“Chico, vas a llevar esa carga, llevar esa carga por un largo tiempo”, cantaban The Beatles –apenas all together then– casi al final de lo que sería su último álbum. Cuarenta y nueve años más tarde del The End, dos ya no están entre nosotros. Aún así, el cuarteto sigue ostentando el título de artistas más vendedores en lo que va de este siglo XXI, cortesía de un recopilatorio milenarista –de título 1– que no incluía otra cosa que las mismas canciones de siempre y para siempre con nuevo envoltorio. Una especie de loop y de Día no de la Marmota pero sí de la Morsa en la que The Beatles no dejan de conocerse y reconocerse y quererse hasta no soportarse e inventar la separación pop no sin antes poner de eterna moda eso de subir a la azotea a tocar mientras los filman y los reestrenan una y otra vez.
A esta permanencia en la que los no walking pero sí singing dead se refiere el periodista/memorialista Rob Sheffield en su reciente y tan iluminador como encandilante Dreaming The Beatles: The love story of one band and the whole world. Allí, las explicaciones son ocurrentes y originales, pero el misterio permanece: los Fab Four de Liverpool –incorporados como gen común al adn de la humanidad toda– hacen llorar al bisabuelo y al abuelo y al padre y a todos esos hijos que no habían nacido cuando se coreó por primera vez el la-la-la-lá, pero se emocionan tanto o más que sus mayores cuando lo ven en directo o en ese show televisivo en que un famoso canta en un automóvil modelo Carpool Karaoke en el asiento de al lado de James Corden.
Y, sí, el que canta es Paul McCartney.
Y no debe ser sencillo serlo aunque repita una y otra vez que basta con el movimiento de un hombro para soportar el peso de ser una leyenda viva y coleando. No debe resultar fácil hacerlo aunque parezca llevarlo bastante bien dejando de lado su mal tinte para el cabello, su divorcio de escándalo tabloide, su obsesión por probar que fue él y no John Lennon quien escribió la perfecta “In my life” (aunque un algoritmo matemático de esos que andan sueltos por ahí haya probado lo contrario), su pulgar siempre en alto, los rumores de que habita dentro de una nube de humo de marihuana desde el principio de sus tiempos, el recordatorio de que él era el más vanguardista y experimental del grupo, y esa voz como de Sylvester Stallone que se le pone cuando no está sobre un escenario de megaestadio.
Porque lo que importa es la música.
Y McCartney no deja de parir canciones nuevas. Y no todas son silly love songs. Muchas de ellas son, también, inteligentes y de temática variable (denunciando el bullying, a Trump, el Brexit) y, mucho más interesante, reincidiendo en ese género que viene practicando desde hace ya varios títulos y que es la mirada autobiográfica en reversa sin que eso implique creer solo en el yesterday. Y ahí están “Let me roll it”, “Here today”, “The songs we were singing”, “Ever present past”, “That was me”, “Vintage clothes”, “The end of the end”, “New” o “On my way to work” o “Early days”.
Ahora –cinco años después del más que celebrable pero un tanto rico en calorías New, cada canción era producida como si se tratase de un disco entero– llega el más ligero pero no por eso liviano Egypt station. Número 25 con canciones d.b. (Después de Beatles), 16 tracks, 57 minutos y acertada producción de Greg Kurstin (consiguiendo la proeza de que todo suene a Beatle pero también a McCartney), quien ya ecualizó a Sia y Adele. Y es uno de los buenos, teniendo en cuenta que los puntos bajos de McCartney –como el para mí fascinante Press to play o Give my regards to Broad street, que casi todos detestan– acaban siendo placeres culposos más placenteros que culpables.
Dicho lo anterior, uno de los orgullos de mi vida es el de jamás haber pensado eso tan común de que Lennon era o es o será mejor que McCartney. Porque McCartney es McCartney, Ram, Band on the run, Back to the egg, McCartney II, Tug of war, Flowers in the dirt, Flaming pie, Chaos and creation in the backyard, Memory almost full y el ya mencionado New.
Y lo de antes: no debe ser asunto normal que alguien a los treinta años ya ha alcanzado las cimas de su genio y de su fama y que –aquí y ahora, montando giras nostálgicas y misteriosas de recaudaciones multimillonarias o flirteando con Kanye & Rihanna– no solo es perseguido por el fantasma de The Beatles sino, también, por el de John y Linda y George. Y –last but not least– por su propio fantasma. De ahí que cada new McCartney –o cada nueva parte del viejo Paul– tenga el perturbador encanto y produzca el cálido escalofrío de una sesión de espiritismo donde el médium y el espectro son la misma persona. Y está un poquito no loca pero sí afectada por sobreexposición a la radiación beatlesca. Así, todas sus muchas biografías o autobiografías coinciden en un último deseo imposible porque todo deseo anterior ya le fue concedido: el pobre y complejo mortal quisiera ser considerado algo más que un simple e inmortal Beatle.
Ahora McCartney asegura que vio a Dios, que Linda se le apareció reencarnada en una ardilla blanca y que tiene un sueño recurrente en el que “los cuatro nos reunimos para tocar y todo sale mal y el público abuchea y se empieza a ir, pero estamos de nuevo juntos así que no importa mucho”. Y –acaso más realista y comprobable– piensa que Egypt station es algo más que digno de visitar insistiendo en la psicodelia cósmica pero doméstica marca de la casa. También, como todos sus mejores álbumes, funciona como una especie de muestrario/catálogo de todas sus muchas habilidades: balada, rock duro, bossa-brasilerada, mantra pacifista y eslogan Viagra, su casi patológica fijación con la electrónica, country de ciudad, la minisuite/medley de rigor en plan Abbey road, atmósfera sombría y dubitativa de sus dones con tarareo luminoso, un casi “Mira, Mother Mary: ¡sin manos!” de un casi octogenario con voz apenas rota y algo de enloquecido personaje de Philip Roth en el crepúsculo. Y, ah, la casi tarea-para-el-hogar de coescribir un hit single: el pícaro/priápico y, sí, astutamente tontito y pegadizo y pegador “Fuh you” junto a Ryan “OneRepublic” Tedder, responsable de algún gran éxito de Beyoncé, Demi Lovato y Ariana Grande.
Y no: no es lo mejor de Egypt station.
Es casi lo peor y hasta incomoda; porque allí McCartney parece no querer ser quien es sin darse cuenta de que alguien que lo ha sido todo tan solo conseguirá ser un McCartney al que ya no le queda nada por ser salvo él mismo. Pero peor. “Fuh you” –ideal para cualquier verano-spot marca Estrella Damm– es, sí, el tipo de canción con la que solo un genio absoluto y todopoderoso a través del universo puede salirse con la suya sin hacer el ridículo. Ese hombre al que –tal vez por ser el hombre más afortunado de toda la historia de la música– nunca nada parece pesarle demasiado.
El nombre de ese tipo es Ringo Starr. ~
es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).