Según uno de los lugares comunes más trillados desde que se desintegró la Unión Soviética, habríamos pasado de un mundo conflictivo pero organizado a partir de una estructura clara, la de la Guerra Fría, a un mundo caótico. La época de la Guerra Fría, en la que dos campos se tenían mutuamente a raya por medio de la disuasión nuclear, ofrecía, nos dicen, cierta estabilidad. La ruptura de ese equilibrio engendró una multitud de guerras locales.
Lo menos que puede decirse es que se trata de una visión idílica de la Guerra Fría. Quienes la profesan estaban habituados a una escolástica vieja de cuatro décadas en el análisis político. Confunden la comodidad intelectual con la seguridad objetiva en las realidades del mundo.
¡Extraña seguridad, en efecto, la que se atribuye a la Guerra Fría! ¿Había que sentirse resguardados, si hemos de creerles, por el bloque de Berlín y el Golpe de Praga en 1948? ¿Por la invasión de Corea del Sur en 1950? ¿Por el aplastamiento de la Revolución húngara en 1956? ¿Por el de la Revolución checa en 1968 y el de la polaca en 1970 y 1981? ¿Por la erección del Muro de Berlín en 1961, que pasó por alto las convenciones del armisticio en 1945? ¿Por la crisis de los misiles que trató de instalar en Cuba en 1962 y de los misiles SS-20 que implantó en Alemania del Este después de los acuerdos de Helsinki de 1975 y a pesar de ellos? Para muestra, basta un botón.
Esas arremetidas incesantes hacían tambalearse una y otra vez la seguridad internacional. Toda la sabiduría de los países occidentales y, digámoslo, cierta resignación de su parte hicieron falta para evitar conflictos mayores. Pero disfrazar retrospectivamente ese periodo de era de “estabilidad” revela una propensión a la euforia beata.
Es cierto que detrás de los conflictos regionales se encuadraban y canalizaban como parte del enfrentamiento entre los dos Grandes y los dos campos. La lucha entre la URSS y los países occidentales, ante todo, Estados Unidos. Así fue en gran medida durante cuarenta años. Pero puede objetarse que en ese sistema, en cambio, todo conflicto regional era susceptible de degenerar en guerra mundial, una vez recuperado por la política expansionista de la Unión Soviética.
La impresión de anarquía se debe a la diversidad extrema de los conflictos que se han vuelto puramente locales. Cada uno es diferente de todos los demás y requiere un tratamiento específico. Lo que aumenta la sensación de caos es que al resurgimiento de las crisis regionales nuevamente autónomas se añade, en ciertas zonas geopolíticas, su agravamiento, debido al propio desplome del comunismo.
¿Cuál es pues la nueva política de seguridad que debe considerar la “comunidad internacional”? Término vago, de acuerdo, pero que designa grosso modo a las naciones que disponen de un Estado capaz de participar en concertaciones racionales. Hay que distinguir los casos en los que la comunidad internacional puede intervenir eficazmente, en el marco de un derecho claramente definido, y los casos en que no puede hacer gran cosa, ni siquiera realizar una convergencia de puntos de vista en su seno.
El primer caso, el más claro y el más sencillo, nos lo ofrece la guerra del Golfo de 1990-1991. Un Estado, Irak, invade a otro Estado, Kuwait. Los dos Estados son miembros de las Naciones Unidas, que declaran entonces al agresor culpable de violación de la Carta, por haber hecho que su ejército cruzara una frontera internacionalmente reconocida. La ONU se apoya entonces en todas las bases jurídicas para poner en pie una coalición, a fin de rechazar al invasor.
De ahí el segundo caso de figura, el más arduo de todos, las guerras interétnicas. Es una ilusión suponer que “el nuevo orden internacional” debiera consistir en intervenir dondequiera que los hombres luchen unos contra otros. No poseemos por el momento ninguna doctrina universal que sea aplicable a esos casos, y aun menos los medios para aplicarla. Incluso en Europa, la OTAN no fue concebida para emprender operaciones de mantenimiento del orden y no está en capacidad de hacerlo.
El tercer tipo de inseguridad, finalmente, resulta del caos poscomunista. No incluye solamente los conflictos locales. Supone igualmente el peligro de proliferación nuclear. Hacerle frente en todos lados constituye un capítulo fundamental de nuestra seguridad.
De esos peligros, la comunidad internacional ha creído poder protegerse en el marco de las organizaciones antiguas. Ahora bien: hay que definir ante todo una política de seguridad nueva o, más bien, unas políticas de seguridad, antes de reconstruir las estructuras que podrían servir para echarlas a andar. ~