Ilustración: Fernanda Gavito

La renovada vitalidad de Rulfo

¿Cómo leen a Rulfo los narradores más jóvenes? ¿Su “buen oído”, sus escenarios rurales, siguen siendo aspectos relevantes para valorar su obra? La española Elvira Navarro y el mexicano Rodrigo Márquez Tizano, cuyos libros parecerían en primera instancia tener pocos puntos en común con los ambientes rulfianos, encuentran en el escritor preocupaciones literarias propias de su generación: la narrativa desde los márgenes, el lugar de la violencia, el descreimiento en el gran relato. El siguiente intercambio deja constancia del modo en que las nuevas promociones de escritores, desde experiencias de lectura obligadamente distintas, se enfrentan al autor de El Llano en llamas.
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Rodrigo Márquez Tizano

Supongo que fue en la escuela, porque tropezarse con Juan Rulfo es una de las pocas cosas buenas que deja la educación básica en este país. O en casa, aunque tengo mis dudas. El otro día escuché a un conocido decir que en todo hogar “decente” hay un ejemplar de Pedro Páramo. Es año de centenario y nos hartaremos de escuchar consignas. Tanto se ha dicho, leído y comentado sobre Rulfo (aunque al final solo se asiente, esa es la verdad) que decir algo nuevo parece imposible, aunque sea una tontería que nunca haya visto la luz. Puede parecer una nimiedad, pero me quedé pensando en la elección, inconsciente, estoy seguro, de la palabra “decente”. Entiendo el dicho más bien en clave del baremo que exige, entre muchas otras cosas, saber leer como requisito indispensable para aspirar a la decencia. Esto te lo cuento porque en esa nominación, inofensiva en apariencia, asoma algo que me interesa y está presente en la obra de Rulfo: la exploración de esa violencia heredada y renacida que nos habita, sin origen ni rumbo pero expansiva como la metástasis en cuya voracidad nos hemos inspirado para trazar el patrón de esto que, a modo de pretexto chusco, elegimos llamar identidad nacional, aunque lo mismo es lengua vehicular del ser humano, ¿no? Rulfo tiene el pasaporte que le da la gana porque le pone puntos y comas al silencio, porque el silencio es lengua universal de la violencia: cíclica y asumida que, por ejemplo, tasa la decencia del pobre como un valor naturalmente opuesto a su condición y recompensa extraordinaria al sometimiento, mientras que la del rico es, por lo general, deducible de impuestos. Una violencia soterrada, que no puede ser articulada en el discurso. Al final, y eso es lo más desafiante, este dolor no entiende de bandos. Asoma a veces y nos horroriza, también a veces. Entonces le damos otros nombres para no acordarnos, aunque siempre terminemos volviendo a ellos. Esa tensión es la que le interesa a Rulfo, no la economía de la violencia, como diría Derrida, sino los resabios, las zonas grises. Cuando el profesor de “Luvina” le pregunta a su mujer “¿Qué país es este, Agripina?”, ella hunde la cabeza entre los hombros como respuesta. Luego se abandona al rezo por tapar los huecos que deja el estruendo del viento. El instante en que el narrador olvida dónde está, o pretende olvidar, al menos, antecede en el relato al momento de su llegada a ese pueblo con “nombre de cielo” que no era otra cosa, luego lo entiende, sino un purgatorio. La idea de no saber en qué país está lo persigue: como un puñado de tierra que lo mantiene atado –en la acepción clásica del pagus–, pero también como un proyecto malogrado de reconstrucción en el que no tiene cabida, ni él ni los suyos. El relato puede leerse en muchas claves: como precursor límbico de Comala, como un cuento de fantasmas, como un western, como una crítica al programa educativo del presidente Cárdenas, como una pesquisa a través de la angustia existencial del desarraigado. La cosa es que el profesor desconoce en cuál pero sabe que está en un país. Eso es muy violento. No puede escapar a su tiempo, aunque ya no forme parte de él. Pregunta dos veces porque en la repetición, al menos, el tiempo se dilata: ralentiza la materia narrativa y crea un agujero donde el lector también se hace esa misma pregunta. ¿En qué país estamos? Nadie va a respondernos de todos modos.

Elvira Navarro

Sobre esa identidad maltrecha de la que hablas, estoy ahora leyéndome Había mucha neblina o humo o no sé qué de Cristina Rivera Garza, que investiga a Rulfo (también lo recrea a través de sí misma, como si se encarnara en Rulfo o Rulfo se encarnase en ella) a partir de una aseveración provocadora de Ricardo Piglia según la cual la verdadera historia de la literatura se esconde en los reportes de trabajo de los escritores. Rivera Garza narra el proceso de modernización mexicana, en el que el propio Rulfo interviene. La verdad es que yo ignoraba que uno de los trabajos de Rulfo consistió en describir cómo vivían los pueblos indígenas para legitimar el desalojo de comunidades enteras y que el gobierno pudiera llevar a cabo sus planes, lo que resulta chocante teniendo en cuenta su universo. También habla Rivera Garza de la identidad como una falsificación para los turistas y cuenta una anécdota que me ha gustado mucho a propósito de Brígido Lara, un falsificador que hizo pasar por auténticas unas cuarenta mil piezas supuestamente precolombinas en subastas internacionales, museos y con coleccionistas. En esta misma línea –la de no ser tragado por el relato identitario que, según dices, se usa como pretexto– Rulfo desmintió en una entrevista con Joaquín Soler Serrano para Televisión Española en 1977 a quienes afirmaban que sus libros hablasen de la vida rural, de sus gentes y su lenguaje. Mencionó una revista en la que habían querido publicar fotografías de los paisajes de El Llano en llamas; al parecer, al llegar a esos parajes, los de la revista no encontraron nada similar a lo descrito en el libro y tuvieron que recoger sus bártulos y marcharse. Rulfo decía lo que cualquier escritor: que él no copiaba la realidad, sino que la creaba. Aquí hay una cuestión que a mí me parece crucial porque explica la importancia de la literatura: la construcción, y también la impugnación, del imaginario. Es posible ver a través de Rulfo una realidad porque la realidad está hecha de ficciones. Ese México no existía, y ahora suponemos que existió porque Rulfo lo ha puesto ahí. La suposición genera realidad en la medida en que pasa a formar parte del imaginario. En una conferencia en El Colegio Nacional sobre Pedro Páramo, Juan Villoro se refirió al misterio, común en toda buena literatura, de hacer creer que nunca algo está mejor expresado (y este “mejor” debemos entenderlo como fiel a los hechos) que en el texto literario, cuando en realidad el libro lo está inventando: así, el habla de los campesinos en Rulfo, tan aclamada por suponerla como mera y perfectísima trasposición del habla real, no se encuentra más que ahí, por escrito. Villoro aseveraba en esa charla que la literatura se convierte en algo más auténtico que los hechos, y que por ello se entiende mejor la realidad desde un buen texto literario, aunque yo aquí, como he dicho antes, difiero: la sensación de entender mejor la realidad se debe a que la ficción se convierte en la realidad misma. A que hay una suplantación.

Me encontré con la obra de Juan Rulfo en un librito de Alianza Cien. La colección se llamaba así porque cada libro costaba cien pesetas, lo mismo que te gastabas en una cerveza. Era una colección genial para el presupuesto del que disponía a mis catorce o quince años (no recuerdo exactamente qué edad tenía) y me permitió descubrir a buena parte de la narrativa hispanoamericana. Ahí leí por primera vez a Gabriel García Márquez, Horacio Quiroga, Alejo Carpentier, Octavio Paz, Jorge Luis Borges y Carlos Fuentes. Y también, como digo, a Rulfo, cuyo librito, una antología de sus cuentos, se titulaba simplemente Relatos. Se habían escogido algunos cuentos de El Llano en llamas, no sé cuáles porque no conservo el libro. También es cierto que ya no volví más a sus cuentos a través de aquel ejemplar. Me compraría, algunos años después, El Llano en llamas tras haber leído un par de veces Pedro Páramo, que era una de las propuestas de lectura de mi manual de bachillerato para estudiar la narrativa hispanoamericana del siglo XX. Aterrizar en Rulfo a través de un manual de literatura de estudio obligado era un arma de doble filo, al menos en España, debido a la excesiva reverencia con la que eran tratados los escritores. Esta reverencia, que tenía algo de vieja beata recibiendo la visita del cura, te quitaba las ganas de leer. También te la quitaba un modelo de comentario de texto meramente descriptivo. Suponías que lo que ibas a encontrarte en las obras de esos autores era el mismo engolamiento y la pacatería con que eran explicados en el manual, donde Rulfo aparecía, junto con Borges, como el sanctasanctórum de la literatura del siglo XX en español. Aparte de repelente, tanta devoción resulta siempre sospechosa. Por suerte, Rulfo existió para mí antes de que un viejo académico me lo presentara entre los fastos del boom, que era el marco, y el motivo, para estudiar una literatura a la que antes no se le había hecho ni caso. Eran los años noventa y en España hacía ya rato que los narradores del otro lado del Atlántico habían desplazado a los patrios. Los pocos adolescentes que leíamos, optábamos por Cortázar antes que por Juan Benet. O por Rulfo antes que por Martín Gaite, lo que no significó que yo no lo remitiera a mi contexto. No pensé en México (¿qué sabía de México una adolescente que solo había salido de España para ir a Dublín a simular que estudiaba inglés?) ni en ningún escritor mexicano mientras leía a Rulfo, sino en una pintura negra de Goya, la que llaman Perro semihundido, donde se ve un perro del que no se sabe si se lo está tragando la tierra o está a punto de culminar la subida por un terraplén. Es un cuadro muy angustioso, austerísimo (aunque, por lo visto, antes tenía unos cuantos elementos más, que se perdieron porque era un fresco que se trasladó a lienzo), de colores terrosos. Rulfo siempre me ha llevado a esos tonos lúgubres y a esa composición mínima, despojada, esencial. Y ya que hablas de la violencia que refleja Rulfo: esa pintura de Goya fue, supuestamente, hecha durante el Trienio Liberal, época truculenta en España. Lo relacioné asimismo con La lluvia amarilla de Julio Llamazares. El autor leonés nace en un pueblo castellano del que tiene que marcharse porque se inunda, y La lluvia amarilla bebe de ese trauma sobre el pueblo que muere, sobre paisajes que no se recuperan, lo cual se narra en la novela a través de su último habitante. Aunque construye un relato distinto, más sencillo en su forma y de intenciones en cierto modo opuestas a Rulfo, el libro de Llamazares también apunta a un duelo colectivo. En un contexto español no es raro encontrarse con esta relación entre Llamazares y Rulfo porque, directa o indirectamente, los dos libros abordan heridas similares, aún abiertas, y hay todo un debate extraliterario que sigue muy vivo en la línea que he apuntado antes, la de la invención y la suplantación de la identidad pero también sobre el olvido y la falta de responsabilidad política. Un ensayo reciente de Sergio del Molino, La España vacía, que lleva por subtítulo Viaje por un país que nunca fue, trata de estos asuntos. El ensayo encara, entre otras cosas, la leyenda negra de Las Hurdes, alimentada por el documental de Luis Buñuel Las Hurdes, tierra sin pan, que en realidad era un falso documental que sin embargo apuntaló una identidad. Usó la invención, haciéndola pasar por hechos falsables, para denunciar una realidad social miserable que no es la del documental, pero que existía.

Rodrigo Márquez Tizano

Yo comencé por el principio, con una edición muy maltratada de El Llano en llamas. No recuerdo cómo llegó a mí ni qué sucedió con el libro (alguna mudanza o algún amigo, espero), pero en cambio me acuerdo a la perfección que leí el primer párrafo de “Nos han dado la tierra” una y otra vez, sin avanzar más allá de los confines que marcaban los ladridos de los perros. Cómo retumbaban las palabras. Eso fue lo primero que me cautivó. Tuve que volver y volver de nuevo. Había descubierto la acústica de un trance desconocido. Engarzadas en frases cortas, a veces sin consecuencia lógica, o al menos no en respuesta a una lógica que hubiese podido distinguir hasta entonces, las palabras sencillas del relato poseen un sonido mientras caen y otro, muy distinto, cuando ya han caído. Se repiten, se enjuagan y vuelven a los oídos como si nunca antes las hubiéramos escuchado. ¿Cómo componer una lengua nueva con las palabras del diario? En “Nos han dado la tierra” se pueden oír las huellas cansadas de los campesinos, la tierra rocosa agrietándose bajo sus pies, la única gota de agua horadando la aspereza, y aunque por entonces apenas sabía cualquier cosa sobre la modernidad posrevolucionaria o de la Reforma Agraria, escuché también cómo algo se quebraba cuando el delegado rural los despacha y los campesinos no encuentran otra contestación que el mentadísimo “No se puede contra lo que no se puede”, fatum sin dios, sin gobierno, sin madre, ajeno a cualquier voluntad, ese “optimismo de ultratumba” del que hablaba Monsiváis y que significa el último recurso de quien se sabe perdido pero no tiene idea de cuándo terminará por perderse. Entra por el oído: no es necesario saber nada de latifundios ni cristeros para penetrar en este mundo. Ahí radica parte de esa ductilidad tan celebrada: cada relectura ilumina otro detalle al cual asirse. Un registro insospechado, una clave sonora nueva. El murmullo renuncia al aspaviento porque su fuerza arraiga en la omisión, en el ocultamiento. Eso lo comparte Rulfo con dos enormes escritores latinoamericanos, Arguedas y Roa Bastos, cuyas obras, y eso lo lamento mucho, no han tenido la masa lectora que merecen, a la sombra de otras escrituras de nuestro continente que fueron acatadas, quizá por sus afanes totalizadores, con mayor rigurosidad en España (aún eran épocas donde la bendición se daba al otro lado del charco). Se me olvida Guimarães Rosa y su Grande Sertão: Veredas, que abreva del mismo lugar y también sienta las bases de esa literatura exportable que vendrá después. Acá en México surgió Jesús Gardea y en Brasil João Gilberto Noll, no herederos sino acaso continuadores de una tradición en los márgenes que, contrario a lo que pueda pensarse, renuncia al regionalismo, a culpar de todo al oído privilegiado. Este punto en el que haces hincapié es precisamente lo que sus imitadores, que son muchos, no han podido sacudirse, lo más inmediato en sus efectos. Ahora, ya dijimos que uno entra por los sonidos, pero estamos apenas frente a la primera puerta de muchas. Por supuesto, esta es una de las que prefiero mientras hay otras, por ejemplo las que buscan simbolizar cada palabra, cada gesto, que dejo entreabiertas para quien se interese por ellas. En fin: durante alguna lectura posterior de El Llano en llamas aspiré –porque la tristeza en Rulfo es también asunto del olfato–, finalmente, la desolación que atraviesa su obra, siempre salpicada de algunas partículas de esperanza, y quizá por ello más yerma aún. Entre los murmullos se distingue uno de los orígenes de esta tristeza: que todos formamos parte de esa misma promesa condenada a no cumplirse. Ese primer párrafo de “Nos han dado la tierra”, las primeras palabras de Juan Rulfo en la literatura, tienen un eco implacable que resuena hasta hoy. No hay sombra de árbol, ni semilla de árbol, ni raíz de nada. Pero a lo lejos escuchamos el ladrido de los perros. Recuerdo que fue la primera vez que tuve conciencia de la tristeza que implica ser mexicano. Qué importa, si cada vez es la primera y de una u otra manera terminas por llegar a Rulfo. O quizá partimos de él, quién sabe. Es como si a Rulfo lo trajéramos adentro, desde siempre. Pero ojo: no como pieza intocable del martirologio, esa figura sin discusión que unos y otros se adjudican, en defensa o supuesta defenestración, da igual, ni siquiera como sino, más bien a manera de sentido. Como si al leerlo solo se encendiera en nosotros algo insólito y familiar al mismo tiempo, una especie de brújula. En ese caso, todo mexicano sería rulfiano, aunque no lo sepa. O aunque lo sepa y reniegue de ello. No lo señalo, por supuesto, en tono de halago ni como un intento fallido más de indagar en la “radiografía de nuestra idiosincrasia”. Agregaría que es un sentimiento universal. Lo más curioso es que de ninguna manera Rulfo pensó en la totalidad como registro. No pretende ni consigue definir lo mexicano, en caso de que tal cosa exista. Lo rulfiano habría que buscarlo no en Rulfo directamente, sino en sus días: en los nuestros. En el contexto en que se acuñó y en el pedregal que nos ha quedado desde entonces. Nunca en el descargo nacionalista. Lo rulfiano es anterior a Rulfo, a lo mexicano. Ese es el gran acierto del libro de Cristina Rivera Garza al que hiciste referencia antes: no es otra intentona interpretativa de la obra de Rulfo ni busca establecer comparaciones de ningún tipo. Es una carta personalísima que no solo busca dar forma a su propio Rulfo sino que además hace un recuento de lo “periférico”, aquello que a primera vista podría parecer menor o prescindible alrededor de la figura del hombre que era Juan antes de ser Rulfo, de su mundo embalado en el cambio, en el vértigo de la modernidad, de sus contradicciones morales, escriturales, y esto es lo mejor que podemos hacer frente al tótem intocable que han querido imponernos: trazar una línea afectiva y cultural y hacerlo nuestro. Darnos cuenta de que es nuestro.

Elvira Navarro

En 2003 asistí a un curso impartido por Alfredo Bryce Echenique titulado “Tres escritores en los márgenes del boom latinoamericano”, en el que se hablaba de Manuel Puig, Julio Ramón Ribeyro y Juan Rulfo como autores que, y aquí vuelvo al tema de la identidad, estaban fuera de los afanes totalizadores de García Márquez o de Vargas Llosa por atrapar –o mejor construir– en su narrativa la identidad de un país. A Bryce le parecía más atrevido navegar por el submundo, por la serie b. Más valiente salirse de los cauces del prestigio, hablar de lo que a nadie le importa (más bien de lo que el mainstream supone que no importa) de un modo extraño, inédito. Y pienso que quizás hoy eso explique, entre otros factores, la vigencia de Rulfo: el descreimiento en el gran relato. En esa entrevista con Joaquín Soler Serrano que mencioné antes, Rulfo decía que los personajes de sus libros no tienen rostro. Cuando afirmas que lo rulfiano es anterior a Rulfo, me tienta interpretarlo en esta clave, como un rostro que puede ser cualquier rostro. Esos personajes sin cara me recuerdan a los arquetipos según los definía Jung, una suerte de universales que no son fijos por incluir todas las representaciones posibles. Y puede que ahí resida parte de la fuerza de Rulfo. Si yo tuviera que señalarte qué es lo que me asombra de su escritura, te hablaría de su continua paradoja, pero no en el plano del sentido, sino en el de la composición: hay una voz no psicológica, que recuerda a los relatos míticos, donde incluso los conflictos que hoy denominaríamos patológicos están externalizados. Esta voz escrupulosamente antipsicológica se mantiene a pesar de que la acción transcurre en el interior de los personajes, que se narran los hechos del pasado y evidencian una vivencia profundísima, casi estática, de estos hechos. Tal vez mi impresión de que la interioridad no dibuja un paisaje psicológico se debe sobre todo a la temporalidad del libro, pues ahí sí que vamos a un tiempo mítico, fundacional, fuera del tiempo de la Historia, del relato lineal. Al fin y al cabo, el relato psicológico busca también una solución y, en esa medida, es él mismo lineal, mientras que el relato mítico es tautológico: su objetivo, y su potencia, es la repetición. En Pedro Páramo el pasado es presente. Más aún: esa compartimentación temporal –pasado, presente y futuro– carece de sentido porque no hay temporalidad. Y bueno, para seguir con esto de las paradojas en la composición, de esperar que suceda una cosa por el uso de ciertos recursos y que eso derive en el efecto contrario a lo que, al menos yo, habría esperado, también están todas esas palabras con sabor local (chicalote, camichines, comejenes, lomerío, calín, tepetate) que tienen la corporalidad que tú señalaste (una corporalidad que comparte todo el lenguaje, local o no, de Rulfo): se huelen, se ven, se tocan, se escuchan. Y a pesar de ese peso, de esa enorme presencia, no suenan a folclore ni a costumbrismo. A lo mejor es precisamente por verse tanto por lo que se convierten en pequeñas islas de sentido hipertrofiado: el carácter local se troca en extrañeza. Y luego está toda esa austeridad que no solo no resulta esquemática (lo que sería propio de un mal escritor), sino que deja una rara impresión de exuberancia. Sobre este particular, en una conversación con Fernando Benítez que se publicó en 1980, Rulfo dijo que había leído mucha literatura española con disgusto porque los escritores llenaban los espacios desiertos con divagaciones y elucubraciones, con sus propios juicios, y que él se propuso hacer todo lo contrario, limitarse a los hechos. Y he aquí lo que me parece más interesante, por misterioso: en Pedro Páramo decidió que lo idóneo para hacer tal cosa era que los personajes estuviesen muertos, sacarles del tiempo, como si la atemporalidad fuera un lugar libre de sentencias. Como vengo de una cultura católica, donde cuando acaba el tiempo está el Juicio Final, el terrible veredicto definitivo, esto me choca. En Rulfo, fuera del tiempo puede haber hechos, voces, pero no juicios, como si Dios (hablo del Dios del Antiguo Testamento) no tuviera nada que hacer en el más allá, evidenciando su origen humano demasiado humano. Bueno, estoy exagerando: en la ultratumba la reverberación continúa, y eso incluye los pensamientos y juicios de los fantasmas; lo único que se elimina es a un autor cuya omnipotencia, encarnada en esos narradores prolijos y sabelotodo, acaba en el cubo de la basura. A Rulfo las opiniones del autor le resultaban molestas de cara a lo esencial. En un artículo llamado “El desafío de la creación”, que publicó en la Revista de la Universidad de México, aseguraba tenerle miedo a los intelectuales porque tratan de influir en los demás, que es precisamente de lo que debe abstenerse un escritor (“El escritor debe ser el menos intelectual de todos los pensadores”, escribe). Para Rulfo, lo fundamental estriba en atenerse a los hechos de una manera que ha de ser descubierta en el proceso creativo, y a cuya precisión no caben añadiduras: “Cuando se llega a esa conclusión, cuando se llega a ese sitio, o llamémosle final, entonces siente uno que algo se ha logrado.” Y no solo prefería el cuento a la novela, sino que este le parecía una forma superior por estar más cerca de la poesía, de la intuición, y relativamente a salvo de las intromisiones del autor. La de Rulfo es una escritura de la contención, del silencio, de la no exhaustividad. Es también una escritura política: pocas veces se ha hablado tan eficazmente de los que no tienen nada (o de los que solo tienen violencia). Y es que Rulfo no cae en la perversión de lo ejemplar, es decir, en la perversión de creerse mejor.

Rodrigo Márquez Tizano

Tienes razón en esto último. Pero no era ejemplar porque, ante todo, se trataba de un escritor que entendía la escritura como un proceso de la imaginación. Solo en ese terreno el autor puede cometer la imprudencia de desaparecer. Y digo imprudencia porque al final es imposible. Tampoco importa: esa tensión entre lo escrito y lo no escrito es lo que nos interesa. Se equivocan quienes consideran a Rulfo producto del tímpano. Rulfo era, ante todo, imaginación. El ritmo lo imagina él. Desde esa lectura, como decía Proust, podemos revestir todas las formas de vida. Los apuntes sobre el tiempo en la narrativa de Rulfo nos hacen volver a algo que ya habíamos tocado, al menos de refilón: los paralelismos entre las estructuras económicas y sociales imperantes en la época en que escribió Pedro Páramo y las formales, de renovación, en la novela. ¿Cómo ignorar que precisamente por esos años se libraba con fiereza la lucha por la colectivización? La tensión entre modernidad y tradición, colectividad e individuo, los avances tecnológicos que complejizaban la convivencia del ser humano con la naturaleza, con otros seres humanos, la psicología… entonces, por ejemplo, la fuga, el contrapunto, la polifonía, “el ruido ese”, se los debe más a Faulkner que a, digamos, los novelistas de la Revolución. Efrén Hernández quizá haya sido el único escritor en México que mostró previo interés en discutir el tiempo desde la novela misma. Rulfo retoma y entra en la discusión de lleno: la percepción del espacio, pero sobre todo del tiempo, es ya muy distinta a la que existió en la época de Martín Luis Guzmán.

Elvira Navarro

Algunas de las cuestiones que se me ocurren también comentar a propósito de Rulfo quizá solo tengan sentido en España, donde nuestra secular tendencia a creer en los dogmas nos mantiene siempre revoloteando en torno a asuntos y postulados viejos. Si es así, te pido disculpas. Se me ocurren estas cuestiones por dos debates que han tenido lugar en el país, uno reciente y el otro no tanto. El primero refiere al cuento, al desborde de sus prescriptivas hechuras clásicas, a raíz de un artículo que publicó Eloy Tizón en El Cultural donde acuñó el término “postcuento”. Aseveraba Tizón que la normativa del género (estructura lineal, cambio psicológico en el personaje, conflicto bien delimitado, final sorpresa, mecanicismo) estaba desde hacía unos años caduca. Estoy de acuerdo con Tizón, claro; lo que me sorprende no es lo que dice, sino que se haga necesario decirlo, y me pregunto de qué manera estamos leyendo para tener que subrayar la obviedad de que no existen normas ni límites en la escritura, que es algo que ya nos enseña la tradición. Kafka tiene cuentitos inclasificables, y El Llano en llamas, que ha sido archileído, se publicó en 1953. En El Llano en llamas, por ejemplo, en el cuento que has comentado antes, “Luvina”, la acción es tan tenue como la luz que esparce la lámpara de petróleo de la tienda donde el profesor habla con el viajero. El cuento carece de clímax, hay un cierre por completo abierto y lo que lo vehicula es un ambiente, una atmósfera de muerte. El otro asunto, que en su día originó también un debate en España, está en cierto modo relacionado con el primero: la experimentación literaria como algo programático, como un a priori del texto, en lugar de como una consecuencia de los requerimientos internos del mismo. En la entrevista con Fernando Benítez, cuando Rulfo relata cómo escribió Pedro Páramo, siempre habla en términos internos al texto: “La sustancia esencial de la obra.” ~

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