexicano”. Lucas Alamán, Historia de Méjico, Tomo III, México, Imprenta de J. M. Lara, 1850, p. 560.
))
La Brevísima relación de la destrucción de las Indias anima y le da sentido a la Independencia como una reversión de la conquista.
(( “La resurrección de Las Casas como apóstol de las Indias es paralela a la Independencia de México y se debe en buena medida a fray Servando [Teresa de Mier] quien ligó desde 1813 su propia Historia de la revolución de Nueva España con la Brevísima relación”. Christopher Domínguez Michael, Vida de fray Servando, México, Ediciones Era, INAH y Conaculta, 2004, p. 205.
))
En cada uno de los presentes de México, el pasado sigue presente.
Hubo un momento luminoso en la historia mexicana: el 27 de septiembre de 1821, día en que se consumó la Independencia. Fue, según algunos historiadores, el día más feliz de la historia de México.
(( “La alegría era universal, y puede decirse que este ha sido… el único día de puro entusiasmo y de gozo, sin mezcla de recuerdos tristes o de anuncios de nuevas desgracias, que han disfrutado los mexicanos”. Lucas Alamán, Historia de Méjico, Tomo v, México, Imprenta de Victoriano Agüeros, 1885, p. 257.
))
El día de la unión de todos los mexicanos. Y España pudo haberlo hecho más feliz aún si hubiese enviado –a pesar de todas sus dificultades, y a semejanza de Portugal– a un Borbón al trono de México.
(( La tradicional atribución a Aranda de dicho proyecto hoy es cuestionada con buenas razones. José Antonio Escudero, El supuesto memorial del Conde de Aranda sobre la Independencia de América, México, UNAM, 2014.
))
El consumador de la Independencia, Agustín de Iturbide, fue coronado emperador por el Congreso. Era al cabo una ceremonia sin legitimidad y no es casual que tuviera que abdicar menos de un año después. Octavio Paz me confesó alguna vez: “Convénzase: México nunca se consolará de no haber sido una monarquía.” Esa frase se me quedó grabada. México no habría necesitado consuelo si España hubiera actuado de otro modo, la ruptura habría sido menos traumática.
El mismo año de la abdicación de Iturbide, en el Congreso de México se escucharon voces que pedían la destrucción del cenotafio de Cortés y se amenazó con el saqueo de su tumba y la quema de sus restos. Un importante político conservador de la época, Lucas Alamán, administrador de los bienes del marquesado del Valle de Oaxaca, tomó sus precauciones: se adelantó a desmontar el sepulcro, envió el busto de bronce a los descendientes de Cortés en Palermo y escondió los restos.
((
José Luis Martínez, Hernán Cortés, op. cit., p. 783.
))
Desde luego la famosa capilla de Talabarteros se destruyó muy pronto.
Lucas Alamán era un notable intelectual criollo que de muy joven había atestiguado la destrucción causada por la Guerra de Independencia, incluida la atroz matanza de españoles en la Alhóndiga de Granaditas. En la década de 1840 empezó a escribir sus Disertaciones sobre Hernán Cortés.
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Lucas Alamán, Disertaciones sobre la historia de la República Megicana, México, Imprenta de D. José Mariano Lara, 1844.
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Al mismo tiempo mantenía correspondencia con William Prescott (que escribía su Historia de la conquista de México
(( William H. Prescott, History of the Conquest of Mexico, Nueva York, Harper Brothers, 1843.
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), como también lo hacía Frances Erskine Inglis, marquesa de Calderón de la Barca, esposa del primer embajador español en México. Prescott le debe muchísimo a ella y a Alamán. Cuando se publican las dos historias, resultan complementarias. Prescott tiene a Cortés como un héroe romántico, autor de una gran hazaña, y Lucas Alamán escribe sobre todo del Cortés posterior a la conquista: el constructor, el edificador de ciudades, de caminos, de puertos, de rutas de navegación, de un orden jurídico; el que trae una nueva cultura material, plantas y animales desconocidos en el país. Es estrictamente, dice Alamán, el fundador de México.
Curiosamente, otro criollo muy famoso, el doctor José María Luis Mora, fundador del liberalismo en México, coincidía con el conservador Alamán. Discrepaba con él en casi todo, pero no en la apreciación de Cortés. Digamos que los criollos siempre mantuvieron fidelidad y apego a la figura de Hernán Cortés. La gran paradoja de Lucas Alamán sería que el libro para el que tanta ayuda prestó, el de Prescott, se volvió el libro de viaje preferido por los soldados de Estados Unidos en la invasión a México en 1847. Alamán escribió: “A dicho hospital [de Jesús] –que él administraba como parte los bienes de la descendencia del conquistador– van con frecuencia jefes y oficiales norteamericanos a que se les enseñe el retrato de don Hernando Cortés, a quien ven con mucha veneración.” No sin amargura, Alamán señaló además la ironía del aniversario: “El día 3 del próximo diciembre de 1847 se completan tres siglos cabales de su muerte. ¿Quién hubiera podido pensar en aquella época que a los tres siglos de la muerte del gran conquistador, la ciudad que él sacó de sus cimientos había de estar ocupada por el ejército de una nación que entonces no había tenido ni el primer principio?”
(( Lucas Alamán, Documentos diversos (inéditos y muy raros), México, Jus, 1947, p. 457.
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Con aquella infausta guerra termina la historia criolla de Cortés y comienza una historia intrincada, difícil, dolorosa: la era liberal. En México ya no vuelven a gobernar los criollos. Entre 1857 y 1867 –años de la Guerra de Reforma (una guerra civil cuyo centro era el conflicto entre la Iglesia y el Estado), la intervención francesa y el Imperio de Maximiliano– son los mestizos liberales acaudillados por un indígena, Benito Juárez, los que toman el poder. Es un cambio muy profundo e importante en la historia de México. Ocurre entonces la separación cabal de la Iglesia y el Estado. El país se constituye como una república federal, representativa y democrática. En el sentido político, es la época dorada del liberalismo mexicano.
…
¿Cuál fue la idea de la conquista y de Cortés en la era liberal? Una visión contraria a la de Alamán. En los decenios siguientes encontramos una imagen que contrasta violentamente con ella y que vuelve otra vez a la narrativa de fray Bartolomé de las Casas. Es el caso, por ejemplo, de Ignacio Manuel Altamirano, indígena puro, fundador de la cultura nacional mexicana, editor, poeta, novelista. Admiraba enormemente a los franciscanos, se declaraba inclusive guadalupano (decía que “el día que no se adore a la virgen del Tepeyac en esta tierra, es seguro que habrá desaparecido no solo la nacionalidad mexicana, sino hasta el recuerdo de los moradores del México actual”).
(( Ignacio Manuel Altamirano, “La fiesta de Guadalupe”, en Paisajes y leyendas. Tradiciones y costumbres de México, México, Porrúa, 1979, p. 29.
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Pero sobre Cortés, Altamirano escribió: “El héroe se desvanece en el proceso, y aparece en toda su desnudez el bandido; un bandido astuto, audaz, mañero, a quien favoreció la fortuna y coronó el éxito, pero siempre un bandido. Y nada importa que obtuviese, merced a sus informes, y a la ofrenda de una colonia sometida por sorpresa, el título de marqués; porque eso no es raro, ni que se improvisara una riqueza colosal con el producto de sus rapiñas y con el despojo de los vencidos; porque era natural; ni que fuese ensalzado por plumas venales y adulado por la opinión engañada o seducida; lo cual tampoco tiene nada de extraordinario.”
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Ignacio Manuel Altamirano, “Prólogo”, en Eduardo del Valle, Cuauhtémoc: poema en nueve cantos, México, Oficina Tipográfica de la Secretaría de Fomento, 1886, p. XXI.
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Por cierto, esta imagen de Cortés como bandido no es original de Altamirano. Los liberales leían mucho en esa época a Heinrich Heine, el poeta judío alemán que había escrito un poema llamado “Vitzliputzli” (una extraña traslación al alemán del nombre del dios azteca Huitzilopochtli). Esos versos del Romancero (1851) de Heine evocan así al conquistador: “En su cabeza llevaba un laurel y en sus botas brillaban espuelas de oro. Y sin embargo no era un héroe, no era más que un capitán de bandoleros.”
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Ignacio Manuel Altamirano, “Prólogo”, op. cit., p. XXIII.
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Por fortuna, viene la luz después de tantas tinieblas. En la época de Porfirio Díaz surgieron varios historiadores que fincaron la historiografía moderna de México. Quiero mencionar a dos, cuyos nombres me hubiera gustado que resonaran en esta Real Academia en su tiempo, porque lo merecían: Manuel Orozco y Berra y Joaquín García Icazbalceta.
Orozco y Berra terminó en 1881 la historia de ese México antiguo, antes y durante la conquista, suave y respetuosamente inclinada hacia el lado indígena. Él introduce en la narración de estos sucesos el equilibrio. Por ejemplo, escribe: “Vencidos y vencedores fueron grandes. Pero la admiración no debe ofuscar la verdad. Y la compleja verdad estaba igualmente distante de ambas banderías.” Es un crítico ponderado de Cortés: “Don Hernando supo aprovecharse de las pasiones dominantes, darles dirección, emplearlas para su provecho; se sometió a los indios con los indios.”
(( Manuel Orozco y Berra, Historia antigua y de la conquista de México, México, Tipografía de G. A. Esteva, 1880, p. 644.
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Muchas de las hipótesis modernas en esta historia están ya presentes en la obra de Orozco y Berra. Por eso hay que leerlo: es uno de nuestros clásicos. No tiene miedo de hablar del “horrendo culto religioso” de los mexicas. Y considera que finalmente la conquista fue un progreso civilizatorio, cosa que evidentemente yo también creo. Un adelanto de la humanidad. Pero, por supuesto, sin detrimento de la objetividad y la ponderación, su corazón está con los mexicas, los vencidos: “Admira la defensa, asombra aquella tribu indómita, inspira respeto, entusiasmo, la noble figura de Cuauhtémoc… El ardido defensor de México, el indomable caudillo de la libertad nacional… Nuestra admiración para el héroe, nunca nuestro cariño para el conquistador.”
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Manuel Orozco y Berra, Historia antigua y de la conquista de México, op. cit., pp. 641-642. La última frase es una atribución no documentada.
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A su lado está la figura extraordinaria de Joaquín García Icazbalceta. Hacendado e historiador nacido en 1825, expulsado de México como todos los españoles en 1829. Regresó con sus padres y se hizo cargo muy joven de su finca cercana a Cuernavaca, la ciudad donde Cortés tuvo su palacio, y al viejo ingenio que fundó el conquistador, donde Alamán trabajó en sus Disertaciones. ¿En qué consistió la obra magistral de García Icazbalceta? Este hombre, él solo, recobró la historiografía del siglo XVI en Nueva España. Fue editor, impresor, biógrafo, historiador. Escribió sobre todos los temas imaginables: sobre la catedral de México, la historia de las profesiones en el virreinato, los colegios, los autos de fe de la Inquisición, la orden agustina, la historia económica de Nueva España, los mexicanismos. Y, en particular, escribió un estudio histórico que, en las antípodas de Orozco y Berra, defiende la conquista. Pero la defiende con los argumentos sólidos de un hombre que llevaba cincuenta años estudiándola: “No era móvil absolutamente general y exclusivo de las acciones [de los españoles] la sed de oro, como hasta el fastidio se repite: hacíanle compañía el deseo de la gloria, el de ensanchar los dominios del soberano, y el de ganar almas para Dios… Ellos cumplían inconscientemente un designio providencial: los indios sucumbían a la ley de la historia. Nada podía detener la marcha incesante del poder y de la civilización hacia Occidente.”
((Joaquín García Icazbalceta, “Conquista y colonización de Méjico. Estudio histórico”, en Boletín de la Real Academia de la Historia, 25 (1894), pp. 10-11.
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Estos dos hombres, García Icazbalceta y Orozco y Berra, son los pilares y fundadores –junto con otro personaje que solamente mencionaré de nombre, José Fernando Ramírez, quien recobró la historia de los franciscanos y la historia prehispánica– de la historia profesional en México. Son nuestros pares, son nuestros académicos, que están aquí en espíritu. Gracias a ellos, el siglo xix concluyó con una visión de concordia histórica. Las fiestas del centenario de la Independencia de México en 1910 mostraron esa armonía: Justo Sierra, historiador y educador mexicano, organizó un desfile histórico en el que individuos que representaban a Cortés, la Malinche, Moctezuma y muchos otros personajes de la historia recorrieron las calles de la ciudad. “Cortés” y “Moctezuma” representaron su encuentro. Paseó el antiguo pendón del Ayuntamiento y también el pendón de la Independencia que enarboló Hidalgo. Hay fotografías prodigiosas de ese desfile. En otra ceremonia, el embajador especial de España, marqués de Polavieja, entregó al presidente Porfirio Díaz varias prendas del insurgente Morelos. Era la reconciliación simbólica de España y México. Pero poco más de dos meses después, a los fuegos de artificio de las fiestas del centenario siguieron los fuegos de verdad de la Revolución mexicana, que solo cesaron –y no del todo– hasta 1920.
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El año de 1921, como un siglo atrás, fue un momento plástico. Había terminado la Revolución. En la nueva Secretaría de Educación Pública despachaba el célebre filósofo y educador José Vasconcelos, que intentó la definitiva conciliación de los mexicanos a través de la cultura. Vasconcelos reconoció la cultura española, la cultura clásica, la cultura de Oriente, la cultura indígena. El suyo era un nuevo ecumenismo. Con espíritu franciscano recurrió a la pintura y entregó a Diego Rivera y José Clemente Orozco los muros de la Secretaría de Educación Pública y de la Escuela Nacional Preparatoria para que pintaran en ellos la gesta de la Revolución, como siglos antes pintaban los frailes en sus iglesias y conventos escenas del Evangelio. Además, creó la figura de los “maestros misioneros”, que recorrieron todo el país llevando la buena nueva del alfabeto y de los libros.
((Enrique Krauze, “Vasconcelos: libros, aulas, artes”, Letras Libres 139 (julio de 2010), p. 40.
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En aquella progresión de 1521 (la conquista), 1621 (el apogeo del Paseo del Pendón que la celebraba), 1721 (la decadencia de dicho paseo), 1821 (el gran momento de esperanza de reconciliación con España, cuando Iturbide se refiere a nuestros países con la metáfora de “el tronco y la rama”)
(( Plan de la Independencia de México, Iguala, 24 de febrero de 1821.
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y 1921 (con Vasconcelos que propone de nuevo la idea de una unión cultural), algunos historiadores indigenistas creyeron leer el llamado a una nueva ruptura. Diego Rivera también lo interpretó así cuando realizó los murales del Palacio de Cortés en la ciudad de Cuernavaca entre 1929 y 1931.
Cortés, Alamán, García Icazbalceta, como hemos visto, vivieron en esa ciudad y sus alrededores del estado de Morelos. Y fue precisamente ahí donde en 1910 había surgido la sublevación campesina de Emiliano Zapata. Esa rebelión fue entendida como una venganza o reversión de la conquista. Al emprender su obra, Diego Rivera pintó justamente en la loggia del palacio una idea que no es históricamente real, pero que alimentaba el mito de Zapata como el nuevo Cuauhtémoc, la reencarnación de una rebeldía indígena antigua, esta vez contra los hacendados, muchos de ellos españoles.
Vasconcelos consideró vergonzosos aquellos murales: “se denigra soezmente la epopeya de la Conquista española”.
((José Vasconcelos, La flama, México, Trillas, 2009, p. 189.
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Era una cierta profanación del Palacio de Cortés, irreverencia que Diego Rivera prosigue en el Palacio Nacional de la Ciudad de México (que también perteneció a Cortés y a sus descendientes hasta 1562) con el retrato de un Cortés francamente deforme e incluso sifilítico. Aquella imagen contrahecha derivaba de la particular interpretación del pintor del estudio forense de los restos del conquistador (redescubiertos apenas en 1946), en que se mencionaba la sífilis como posible causa de una osteítis, entre decenas de otras posibilidades, y que obvió la propia conclusión del médico autor del estudio: “[las lesiones] no son debidas a sífilis”.
(( Eusebio Dávalos Hurtado, Temas de antropología física, México, INAH, 1965, p. 178.
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Se trataba, pues, de alimentar el mito negro.
Otro pintor mexicano, José Clemente Orozco, pintó en el antiguo Colegio jesuita de San Ildefonso, entonces Escuela Nacional Preparatoria, la más impresionante figura de la Malinche y Cortés juntos, desnudos, con un indio muerto a los pies. Octavio Paz, estudiante de la preparatoria, veía diariamente esa imagen. Quien haya leído El laberinto de la soledad recordará en ese libro la imagen de la Malinche, la idea de que el mexicano es un ser solitario y aislado porque rechaza al padre y también a la madre, que es precisamente ella.
((Octavio Paz, El laberinto de la soledad, México, Cuadernos Mexicanos, 1950.
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Yo difiero, con todo respeto, de mi maestro. Creo que en El laberinto de la soledad Octavio olvidó algo muy importante: olvidó el mestizaje. El mestizaje cultural del que México es uno de los grandes ejemplos universales, y un legado, como he dicho ya, de España a México y de México al mundo.
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Escribió Octavio Paz: “El mito nació de la ideología, y solo la crítica de la ideología podrá disiparlo. Cortés debe ser restituido al sitio al que pertenece con toda su grandeza y todos sus defectos.”
(( Octavio Paz, “Hernán Cortés. Exorcismo y liberación”, op. cit., pp. 101-106.
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Debe ser restituido a la historia.
Por eso quiero apelar a los historiadores. Es a nosotros a quienes nos corresponde la palabra hoy. García Icazbalceta y Manuel Orozco y Berra, en su labor solitaria, trabajaron en el siglo xix. El gran historiador mexicano Silvio Zavala y otros maestros españoles quizá olvidados en España pero que deben recordarse, como José Gaos, Ramón Iglesia o José Miranda, lo hicieron en el siglo XX. En sus aulas y sus obras se formó una generación de historiadores mexicanos que recobró la historiografía del siglo XVI, el XVII, el XVIII. Estos son los fundadores sobre los que debemos arraigar nuestra actitud frente al año de 2021, el quinto centenario de la conquista.
Quien contribuyó mucho a esa restitución fue José Luis Martínez con su Hernán Cortés. La suya es una biografía que no considero definitiva, pero que, a la manera de Orozco y Berra, compulsa con atención las distintas versiones y documentos cortesianos (empeñó muchos años en reunirlos) y luego, de una manera muy discreta, a veces desliza un juicio. Decía mi maestro Luis González y González que hay historiadores del verbo e historiadores del sustantivo. Esta es una biografía del sustantivo. El verbo es la acción, como el libro de Hugh Thomas, obra monumental comparable a la de Prescott o a la de Bernal Díaz del Castillo.
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Hugh Thomas, Conquest: Montezuma, Cortés, and the fall of old Mexico, Nueva York, Simon and Schuster, 1993.
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Los historiadores han hecho su parte, pero hay mucho camino por andar.
¿Cómo vislumbro el año 2021? Lo veo como una gran oportunidad para la obra de los historiadores. Debemos luchar contra la politización de la historia. Buscar y practicar una historia para el saber, no para el poder. Menos estatuas, más estudios. Contra los hispanistas y los indigenistas (ambos representantes del fanatismo de la identidad), lo que necesitamos es conocimiento histórico y búsqueda honesta de la verdad histórica. Proyectos no van a faltar. Hay que retomar el impulso de aquella generación de historiadores de los que he hablado. Me refiero a México y también a España. Hay que propiciar un debate de altura en los centros académicos. Alentar nuevos estudios cortesianos; por ejemplo, los que Carmen Martínez ha hecho sobre Veracruz en 1519.
(( María del Carmen Martínez, Veracruz 1519. Los hombres de Cortés, México, Universidad de León, INAH y Conaculta, 2013.
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Es notable todo lo que todavía puede revelar la vida de aquel gran personaje. Esto es lo que debe alentarnos.
Llevar una historia de la conquista –o como quiera llamársele, yo la llamo así– al gran público de manera equilibrada, atractiva, veraz, fiel. Creo que es el momento de pensar en publicar los documentos del juicio de residencia de Cortés. Hugh Thomas tenía ese sueño. No sé cuántas veces lo vi en México y en España acariciando esa idea. Publicarlo en papel quizá sería innecesario, pero con todos los instrumentos actuales sería maravilloso publicarlo de manera electrónica, con índices y buscadores. Es la verdadera fuente para esa gran biografía que todavía está por escribirse.
Hay que apoyar el índice de documentos cortesianos que está en puerta, el diccionario de conquistadores. Hay que impulsar ediciones y reediciones. Hay que recobrar a España y a México como los dos ejes de la globalidad. Ahora todo el mundo habla de ella, pero fue España la que la inventó. Cortés fue un personaje central en ella y México un gran eje de esa realidad que, en muchos sentidos, es semejante a la nuestra.
Finalmente, como biógrafo, apunto la necesidad de una biografía definitiva de Cortés y de un historiador que empeñe una década o dos, no sé cuánto tiempo, en hacerla. Comencé esta conferencia recordando mi visita al Hospital de Jesús, metáfora de la posteridad de Cortés. Quisiera mencionar ahora otra visita que es también una metáfora, la que hice con mi padre y con mi hijo en 1993 a Castilleja de la Cuesta, donde falleció el conquistador. Me conmovió ver allí plantado un árbol de zapote mexicano y varias piezas aztecas que Cortés atesoró seguramente con más curiosidad que avaricia. “Siempre trabajé de saber todos los más secretos de estas partes que me fue posible.”
(( José Luis Martínez, Hernán Cortés, op. cit., p. 347.
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Sentí entonces lo que muchos mexicanos pensamos sobre Cortés: que este conquistador también fue conquistado por una cultura que a través del mestizaje sigue viva. ¿Qué biografía definitiva de Cortés estoy vislumbrando? A un joven le aconsejaría que no lo intentase a la manera de Carlyle. No queremos una estatua literaria, no queremos una historia de bronce, no queremos a la encarnación de la conquista ni a la esencia hispana ni a la esencia de la fe. No un mito ni un instrumento de la ideología. No un capitán de bandoleros, pero tampoco un ser providencial. Un hombre de carne y hueso, un hombre de aquel tiempo, y en cierta medida un hombre de todos los tiempos: Hernán Cortés. ~
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Esta conferencia, impartida el 21 de junio de 2019, fue la intervención inaugural del ciclo dedicado a Hernán Cortés en la Real Academia de la Historia, bajo la coordinación de Carmen Iglesias.
Agradezco el apoyo de dos grandes historiadores y amigos en esta investigación: Javier Lara Bayón y Jaime Cuadriello.
Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.