La máscara como estrategia

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Una soleada tarde de 1986 asistí, en la Ciudad de México, a una comida que el entonces presidente de la República, Miguel de la Madrid, ofreció a deportistas. Por lo general evito ese tipo de reuniones, en todos los países, porque, en esencia, son lo que el historiador Daniel Boorstin llamó “seudoeventos”. Es decir, no son espontáneos ni tienen importancia alguna, sino que se organizan con el único fin de ser fotografiados. Todos siguen un guión y, por lo general, la comida es pésima. ¡Ay! La vida política de nuestros días parece estar por completo construida con base en seudoeventos.

Pero aquella comida en honor de los héroes del deporte fue un seudoevento que no pude resistir, pues entre los invitados figuraban tres héroes de mi juventud, cuando era estudiante en el México ya perdido de los años cincuenta: Raúl Ratón Macías, Joe Medel y Kid Azteca. Quizá, pensé, su energía conjunta podía invocar al espíritu de José Toluco López desde el sitio que ocupa en el cielo del boxeo y que está situado en alguna parte de la bóveda celeste entre el Tenampa y las calles de Tepito.

Recuerdo que los tres viejos luchadores parecían estar en muy buenas condiciones, llevaban trajes a la medida y sonreían al abrazar a otros colegas. Caminaban entre la multitud de beisbolistas, futbolistas, corredores, atletas y tenistas, con la gracia y la serenidad que caracteriza a quienes han practicado un deporte brutal y sobrevivido. Sin duda, aquel día ellos se veían mejor que el presidente De la Madrid, que estaba sentado en un templete, en medio de un inalterable charco de gris decepción. Sus ojos tristes se desviaban hacia el grupo de invitados mientras dos guardaespaldas revoloteaban atrás suyo, y otros más se mezclaban entre los fotógrafos que estaban abajo del templete. El mandatario se veía exhausto: por el terremoto y sus ruinas, por las realidades de la política presidencial, por la absoluta falta de esperanza de alcanzar la gloria propia. Cada vez que los fotógrafos disparaban sus flashes, parpadeaba. Dio un apretón de manos a los atletas visitantes que estaban del otro lado de su mesa. Sonreía de forma mecánica. Nada en el mundo parecía sorprenderlo.

Ni siquiera la mesa a su izquierda. Cada una estaba segregada según el deporte que practicaran los convidados. Todos llevaban traje. Todos se sentaban con la indolente tranquilidad de los deportistas profesionales. Pero había una diferencia: dos terceras partes llevaban máscara. Máscaras azules. Máscaras blancas. Máscaras color lavanda. Máscaras con símbolos arcanos. Máscaras diseñadas para ser feroces o estoicas o impenetrables a súplicas de piedad. Era la mesa de los luchadores. Miré a Miguel de la Madrid, que en ese momento se agachaba para darle un furtivo golpe a su cigarro, fuera del alcance de los fotógrafos, y pensé: “Qué maravilla es México”.

Era absolutamente imposible imaginar semejante escena en cualquier otro lugar del mundo. ¿Acaso el Servicio Secreto de los Estados Unidos permitiría que el dignatario de ese país departiera en un salón donde al menos nueve de los invitados llevaban máscara? ¿En sus años de gloria Charles de Gaulle se sentaría con toda tranquilidad en medio de nueve enmascarados? ¿Acaso Churchill le daría el golpe a su puro tras una comida sin siquiera notar a aquellos invitados de máscara feroz? Pero ahí estaba el presidente de México y, a su derecha, los hombres llamados Blue Demon o El Hijo del Santo o Mil Máscaras, y nada parecía más normal. En aras de la fraternidad algunos luchadores incluso habían llevado sus “máscaras de salir a comer”.

En cierto modo, la velada subrayó las múltiples continuidades de la cultura popular mexicana y lo bien que esa cultura se integra a la vida cotidiana. Desde luego la máscara fue una parte decisiva de la cultura de México durante muchos siglos antes de la llegada de los españoles. Ahora las máscaras cuelgan en las salas de los museos y han sido objeto de disertaciones académicas extraordinarias. Pero también son una parte viva de la cultura. Algunas se usan sólo en fiestas tradicionales, pero otras aparecen como por arte de magia para reflejar eventos actuales. Una mañana el Zócalo se llenó con vendedores de máscaras con la imagen de Carlos Salinas. La tarde de la reciente elección presidencial que se llevó a cabo en julio pasado, aparecieron en calles y plazas de toda la ciudad las máscaras con la efigie de Vicente Fox. La de Salinas expresaba desprecio y repulsión; la de Fox, una especie de exuberante fingimiento de triunfo. Cada máscara era una señal.

Y, desde luego, el más famoso enmascarado de México se hace llamar Subcomandante Marcos. Pronto vendrá a la Ciudad de México, al centro de uno de los mayores seudoeventos de la historia mexicana moderna. Marcos podría, sencillamente, tomar un avión con sus comandantes y volar de San Cristóbal de las Casas a la Ciudad de México; pero eso sería visualmente banal, así que iniciará un largo viaje a través de los estados del sur hasta llegar a la capital. Llevará puesta su máscara, y hablará con hombres de Estado sobre la posibilidad de ponerle fin al conflicto de Chiapas. Estoy seguro de que ellos se mostrarán tan despreocupados sobre las máscaras como lo estuvo Miguel de la Madrid en aquella comida que se llevó a cabo en un México muy distinto. Quizás los políticos logren comprender en sus adentros que ellos también han vivido sus vidas moldeando sus propias máscaras.

El Subcomandante Marcos, el hombre detrás del pasamontañas, es un ser humano astuto e inteligente, buen escritor y quizás un idealista empedernido con gran ingenio para el drama. De alguna manera muy profunda, desde que se inició el conflicto en Chiapas entendió que las lecciones de la cultura popular eran esenciales para alcanzar el éxito. En una entrevista, afirmó que estaba menos inspirado por Marx que por Carlos Monsiváis y, desde luego, Monsiváis es el mejor de todos los exploradores de la cultura popular mexicana. Sin su pasamontañas, Marcos es simplemente otra cabeza parlante, otro intelectual de clase media con esperanzas para su país y para sus ciudadanos más desposeídos. Marcos enmascarado es un emblema.

Directa o indirectamente, Marcos ha aprendido la lección que extrajo de los legendarios maestros de la lucha libre. No hay toreros, futbolistas, beisbolistas ni boxeadores enmascarados. Pero los luchadores portan su máscara con orgullo. El rostro ficticio se vuelve imprescindible para la identidad, tan importante como el yelmo con visera de un caballero del Medioevo. Ponerse la máscara es un acto existencial, la decisión de vivir de otra forma. Por lo tanto, resistir todo intento de ser desenmascarado, desnudado del antifaz, es cuestión de honor. Marcos y sus modernos zapatistas no pueden aceptar que las fuerzas del Estado los despojen de sus máscaras, de igual forma que un luchador enmascarado no pude rendir esa parte de su inventado ser a su adversario. Retirarse a la vida común y corriente es una cosa; perder la máscara en un combate es una humillación.

 

En una entrevista de 1997 el legendario Blue Demon narró el origen de su inveterada enemistad con El Santo.

Se remontaba a una noche de 1953:

Mi rivalidad con El Santo, o contra El Santo, fue precisamente porque en la lucha de máscara contra máscara del Santo y Black Shadow, Black Shadow perdió su máscara, su identidad. Pero yo tuve la suerte de estarlo asesorando, como su segundo. Y entonces, cuando el Shadow perdió su máscara, El Santo trató de írsela a quitar y yo intervine. Le di un golpe al Santo, lo derribé y le hice ver que el que se tenía que quitar la máscara era Black Shadow, no él. Aunque Black Shadow la había perdido, El Santo no tenía por qué quitársela.

A la mayoría de la gente esto puede parecerle absurdo, pero para el luchador enmascarado es una cuestión vital. En diferentes entrevistas, Blue Demon y El Santo declararon que sin sus máscaras no serían nada. Para ellos, al igual que para Marcos, el mejor disfraz sería un rostro desnudo. Para los tres, su verdadera identidad es la que ellos mismos han diseñado. A los luchadores les parece absurdo preguntarse si la lucha libre es real —esa pregunta no se le formularía a Mi bella dama—; lo que importa es que es verdadera. Verdadera con los componentes básicos del drama. Verdadera con el mito.

El luchador enmascarado no está comprometido con un deporte de verdad más de lo que Marcos lo está con una guerra de verdad. La lucha libre es teatro. De muchas formas, desde los años posteriores a la declaración de guerra inicial, también lo ha sido el proyecto del EZLN. Durante seis años, las armas básicas del EZLN han sido la fotografía, el comunicado, el e-mail. Es decir que han usado las herramientas modernas de la confrontación. La lucha libre, espectáculo basado en la confrontación, es de hecho un medio diseñado por el hombre para sublimar la violencia humana, para ubicarla en un espacio de rituales y reglas y así volverla segura. Fue el genio de Marcos, después de los primeros días sangrientos, el que decidió seguir el ejemplo de los luchadores, es decir, crear la ilusión de una guerra sin tener que pelearla. Habló. Esperó. Habló más. Descargas de palabras se disparaban desde la selva. Pero morteros no, artillería no. Hubo incidentes salvajes, y en lugares como Acteal matanza de inocentes. Pero el EZLN no peleó una guerra.

No quiero decir aquí que Marcos ha sido un jugador cínico en una especie de deporte. Es un hombre serio, y debe haber sabido que mucha gente lo deseaba muerto. Sabe que hay pocas reglas en el juego que decidió jugar, mientras que la mayoría de los deportes gozan de millones de seguidores porque tienen reglas pero no siguen un guión. En un auténtico enfrentamiento deportivo puede predecirse quién va a ganar, pero no puede saberse a ciencia cierta sino hasta que acaba la contienda. La victoria es para el atleta (o el equipo) que tenga la mejor combinación de técnica, suerte y voluntad. En la competencia hay que luchar con todo y, más que nada, ser espontáneo. Cuando una pelea está arreglada el público se siente indignado, se injuria al atleta corrupto, se acusa al árbitro y al “ganador” se le trata como fraude. No así en la lucha libre, donde sí existe un guión que es aceptado por los fanáticos. Y en Chiapas, donde había intenciones pero no guión, no había manera clara de determinar la victoria.

Cuando el levantamiento dejó de ser un agresivo conflicto armado, se asentó en una especie de teatro. Esto es, aceptó el ritual, que es lo que conforma el núcleo de la lucha libre. En 1997 Mil Máscaras declaró en una entrevista: “El teatro es la vida. El teatro es un conjunto de representaciones artísticas, tendientes a reproducir las emociones de la vida misma y representarlas en un escenario”.

Durante un tiempo Marcos pareció reproducir las emociones de la vida misma. La vida como la viven los de abajo. Los lastimados y los insultados. Los indígenas que han sido despreciados o ignorados o tratados como menos que humanos. Detrás de la máscara las palabras tenían una elocuencia teatral. La máscara parecía investirlo de poderes misteriosos. Al mismo tiempo, lo hacía muy mexicano. Pero su problema en años recientes fue semejante al de quien trabaja demasiados años en el teatro: se pierde auditorio.

El peligro enfrentado por Marcos (sin contar la posibilidad de una emboscada violenta) era ser reducido a un carácter más en una acostumbrada línea de narrativa popular. Mil Máscaras trazó la procedencia de la máscara del luchador hasta los griegos. Pero los orígenes modernos de la versión mexicana de este teatro atlético merecen el escrutinio de los conocedores. En un nivel, se remontan a la década de los años treinta y, de preferencia, a varias décadas más atrás, cuando la lucha libre teatral (distinta de la olímpica) empezó a ganar adeptos en México. Una fuente podría ser The Phantom, la tira cómica de Lee Falk que la agencia King Features distribuyó en los periódicos mexicanos antes de la emergencia de Batman o Superman. Esta tira narrativa era una fabulosa picaresca cuyo héroe llevaba un ajustado disfraz púrpura y deambulaba por el mundo luchando contra la injusticia. Parecía inmortal —un chamán en África le había otorgado el don de la sobrevivencia— y los africanos lo llamaban El fantasma que camina (su seudónimo en ropa de civil era Mister Walker). Se dedicaba a defender y a dirigir a los nativos africanos y, de vez en cuando, viajaba a la ciudad a cazar villanos. En cierto nivel, desde luego, se trata de basura colonialista fundamentada en el precepto racista (común en la saga de Tarzán) de que los africanos necesitaban a un hombre blanco que les explicara la noción de justicia. Pero The Phantom ejerció una gran influencia sobre la incondicional juventud. Representaba la justicia y el castigo implacable. Con la máscara, pasaba de ser un individuo apasionado, poseído por una visión, a ser alguien con un cometido universal. Cuando yo era niño The Phantom fue mi primer atisbo del ángel exterminador.

De una u otra forma, este es el papel que desempeñan los luchadores enmascarados (y, de un modo distinto, el Subcomandante Marcos). Todos insisten en la alta moralidad de su misión. Las películas de El Santo, Blue Demon y, en menor grado, las del Huracán Ramírez, son ejemplos explícitos del auto de moralidad primordial que subyace en la lucha libre de profesionales. El enmascarado está del lado de la moral y la justicia. Pero no es un policía. No tiene ni placa ni credenciales. Por lo común (como Batman o The Phantom) se avoca a corregir lo que está mal, o es buscado por quienes han perdido la confianza en la ley. Es el chico bueno en un mundo de malos, una Corte unilateral de último recurso. El Santo incluso llegó a combatir invasores de un mundo que no era natural: vampiros, hombres lobo, científicos locos. De alguna forma, esos héroes enmascarados —como Marcos y el Che Guevara (que habló en sus diarios de montar un Rocinante con lanza en mano)— eran hijos del ilustre hidalgo de La Mancha.

Las películas de El Santo y Blue Demon eran todas de serie-b, por supuesto, no muy largas y apropiadamente en blanco y negro, de una rudeza y una tosquedad de patada en la cara.

Sus conflictos esenciales se extraían de las tiras cómicas y de la literatura pulp. A veces llenaban un cine de primera, aunque, en la Ciudad de México, duraban más en el barrio cinematográfico de segunda mano de San Juan de Letrán (incluso después de que la vía cambió de nombre para convertirse en Avenida Lázaro Cárdenas). En la segunda mitad de los años sesenta, la televisión aún no había conquistado la imaginación de los mexicanos y, en aquellos cines, niños y adultos se congregaban en la oscuridad sabatina para comer golosinas, beber Jarritos, fumar Alas y aplaudir al Santo.

En algún punto, la estructura dramática de esas películas se fundió con la misma lucha libre. Los promotores querían que la imagen de sus estrellas fuera consistente y que todas las contiendas se basaran en la pugna entre el bien y el mal. Era un buen negocio; las películas podían vender boletos en la Arena México y los jóvenes temerarios más taquilleros podían estelarizar las cintas. Más de un luchador incipiente soñó con una carrera como la de El Santo o Blue Demon. Insertaban su imagen en la mente de millones, donde quedaba fija para siempre. Seguramente, el niño que fue Marcos debió haber visto esas películas también.

Esta fase llegó a su fin con el triunfo de la televisión. En Estados Unidos las películas de serie b murieron en los años cincuenta, y en México como una década más tarde. La televisión se volvió el teatro que absorbió gran parte de la literatura pulp. Aniquiló a la tira cómica narrativa. Transformó a las viejas películas serie-b en blanco y negro en un género del pasado que ahora puede apreciarse en video para disfrutar su involuntario humor y cursilería. Y entonces alguien se percató de que la lucha era casi perfecta para la televisión. En los Estados Unidos aparecieron los primeros personajes caricaturescos —el más notable era Gorgeous George, cuya desvergonzada vanidad y estilo inflado tuvo un importante impacto en un joven de Louisville de nombre Cassius Clay, que luego se pondría su propia máscara para convertirse en Muhammad Ali. A la vez, las historietas de superhéroes vivieron un renacimiento y se plagaron de héroes barrocos de imposible musculatura y villanos igualmente barrocos (pero muy malignos). Aquellas historietas le anticiparon a una generación de tímidos jóvenes las excéntricas emociones, y los cuerpos esteroidales, de la actual cepa de luchadores estadounidenses, y los inmensos espectáculos que montan los ejecutivos de la Federación Mundial de Lucha Libre para la televisión por cable.

La lucha libre mexicana no ha sido inmune a la imposición de una estructura de tira cómica en ese deporte. En el peor de los casos, se ha degenerado para convertirse en una exhibición bufonesca. En la década de los ochenta surgieron más y más enmascarados, y se les contrastó con los hombres de larga cabellera que se negaban a usar máscara y que inspiraban su fuerza y poder en Sansón. Los enmascarados temían perder su máscara; los otros, perder su melena ante el filo de la navaja. Pero cuando en Nueva York o México veo a los luchadores mexicanos por la televisión, no deja de asombrarme su alto nivel de habilidad individual. La versión estadounidense del deporte parece diseñada por el Pentágono: pura fuerza bruta cuyo único fin es destrozar al oponente.

En este sentido Hulk Hogan es como una especie de B-52: marchito y un poco cansado, pero todavía capaz de infligir daño.

Los luchadores norteamericanos vociferan y amenazan y usan un lenguaje soez, pero no tienen la inocencia de sus hermanos mexicanos. Parecen atraer a un público impotente de blancos asustados. Muchos de los guiones de la lucha libre están plagados de implicaciones étnicas y raciales y, por lo común, los conflictos se resuelven con la victoria del hombre blanco sobre un descarriado, fraudulento y traicionero hombre negro, asiático o árabe. Son interesantes como sociología, pero como atletismo o drama tienen poco que ofrecer.

Los luchadores mexicanos todavía muestran un extraordinario desplante de habilidades atléticas. Son veloces, livianos y se mueven como grandes acróbatas. La lona y las cuerdas son parte de su equipo, pero también lo es el aire. La mejor forma de verlos es asumir que uno está ante un maravilloso espectáculo dancístico. Después de todo, aun el argumento del más importante de los ballets es de una simplicidad casi grosera. En la lucha libre no hay música (aparte de las oberturas con que da inicio el extravagante ingreso de los protagonistas a la arena), pero los mejores exponentes de la lucha libre esculpen el aire y utilizan su cuerpo como cincel; justo lo que hacen los más renombrados bailarines clásicos del mundo. La lucha ha tratado de modernizarse incorporando a mujeres, homosexuales, oponentes de distintas etnias y otras variaciones del mundo que los rodea, incluyendo a Dedius y a Fray Tormenta. Pero, en esencia, siguen a los viejos libretos. El bien y el mal; humillación y redención.

Marcos carga consigo un libreto como ese. Debe ponerle fin al conflicto en Chiapas sin que parezca que se rinde. Sabe desde el principio que no puede contar con una victoria militar. Pero es ágil y hábil, y ha sabido sobrevivir sin humillación, con voluntad e inteligencia.

Como la historia de Blue Demon y El Santo, la marcha del Subcomandante al Zócalo está a punto de ingresar a la mitología mexicana. Es una historia noticiosa, un seudoevento, un instante político, un drama. Es a la vez muy moderno y ancestral, a punto de conectarse (e ilustrar) con ese fenómeno que Jung llamó el “inconsciente colectivo”. Después de todo, México es un país en el que alguna vez sus sacerdotes vistieron pieles de jaguar. En El hombre y sus símbolos Jung examinó la forma en que el hombre utiliza los disfraces animales. Escribió: “El papel simbólico de la máscara es el mismo que el del primitivo disfraz animal. La expresión humana individual está sumergida pero, en su lugar, quien lo usa asume la dignidad y la belleza (y también la horripilante expresión) del demonio animal. En términos psicológicos, la máscara transforma a quien la usa en la imagen arquetípica”.

Escribo estas notas en mi laptop, en Cuernavaca. Mi pantalla tiene las imágenes de Mil Máscaras y el Perro Aguayo, Octagon y Fuerza Guerrera. A dos cuadras de distancia la marquesina de la Arena Isabel anuncia el cartel para esta noche: Satánico contra Tarzan Boy y, por el campeonato nacional ligero, Ricky Marvin contra Virus. Es Ricky Marvin, no Ricky Martin. Y en todos los periódicos hay notas sobre la inminente llegada del enmascarado de Chiapas con su séquito de enmascarados. Pasarán por Cuernavaca, por el camino que hace mucho forjó Emiliano Zapata, y terminarán su largo viaje en el Zócalo. Es decir, en el sitio donde los arquetipos viven por siempre. No esperemos que se quiten la máscara.


Traducción de Laura Emilia Pacheco.

 

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